Deleuze o la exasperación filosófica

…Y siempre hay algo que huye…

Este quizá sea uno de sus dictum más fuertes, vertebrador de esa filosofía en fuga constante. Fuga constante del logos cerrado y totalizante, que aprisiona y estría el pensamiento y las posibilidades de sentir e inventar nuevos mundos para vivir y habitar. Fuga de las pasiones tristes, que enferman y envenenan el cuerpo, descomponiéndolo y fragmentándolo con el objetivo de que su carne, sus huesos, su sangre, destinados a correr y fluir en nomadismo infinito, se transformen arteramente en un mero vehículo de carga, instrumento dispuesto para el trabajo repetitivo, el goce y el consumo. Fuga, en fín, de aquellos fantasmas que se encarnan oscureciendo las ventanas y del sentido que corre en una sola dirección; rayo que vivifica la noche disponiendo a una danza silenciosa, danza paradojal que abre a una alegre y vertiginosa caída, sin llegar jamás a ese punto de abismo del cual ya no se vuelve. El filósofo como jovial sintomatólogo, la filosofía como la gran salud, la vida como ese centro frágil donde morar sin despeñarse.


Lic Franco Castignani

sábado, 7 de agosto de 2010

La voluntad de poder como conocimiento (1). Martín Heidegger

Traducción Juan Luis Vermal en Nietzsche, Destino, Barcelona, 2000




Nietzsche como pensador del acabamiento de la metafísica


Quién es, y sobre todo quién será Nietzsche lo sabremos apenas estemos en condiciones de pensar el pensamiento que acuñó con las palabras «la voluntad de poder». Nietzsche es aquel pensador que recorrió el curso de pensamientos [Gedanken-Gang] que conduce a la «voluntad de poder». Quién es Nietzsche no lo sabremos nunca por un relato historiográfico de su vida, ni tampoco por la exposición del contenido de sus escritos. Quién es Nietzsche no queremos ni tampoco debemos saberlo mientras nos refiramos sólo a la personalidad y la figura histórica, al objeto psicológico y a sus producciones. Pero cómo, acaso no ha escrito el propio Nietzsche un libro, el último que dejara listo para imprimir, que lleva por título «Ecce homo. Cómo se llega a ser lo que se es»? ¿No expresa Ecce homo su voluntad última de que nos ocupemos de él, de ese hombre, y de que se pueda decir de él lo que contienen los capítulos de la obra: «Por qué soy tan sabio. Por qué soy tan inteligente. Por qué escribo tan buenos libros. Por qué soy un destino»? ¿No se muestra aquí la cima de una autoexposición desenfrenada y de un desmedido narcisismo?

Es un procedimiento demasiado fácil, y por eso empleado con frecuencia, tomar esta autopublicidad de su propio carácter y su propia voluntad como el anuncio de la incipiente locura. Pero en Ecce homo no se trata ni de la biografía de Nietzsche ni de la persona del «Señor Nietzsche» sino en realidad de un «destino»; pero tampoco de la destinación de un individuo, sino de la historia de la época moderna como época final de occidente. Aunque, evidentemente, del destino de este portador del destino occidental también forma parte que (por lo menos hasta ahora) todo lo que quería lograr con sus escritos se convirtiera en su opuesto. En contra de su voluntad más íntima, Nietzsche se transformó en incitador y promotor de una amplificada autodisección y puesta en escena anímica, corporal y espiritual del hombre que tiene como consecuencia final y mediata la publicidad sin límites de toda actividad humana en «imagen y sonido», gracias a los montajes fotográficos y los reportajes: fenómeno de carácter planetario que muestra exactamente los mismos rasgos en América y Rusia, en Japón e Italia, en Inglaterra y Alemania, y que es extrañamente independiente de la voluntad de los individuos y del modo de ser de los pueblos, los estados y las culturas.

El propio Nietzsche hizo de sí una figura ambigua, lo que tuvo que ocurrir necesariamente tanto en el horizonte de su presente como en el del actual. A nosotros nos corresponde captar, detrás de esa ambigüedad, lo que es anticipador y único, lo decisivo y definitivo. La condición previa para ello es abstraer del «hombre», así como también abstraer de la «obra» en la medida en que se la vea como una expresión de lo humano, es decir, a la luz del hombre. Porque incluso la obra misma, en cuanto obra, nos permanece cerrada en la medida en que de alguna forma sigamos mirando de soslayo la «vida» del hombre que la creó, en lugar de preguntar por el ser y el mundo que fundan la obra. No nos incumben ni la persona de Nietzsche ni su obra en la medida en que hagamos de ambas, en su copertenencia, el objeto de una reseña histórica y psicológica.

Lo único que nos incumbe es la huella que ese curso de pensamientos que conduce a la voluntad de poder ha trazado en la historia del ser, es decir: en la región aún intransitada de decisiones futuras.

Nietzsche forma parte de los pensadores esenciales. Con el nombre de «pensador» denominamos a aquellos señalados que están destinados a pensar un pensamiento único, que será siempre un pensamiento «sobre» el ente en su totalidad. Cada pensador piensa sólo un único pensamiento. Éste no necesita ni recomendaciones ni influencias para llegar a dominar. Los escritores e investigadores, en cambio. «tienen», a diferencia del pensador, muchos, muchísimos pensamientos, es decir, ocurrencias, que pueden aplicarse a la tan apreciada «realidad» y que se valoran de acuerdo con esa convertibilidad.

Ahora bien, el pensamiento en cada caso único de un pensador es aquello alrededor de lo cual, de manera imprevista e inadvertida, gira todo el ente en el más silencioso silencio. Los pensadores son fundadores de aquello que nunca será perceptible en una imagen, que nunca podrá relatarse historiográficamente ni calcularse técnicamente; de aquello que no obstante domina, sin necesitar el poder. Los pensadores son siempre unilaterales, según ese lado único que ya les fuera adjudicado por una simple expresión proferida en la primera época de la historia del pensar. La expresión proviene de uno de los más antiguos pensadores de occidente, Periandro de Corinto, al que se cuenta entre los «siete sabios». Dice así: mel¡ta tò pn, «toma a tu cuidado el ente en su totalidad».

De entre los pensadores, son pensadores esenciales aquellos cuyo pensamiento único piensa en dirección de una única y suprema decisión, ya sea en el modo de una preparación de tal decisión o en el de un decidido llevarla a cabo. La capciosa palabra «decisión», ya casi desgastada por el uso, suele usarse hoy en día preferentemente cuando ya todo está hace tiempo decidido o por lo menos se lo toma como tal. El abuso casi increíble de la palabra «decisión» [Entscheidung] no puede disuadirnos, sin embargo, de conservarle ese contenido en virtud del cual está referida a la escisión [Scheidung] más íntima y a la distinción [Unterscheidung] más extrema. Ésta es la distinción entre el ente en su totalidad, lo que incluye a dioses y hombres, mundo y tierra, y el ser, cuyo dominio es lo que permite o rehúsa a todo ente ser el ente que es capaz de ser.

La suprema decisión que puede tener lugar y que se convierte en cada caso en el fundamento de toda historia, es la que se da entre el predominio del ente y el dominio del ser. Por ello, siempre que se piensa expresamente el ente en su totalidad, y cualquiera que sea el modo en que se lo haga, el pensar está en la zona de peligro de esta decisión. Ésta no es nunca hecha ni llevada a cabo en primer lugar por un hombre. Su defección y su dirimir deciden, en cambio, sobre el hombre y, de otro modo, sobre el dios.

Nietzsche es un pensador esencial porque en un sentido decidido, en un sentido que no esquiva la decisión, piensa en dirección de esa decisión y prepara su advenir, sin apreciar ni dominar, no obstante, su oculta envergadura.

Pues ésa es la otra característica que distingue al pensador: que en virtud de su saber llega a saber en qué medida no puede saber algo esencial. Pero a este saber del no saber y en cuanto no saber no debemos confundirlo de ningún modo con lo que, en las ciencias, por ejemplo, se concede como límite del saber y limitación de los conocimientos. En este caso se piensa en el hecho de que la capacidad humana de comprensión es finita. Con el no conocer de lo que aún puede conocerse acaba el conocer corriente. Con el saber de lo que no puede saberse comienza el saber esencial del pensador. El investigador científico pregunta para llegar a respuestas utilizables. El pensador pregunta para fundar la dignidad de ser cuestionado [Fragwürdigkeit] del ente en su totalidad. El investigador se mueve siempre sobre el terreno de lo ya decidido: que hay naturaleza, que hay historia, que hay arte, que todos ellos pueden convertirse en objeto de estudio. Para el pensador no hay nada de ese tipo; se encuentra en la decisión acerca de qué hay en general y de qué es el ente.

Nietzsche está en una decisión, lo mismo que todo pensador occidental antes de él. Al igual que ellos afirma la preponderancia del ente frente al ser, sin saber lo que hay en tal afirmación. Pero, al mismo tiempo, Nietzsche es aquel pensador occidental que lleva a cabo de manera incondicionada y definitiva la afirmación de esta preponderancia del ente, con lo que se coloca en el más duro rigor de la decisión. Esto se hace visible en que Nietzsche, con su pensamiento único de la voluntad de poder, piensa anticipadamente el acabamiento de la época moderna.

Nietzsche es la transición desde el período preparatorio de la modernidad -calculado historiográficamente, la época entre 1600 y 1900- al comienzo de su acabamiento. La extensión temporal de este acabamiento nos es desconocida. Presumiblemente será, o bien muy breve y catastrófica o bien, por el contrario, muy prolongada, en el sentido de que se instituya lo ya alcanzado con una capacidad de durar cada vez mayor. En el estadio actual de la historia del planeta no habrá ya lugar para medianías. Pero puesto que la historia, por su propia esencia, se funda en una decisión sobre el ente que ella misma no ha tomado ni puede tomar, esto puede decirse, con sus rasgos propios y su acento peculiar, de toda época de la historia. Sólo desde allí recibe cada época su respectiva delimitación histórica.

La posición adoptada hasta ahora en occidente en y respecto de la decisión entre el predominio del ente y el dominio del ser, es decir la afirmación de aquella preponderancia, se ha desplegado y construido en un pensar que puede designarse con el nombre de «metafísica», «-física» alude aquí a lo «físico» en el sentido originariamente griego de tŒ fæsei önta, «el ente que consiste y presencia desde sí». «Meta» quiere decir: por encima y más allá de algo, aquí: por encima del ente. ¿Hacia dónde? Respuesta: hacia el ser. El ser es, pensado metafísicamente, aquello que se piensa, desde el ente como su determinación más general y hacia el ente como su fundamento y su causa. La representación cristiana de que todo el ente es causado por una causa primera es metafísica, en especial la visión griego-metafísica del relato de la creación del Antiguo Testamento. La idea ilustrada de que todo el ente está gobernado por una razón universal es metafísica. Se toma al ente como aquello que exige una explicación. En cada caso el ente posee una preeminencia, en cuanto medida, en cuanto fin, en cuanto realización del ser. Incluso allí donde se piensa el ser como un «ideal» para el ente, como aquello que tiene que ser y como el modo en que tiene que ser cada ente, si bien el ente individual se halla subordinado al ser, en su totalidad el ideal está al servicio del ente, de la misma manera en que, por lo general, todo poder depende de lo que domina. Pero de la esencia de todo auténtico poder también forma parte, sin embargo, pasar por alto, o más aún, tener que pasar por alto esta dependencia, es decir, no admitirla jamás.


La metafísica piensa el ente en su totalidad según su preeminencia sobre el ser. Todo el pensar occidental, desde los griegos hasta Nietzsche, es un pensar metafísico. Cada época de la historia occidental se funda en la correspondiente metafísica. Nietzsche piensa con antelación el acabamiento de la modernidad. Su curso de pensamientos hacia la voluntad de poder es la anticipación de esa metafísica por la que la modernidad que llega a su acabamiento es sostenida en su acabamiento. «Acabamiento» no significa aquí que se agregue una última parte que aún faltaba, que se rellene finalmente un hueco que hasta entonces no se había podido eliminar. Acabamiento significa que todos los poderes esenciales del ente que se acumulaban desde hace tiempo se desplieguen sin restricciones para llegar a lo que exigen en su conjunto. El acabamiento metafísico de una época no es la simple continuación hasta su fin de algo ya conocido. Es el establecimiento por primera vez incondicionado y de antemano completo de lo inesperado y que tampoco cabía esperar jamás. Respecto de lo anterior, el acabamiento es lo nuevo. Por eso tampoco es nunca visto ni comprendido por aquellos que sólo calculan retrospectivamente.

El pensamiento nietzscheano de la voluntad de poder piensa el ente en su totalidad de manera tal que el fundamento histórico metafísico de la época actual y la época futura se vuelve visible y al mismo tiempo, determinante. El dominio determinante que ejerce una filosofía no se deja medir por lo que es conocido de ella en su expresión literal, tampoco por el número de sus «partidarios» y «representantes», y aún menos por la «literatura» a la que da lugar. Incluso cuando ya no se conozca ni siquiera el nombre de Nietzsche, lo que su pensar tuvo que pensar seguirá dominando. A todo pensador que piensa en dirección de la decisión lo mueve y lo consume la preocupación por un estado de necesidad que no puede aún ser sentido y experimentado en vida del pensador en el círculo de su influencia, historiográficamente comprobable pero inauténtica.

En el pensamiento de la voluntad de poder Nietzsche piensa anticipadamente el fundamento metafísico del acabamiento de la modernidad. En el pensamiento de la voluntad de poder llega de antemano a su acabamiento el pensamiento metafísico mismo. Nietzsche, el pensador del pensamiento de la voluntad de poder, es el último metafísico de occidente. La época cuyo acabamiento se despliega en su pensamiento, la época moderna, es una época final. Esto quiere decir: una época en la que, en algún momento y de algún modo, surgirá la decisión histórica de si esta época final será la conclusión de la historia occidental o bien la contrapartida de un nuevo inicio. Recorrer el curso de pensamientos que conduce a Nietzsche a la voluntad de poder significa: ponerse bajo la mirada de esa decisión histórica.


Hasta tanto no se vea uno mismo obligado a una confrontación pensante con Nietzsche, acompañar de manera reflexiva su curso de pensamientos sólo puede tener por finalidad acercarse con el saber a lo que «acontece» [geschieht] en la historia [Geschichte] de la época moderna. Lo que acontece quiere decir: lo que sostiene y constriñe a la historia, lo que desencadena los hechos contingentes y proporciona de antemano el espacio libre para las resoluciones, lo que dentro del ente representado objetivamente y en situaciones es, en el fondo, aquello que es. Lo que acontece no lo experimentamos nunca con comprobaciones historiográficas de lo que «pasa». Como bien lo da a entender esta expresión, lo que «pasa» es aquello que desfila delante de nosotros en el primer plano y en el fondo del escenario público conformado por los sucesos y las opiniones que surgen sobre ellos. Lo que acontece no puede jamás llegar a conocerse historiográficamente. Sólo es posible saberlo de modo pensante al comprender lo que ha sido elevado al pensamiento y la palabra por aquella metafísica que ha predeterminado la época. Lo que suele llamarse la «filosofía» de Nietzsche y compararse con las filosofías anteriores, carece de importancia. Ineludible es, en cambio, lo que en el pensamiento nietzscheano de la voluntad de poder ha llegado a la palabra como fundamento histórico de lo que acontece bajo la figura de la modernidad en la historia occidental.

Si integramos la «filosofía» de Nietzsche en nuestro patrimonio cultural o la dejamos de lado, carece igualmente de significación. Lo único funesto sería que nos «ocupáramos» de Nietzsche sin estar decididos a un auténtico preguntar y que pretendiéramos tomar esta «ocupación» por una confrontación pensante con el pensamiento único de Nietzsche. El rechazo inequívoco de toda filosofía es una actitud que siempre merece respeto, pues contiene más filosofía de lo que ella misma cree. El mero jugueteo con pensamientos filosóficos que desde el comienzo se mantiene fuera con múltiples reparos y que se lleva a cabo con fines de entretenimiento y diversión intelectual es, en cambio, despreciable, pues no sabe lo que está en juego en el curso de pensamientos de un pensador.


La llamada «obra capital» de Nietzsche


Al pensamiento nietzscheano de la voluntad de poder lo denominamos su pensamiento único. Con ello queda dicho al mismo tiempo que el otro pensamiento de Nietzsche, el del eterno retorno de lo mismo, está necesariamente incluido en el de la voluntad de poder. Ambos -voluntad de poder y eterno retorno de lo mismo- dicen lo mismo y piensan el mismo carácter fundamental del ente en su totalidad. El pensamiento del eterno retorno de lo mismo es el acabamiento interno -no posterior- del pensamiento de la voluntad de poder. Por eso el eterno retorno de lo mismo fue pensado por Nietzsche antes que la voluntad de poder. En efecto, todo pensador, cuando piensa por primera vez su pensamiento único lo piensa ya en su acabamiento, pero todavía no en su despliegue, es decir con el alcance y la peligrosidad que van creciendo continuamente y que aún tendrá que dirimir.

Desde el momento en el que el pensamiento de la voluntad de poder se le presentó con toda su claridad y decisión (alrededor del año 1884 hasta las últimas semanas de su pensar, a finales del año 1888) Nietzsche luchó por conseguir una configuración pensante de este pensamiento único. En sus planes y proyectos, esta configuración tomó la forma de lo que él mismo llamó, de acuerdo con la tradición, obra capital. Pero esta «obra capital» no llegó nunca a terminarse. No sólo no llegó nunca a terminarse sino que no llegó nunca a ser una «obra» en el sentido en que lo son las obras de la filosofía moderna, del tipo de las Meditationes de prima philosophia de Descartes, la Fenomenología del espíritu de Hegel, las Investigaciones filosóficas sobre la esencia de la libertad humana y los objetos con ella relacionados de Schelling.

¿Por qué los cursos de pensamientos nietzscheanos hacia la voluntad de poder no confluyeron en una «obra» de este tipo? En estos casos, los historiadores, biógrafos y otros ejecutores de la curiosidad humana no muestran el menor desconcierto. En el «caso» Nietzsche hay además suficientes razones para explicar cumplidamente a la opinión corriente la falta de la obra capital.

Se dice que la cantidad del material, la multiplicidad y la extensión de los diferentes ámbitos en los que habría tenido que probarse que la voluntad de poder era el carácter fundamental del ente, no podían ya ser dominadas de manera uniforme por un único pensador. Porque la filosofía tampoco puede sustraerse ya a la especialización del trabajo en disciplinas reinantes desde mediados del siglo pasado -lógica, ética, estética, filosofía del lenguaje, filosofía política, filosofía de la religión-,siempre que quiera producir algo más que frases hechas generales y vacías sobre lo que de todos modos ya se conoce de modo más fiable gracias a las diferentes ciencias. Puede que en la época de Kant, o quizás aun en la de Hegel fuera aún posible dominar de modo uniforme todos los ámbitos del saber. Mientras tanto, sin embargo, las ciencias del siglo XIX no sólo han ampliado de manera sorprendentemente rica y rápida el conocimiento del ente, sino que, sobre todo, han desarrollado la investigación de todas sus regiones de un modo tan multiforme, fino y seguro que un conocimiento aproximado de todas las ciencias apenas si roza su superficie. Pero el conocimiento de los resultados y de los modos de operar de todas las ciencias resulta necesario si se quiere establecer algo suficientemente fundado sobre el ente en su totalidad. Sin esa base científica toda metafísica no es más que un edificio construido en el aire. Tampoco Nietzsche podía alcanzar ya un dominio uniforme de todas las ciencias.


Se hace notar, además, que a Nietzsche le faltaba totalmente la capacidad para un pensamiento estrictamente demostrativo y deductivo dentro de amplios contextos, la capacidad de «filosofía sistemática», como se la llama. Él mismo había expresado su desconfianza frente a todos los «sistemáticos». Cómo habría de conseguir entonces realizar el sistema de todo el saber del ente en su totalidad, y con ello la obra capital «sistemática»?


Por otra parte, se declara que Nietzsche fue víctima de un desmedido impulso por alcanzar de inmediato prestigio e influencia. El éxito de Richard Wagner, al que Nietzsche muy pronto, antes de que él mismo lo supiera realmente, había descubierto como su auténtico adversario, le habría robado la tranquilidad para seguir por su propio camino, lo habría incitado a abandonar la ejecución reflexiva de su tarea principal y desviado hacia una irritada actividad literaria.


Por último se resalta que, precisamente en los años en que luchaba por alcanzar una configuración pensante de la voluntad de poder, su capacidad de trabajo le abandonaba con mayor frecuencia que antes, impidiéndole así llevar a cabo una «obra» de ese tipo. Mientras que toda investigación científica, hablando en imágenes, sigue siempre una línea recta, y puede continuar en el sitio en el que antes había dejado, el pensar pensante, para cada paso, tiene que efectuar previamente el salto hacia la totalidad y recogerse en el centro de un círculo.


Estas y aún otras explicaciones de que no haya llegado a realizarse la «obra» son correctas. Incluso pueden documentarse con expresiones del propio Nietzsche. Pero ¿qué ocurre con la suposición respecto de la cual se aportan con tanto ahínco estas explicaciones? La suposición de que habría de tratarse de una «obra», y más concretamente de una obra del tipo de las «obras capitales» ya conocidas, no está fundamentada; y tampoco puede serlo, ya que esta suposición no es verdadera, pues va en contra de la esencia y del tipo de pensamiento de la voluntad de poder.


El hecho de que el propio Nietzsche hable de una «obra capital» en cartas a la hermana y a los pocos amigos y colaboradores, que cada vez lo comprendían menos, no demuestra aún que haya derecho a esa suposición. Nietzsche sabía con claridad que incluso esos pocos «próximos» con los que aún se comunicaba no podían evaluar aquello ante lo que se veía colocado. Las configuraciones siempre cambiantes con las que trataba de llevar a la palabra su pensar en las diferentes publicaciones muestran a las claras cuán decididamente sabía que la configuración que debía adoptar su pensamiento fundamental tenía que ser diferente del de una obra en sentido tradicional. El inacabamiento, si uno se atreve a afirmar que lo hay, no consiste de ninguna manera en que no se ha terminado una obra «sobre» la voluntad de poder; el inacabamiento sólo podría significar que el pensador falló en el intento de hallar la configuración interna de su pensamiento único. Pero quizás no haya fallado, quizás el fallo esté sólo en aquellos para los que Nietzsche recorrió su curso de pensamientos y que sepultan sin embargo ese camino con interpretaciones apresuradas y adaptadas a la época, con esa presunción de saberlo todo tan fácil y perniciosa que caracteriza a los que llegan tarde.


Sólo bajo el arbitrario supuesto previo de una «obra» que habría de acabarse y cuya esencia estuviera ya hace tiempo establecida por sus modelos, puede considerarse que lo que Nietzsche dejó sin publicar son «fragmentos», «trozos», «esbozos» o «trabajos preliminares». No queda entonces otra elección. Pero si ese supuesto carece de base desde un principio, si no se adecua al pensamiento fundamental de este pensador, entonces los cursos de pensamientos que han quedado adquieren otro carácter.


Dicho con más precaución: surge entonces la pregunta de cómo hay que considerar esos cursos, esos rasgos y saltos de pensamientos para que con ellos pensemos adecuadamente lo allí pensado y no lo desfiguremos siguiendo nuestros hábitos de pensamiento.


Actualmente existe publicado un libro con el título: La voluntad de poder. Este libro no es una «obra» de Nietzsche. Sin embargo, sólo contiene cosas escritas por el propio Nietzsche. Incluso el plan más general que establece la división en la que se ordenan los manuscritos escritos en diferentes años es obra suya. Esta recopilación y publicación en forma de libro de las notas escritas por Nietzsche entre los años 1882 y 1888, que no puede decirse que sea totalmente arbitraria, fue realizada, en un primer intento, después de la muerte de Nietzsche y apareció en 1901 como tomo XV de sus Obras. La edición de 1906 del libro La voluntad de poder recoge un número considerablemente mayor de manuscritos y fue integrada sin cambios en 1911 en la «Edición en Gran Octavo», como tomos XV y XVI, reemplazando la primera publicación de 1901.

El libro La voluntad de poder de que disponemos evidentemente no reproduce el curso de pensamientos de Nietzsche hacia la voluntad de poder, ni en lo que hace a su integridad, ni, sobre todo, a lo más propio de su andar y a la ley que rige sus pasos; alcanza, sin embargo, para servir de base para un intento de volver a recorrer ese camino y para pensar en su curso el pensamiento único de Nietzsche. Sólo que para ello tenemos que liberarnos de antemano y en general del ordenamiento que se ofrece en el libro.


Algún orden tenemos que seguir, sin embargo, al intentar penetrar en el curso de pensamientos hacia la voluntad de poder. Al escoger y ordenar los fragmentos de otro modo procedemos aparentemente de manera no menos arbitraria que los compiladores del libro del que extraemos el texto. Sólo que, en primer lugar, evitaremos mezclar fragmentos de diferentes épocas, lo que es la regla en el libro de que ahora disponemos. Por otra parte, nos atendremos ante todo a los fragmentos escritos en los años 1887-1888, un período en el que Nietzsche alcanzó la mayor claridad y serenidad de su pensamiento. Entre estos fragmentos escogeremos a su vez aquellos en los que la totalidad del pensamiento de la voluntad de poder ha alcanzado una coherencia propia y llegado así a la palabra. Por eso, a estos fragmentos no podemos llamarlos en realidad fragmentos. Si mantenemos aún esta denominación, lo hacemos teniendo en cuenta que los diferentes trozos no sólo se coordinan o se rechazan desde el punto de vista del contenido, sino que se diferencian sobre todo por la forma de su configuración interna y por su amplitud, por la fuerza de concentración y la claridad del pensar, por el grado de visión y la agudeza del decir.


Baste con esta advertencia previa para quitarle a nuestro proceder la apariencia de arbitrariedad y discontinuidad. Diferenciaremos siempre y de modo riguroso entre el libro confeccionado posteriormente con el título La voluntad de poder y el oculto curso de pensamientos hacia la voluntad de poder, cuya ley y estructura interna trataremos de repensar. Puesto que no queremos leer el libro La voluntad de poder sino que tenemos que recorrer el curso de pensamientos que conduce hacia la voluntad de poder, abrimos el libro en un sitio muy determinado.


La voluntad de poder como principio de una nueva posición de valores


Nos atenemos a lo que Nietzsche, de acuerdo con la división aludida, pensaba decir en la tercera parte bajo el título de «Principio de una nueva posición de valores». Pues evidentemente quería darle aquí palabra y forma a la «nueva filosofía», a su «filosofía». Si la voluntad de poder es su pensamiento esencial y único, el título del tercer libro nos da inmediatamente una importante aclaración acerca de lo que sea la voluntad de poder, sin que con ello comprendamos ya su auténtica esencia. La voluntad de poder es el «principio de una nueva posición de valores» y, a la inversa: el principio de una nueva posición de valores que hay que fundar es la voluntad de poder. ¿Qué quiere decir «posición de valores»? ¿Qué significa la palabra «valor»? La palabra «valor» ha entrado en circulación en un sentido enfático en parte gracias a Nietzsche: se habla de «valores culturales» de una nación, de los «valores vitales» de un pueblo, de «valores» «morales», «estéticos», «religiosos». En verdad, por más que pretenden apelar a lo más elevado y último, no es mucho lo que se piensa bajo estos títulos.


La palabra «valor» es esencial para Nietzsche. Esto se muestra de inmediato en la formulación del subtítulo que le da al curso de pensamientos hacia la voluntad de poder: «Tentativa de una transvaloración de todos los valores».Valor significa para Nietzsche tanto como: condición de la vida, condición para que haya «vida». Pero en la mayoría de los casos «vida» es, en el pensamiento de Nietzsche, la palabra que designa todo ente y el ente en su totalidad, en la medida en que es. Ocasionalmente significa también, en un sentido enfático, nuestra vida, es decir el ser del hombre.


Nietzsche, a diferencia de la biología y la teoría de la vida de su tiempo, determinadas por Darwin, no considera que la esencia de la vida esté en la «autoconservación» (la «lucha por la vida») sino en el acrecentamiento más allá de sí. El valor, en cuanto condición de la vida, tiene que pensarse por lo tanto como aquello que sustenta, favorece y despierta el acrecentamiento de la vida. Sólo lo que acrecienta la vida, el ente en su totalidad, tiene valor, o con más exactitud: es un valor. La caracterización del valor como «condición» para la vida, en el sentido de acrecentamiento de la vida, es en un primer momento totalmente indeterminada. Aunque lo condicionante (el valor) hace que en cada caso lo condicionado (la vida) dependa de él, por otra parte, a la inversa, la esencia de lo condicionante (del valor) está determinada por la esencia de aquello que tiene que condicionar (la vida). Qué carácter esencial tenga el valor en cuanto condición de la vida depende de la esencia de la «vida», de lo que caracteriza a esta esencia. Si Nietzsche dice que la esencia de la vida es acrecentamiento de la vida, surge la pregunta acerca de qué forma parte de la esencia de ese acrecentamiento. Un acrecentamiento, y especialmente aquel que se lleva a cabo en lo acrecentado y por su propio intermedio, es un ir más allá de sí. Esto implica que en el acrecentamiento la vida lanza desde sí posibilidades más altas de sí misma y señala anticipadamente en dirección de algo aún no alcanzado, de algo que aún debe alcanzarse.


En el acrecentamiento hay algo así como una mirada que penetra de antemano en el ámbito de algo más elevado, o sea, una «perspectiva». En la medida en que la vida, es decir todo ente, es acrecentamiento de la vida, la vida tiene, en cuanto tal, «carácter perspectivista». Correspondientemente, el «valor», en cuanto condición de la vida, posee también ese carácter perspectivista. El valor condiciona y determina en cada caso «perspectivamente» la fundamental esencia «perspectivista» de la «vida». Esta indicación también debe advertirnos de que tenemos que mantener alejada desde un comienzo la noción nietzscheana de «valor» como «condición» de la vida del ámbito de la representación común, en el que también se habla con frecuencia de «condiciones de vida», por ejemplo de las «condiciones de vida» de determinados animales. «Vida», «condición de la vida», «valor», estas expresiones fundamentales del pensar nietzscheano tienen su determinación propia, una determinación que surge del pensamiento fundamental de ese pensar.


«Posición de valores» significa entonces: determinar y fijar aquellas condiciones «perspectivistas» que hacen que la vida sea vida, es decir, que aseguran en su esencia su acrecentamiento. ¿Y qué quiere decir nueva posición de valores? Quiere decir que se prepara la inversión de una posición de valores muy antigua, que existe hace largo tiempo. Esta antigua posición de valores es, dicho con brevedad, la platónico-cristiana, la desvalorización del ente que está aquí y ahora delante como un m¯ ön,como lo que propiamente no debería ser porque representa una caída respecto de lo propiamente ente, de las «ideas» y del orden divino; y si no una caída, a lo sumo sólo un paso fugaz.


La antigua posición de valores, la que ha reinado «hasta el momento», da a la vida una perspectiva hacia algo suprasensible y supraterreno -¤p¡keina, «más allá»-,donde está contenida la «verdadera bienaventuranza», a diferencia de este «valle de lágrimas» que se llama «tierra» y «mundo». Puede indicarse la inversión de valores, de lo antiguo a lo nuevo, con una formulación de Nietzsche:

«“¿Qué tengo que hacer para llegar a la bienaventuranza?” Eso no lo sé, pero yo te digo: sé bienaventurado y haz entonces lo que te plazca.» (XII, 285; 1882-1884)

La pregunta es la pregunta cristiana del Evangelio. La respuesta de Nietzsche toma la forma del lenguaje bíblico: «Pero yo te digo», invirtiendo, sin embargo, su contenido, en la medida en que el ser bienaventurado no se pospone al hacer como una consecuencia sino que se le antepone como su fundamento. Esto, sin embargo, no otorga un salvoconducto para dar rienda suelta a cualquier pulsión que impulse y arrastre en cualquier sentido, sino: «sé bienaventurado», en ello reside todo.


Una nueva posición de valores quiere decir: posición de otras condiciones perspectivistas para «la vida». Pero seguiríamos comprendiendo la expresión de manera insuficiente si pensáramos que se trata sólo de establecer nuevas condiciones para la vida. Se trata, por el contrario, de determinar de manera diferente la esencia de la vida misma y, a una con ello, es decir como su consecuencia esencial, las condiciones perspectivistas para ella. En la medida en que se considera que la esencia de la vida es su «acrecentamiento», todas las condiciones que apuntan simplemente a su conservación se degradan a condiciones que en el fondo inhiben o incluso niegan la vida, es decir su acrecentamiento perspectivista, a condiciones que no sólo prohíben otras perspectivas sino que socavan de antemano sus raíces. Hablando estrictamente, las condiciones que inhiben la vida no son entonces valores, sino disvalores [Unwerte].


Si hasta ahora la vida sólo había sido comprendida como auto-«conservación» al servicio de algo diferente y posterior, desconociéndose así su esencia como autoacrecentamiento, las condiciones que se habían impuesto a la vida, los «supremos valores hasta el momento» (XVI, 421), no serían auténticos valores; sería necesaria, entonces, una «transvaloración de todos los valores» por medio de una «nueva posición de valores». Por eso Nietzsche antepone en su plan a este libro el libro segundo: «Crítica de los valores supremos [válidos hasta el momento]».


Sin embargo, para poder conformar las condiciones necesarias y suficientes de la vida en cuanto acrecentamiento, la nueva posición de valores tiene que retroceder hasta aquello que constituye la vida misma en cuanto autoacrecentamiento, aquello que hace posible en su fundamento esta esencia de la vida. El fundamento, aquello con lo que algo esencialmente comienza, de lo que proviene y adonde permanece enraizado, se dice en griego Žrx®, en latín principium, «principio».


El principio de una nueva posición de valores es aquel que determina en su fundamento esencial la vida para la que los valores son las condiciones perspectivistas. Ahora bien, si el principio de la nueva posición de valores es la voluntad de poder, esto quiere decir: la vida, es decir el ente en su totalidad, es ella misma, en su esencia fundamental y en su fundamento esencial, voluntad de poder, y nada más que eso. Así, una nota del último año de creación comienza con las palabras: «Si la esencia más íntima del ser es voluntad de poder...» (La voluntad de poder, n. 693, marzo junio de 1888).


Ya antes (1885), Nietzsche inicia una serie de pensamientos con la pregunta: «¿Y sabéis lo que es «el mundo» para mí?». Por «mundo» entiende el ente en su totalidad y con frecuencia identifica la palabra con «vida», del mismo modo como solemos identificar «concepción del mundo» y «concepción de la vida». La respuesta es la siguiente:

«¡Este mundo es voluntad de poder, y nada más! ¡Y también vosotros sois voluntad de poder, y nada más!» (n. 1067)

En el pensamiento único de la voluntad de poder Nietzsche piensa el carácter fundamental del ente en su totalidad. La sentencia de su metafísica, es decir de la determinación del ente en su totalidad, dice: La vida es voluntad de poder.

Esto implica dos cosas, que en realidad son una:

1) el ente en su totalidad es «vida»;

2) la esencia de la vida es «voluntad de poder».

Con esta sentencia, la vida es voluntad de poder, llega a su acabamiento la metafísica occidental, en cuyo inicio se encuentra la oscura expresión: el ente en su totalidad es cæsiw. La sentencia de Nietzsche, el ente en su totalidad es voluntad de poder, enuncia sobre el ente en su totalidad aquello que estaba predeterminado como posibilidad en el inicio del pensamiento occidental y que se ha vuelto ineludible por obra de una inevitable declinación de ese comienzo. Esta sentencia no transmite una opinión privada de la persona Nietzsche. Quien piensa y dice esta sentencia es «un destino». Esto quiere decir: el ser pensador de este y de todo pensador esencial de occidente consiste en la fidelidad casi inhumana a la oculta historia de occidente. Pero esta historia es la lucha poetizante y pensante por la palabra para el ente en su totalidad. A toda dimensión pública de la historia universal le falta la visión y la escucha, la medida y el corazón para esta lucha poético-pensante por la palabra del ser. Esta lucha se desarrolla más allá de la guerra y la paz, fuera del éxito y la derrota, no tocada por la fama y el ruido, despreocupada por el destino de los individuos.

El ente en su totalidad es voluntad de poder. En cuanto tal es el principio de una nueva posición de valores. ¿Pero qué quiere decir «voluntad de poder»? Sabemos, por supuesto, lo que quiere decir «voluntad», puesto que lo experimentamos en nosotros mismos, en el querer o, aunque más no sea, en el no querer. A la palabra «poder» le asociamos también una representación aproximada. Por lo tanto, también resultará claro lo que quiere decir «voluntad de poder». Y sin embargo, nada sería más pernicioso que querer seguir las representaciones cotidianas habituales sobre la «voluntad de poder» y creer que con ello se sabe algo acerca del pensamiento único de Nietzsche.

Si el pensamiento de la voluntad de poder es el pensamiento primero, el pensamiento supremo por su rango de la metafísica de Nietzsche, y con ello de la metafísica occidental en general, sólo encontraremos la vía hacia un pensar decidido de este pensamiento metafísico primero y último si recorremos los caminos que ha transitado el propio Nietzsche, el pensador de este pensamiento. Si la voluntad de poder es el carácter fundamental de todo el ente, el pensar de este pensamiento tiene que «encontrarla», por así decirlo, en cualquier región del ente: en la naturaleza, en el arte, en la historia, en la política, en la ciencia y en el conocimiento en general. Todo esto, en la medida en que es algo ente, tiene que ser voluntad de poder. La ciencia, por ejemplo, el conocimiento en general, es una figura de la voluntad de poder. Una meditación pensante (en el sentido del pensador Nietzsche) sobre el conocimiento -y especialmente sobre la ciencia- tiene que volver visible qué es la voluntad de poder.

Por lo tanto, preguntamos con Nietzsche: ¿Qué es el conocimiento? ¿Qué es la ciencia? Con la respuesta -es voluntad de poder- sabremos inmediata y simultáneamente qué quiere decir voluntad de poder. Podemos plantear la misma pregunta respecto del arte, respecto de la naturaleza. Más aún, tenemos que plantearla si planteamos la pregunta por la esencia del conocimiento. Por qué y de qué modo existe precisamente para el pensar de Nietzsche una conexión destacada entre la esencia del conocimiento, el arte y la «naturaleza», es algo que en un primer momento no estamos en condiciones de comprender.


La pregunta por el conocimiento en general y por la ciencia en particular tendrá ahora preeminencia no sólo porque la «ciencia» constituye nuestro ámbito de trabajo más propio, sino sobre todo porque el conocer y el saber han alcanzado en la historia de occidente un poder esencial. La «ciencia» no es simplemente un campo de acción cultural entre otros sino que es un poder fundamental dentro de esa confrontación en virtud de la cual el hombre occidental se comporta respecto del ente y se afirma en él. Cuando hoy en día en la sección económica del periódico se presenta al «embalaje de paquetes» como una «ciencia de rango universitario», no se trata simplemente de un «chiste malo» ; y cuando se trabaja por erigir una «ciencia radiofónica» esto no significa una degeneración de la «ciencia»; por el contrario, estos fenómenos son las últimas consecuencias de un proceso que ya está en marcha desde hace siglos y cuyo fundamento metafísico se encuentra en que ya pronto, a continuación del inicio de la metafísica occidental, el conocimiento y el saber fueran comprendidos como t¡xnh. Preguntar por la esencia del conocimiento quiere decir: llevar a una experiencia de saber lo que «propiamente» acontece en la historia que somos.


El conocimiento es, según Nietzsche, una figura de la voluntad de poder. ¿Pero a qué alude cuando dice «conocimiento»? Es necesario ante todo circunscribir y describir esta cuestión.


No esbozaremos aquí, sin embargo, un «cuadro» hecho por nosotros de la «teoría del conocimiento y de la ciencia» de Nietzsche al modo de las exposiciones «historiográfico-filosóficas», sino que pensaremos exclusiva y estrictamente sólo sus cursos de pensamientos tal como aparecen acuñados en las notas y reflexiones que nos son accesibles.


Lo que estas lecciones quieren es, por lo tanto, algo muy sencillo y muy provisional: proporcionar una guía para un pensar detenido y cuestionante del pensamiento fundamental nietzscheano. Esta guía no se pierde, sin embargo, en la enumeración de reglas y puntos de vista acerca de cómo debe hacerse tal cosa, sino que tiene lugar como un ejercicio. En la medida en que al hacerlo tratamos de pensar el pensamiento fundamental, cada paso será una meditación sobre lo que «acontece» en la historia occidental. Esta historia no se convertirá nunca en un objeto en cuya contemplación historiográfica nos perdamos; tampoco es un estado que podamos comprobar psicológicamente en nosotros. ¿Qué es entonces? Lo sabremos cuando comprendamos la voluntad de poder, es decir cuando no sólo podamos representarnos lo que significa ese conjunto de palabras sino que entendamos qué es eso: la voluntad de poder, un peculiar dominio del ser «sobre» el ente en su totalidad [bajo la forma velada del abandono del ente por parte del ser].


El conocimiento en el pensamiento fundamental de Nietzsche sobre la esencia de la verdad

¿Qué es el conocimiento? ¿Qué es aquello por lo que propiamente preguntamos cuando formulamos la pregunta por la esencia del conocimiento? A la posición del hombre occidental en medio del ente, a la determinación, fundamentación y despliegue de esa posición respecto del ente, es decir a la determinación esencial del ente en su totalidad, es decir a la metafísica occidental, le es propia, esta peculiaridad única: que desde temprano el hombre occidental tuvo que preguntarse: tÛ ¤stin ¥pist®mh, «¿qué es el conocimiento?». Sólo mucho después, en el curso del siglo XIX, esta pregunta metafísica se convirtió en objeto de tratamiento científico, lo que quiere decir en objeto de investigaciones psicológicas y biológicas. La pregunta por la esencia del conocimiento se transformó en una cuestión de «formación de teorías», en la palestra de la teoría del conocimiento. Comparando retrospectivamente y con el impulso de las investigaciones historiográficas y filológicas del pasado, se encontró entonces que ya Aristóteles y Platón, e incluso Heráclito y Parménides, y después Descartes, Kant y Schelling, «también» habían «hecho» una «teoría del conocimiento» tal, aunque ciertamente la «teoría del conocimiento» del viejo Parménides tenía que ser necesariamente muy imperfecta aún, ya que no disponía todavía de los métodos y aparatos del siglo XIX y XX. Es cierto que Heráclito y Parménides, estos viejos y grandes pensadores, meditaron sobre la esencia del conocimiento; pero también es un «hecho» que hasta hoy apenas si vislumbramos y apreciamos rectamente lo que significa esta meditación sobre la esencia del conocimiento: el «pensar» como hilo conductor del proyecto del ente en su totalidad en dirección al ser, la inquietud oculta a sí misma por la encubierta esencia de este «hilo conductor» y del «carácter de hilo conductor» en cuanto tal.

Pero que esos pensadores, y análogamente los pensadores de la época moderna, hayan «hecho» «teoría del conocimiento» al modo de los estudiosos de la filosofía del siglo XIX es una opinión pueril, incluso si se concede que Kant ha administrado la cuestión «gnoseológica» mucho mejor que los «neokantianos» que lo «mejoraron» posteriormente. Esta alusión a la confusión propia de la «teoría del conocimiento» erudita podría haberse omitido tranquilamente si el propio Nietzsche, en parte a disgusto y en parte con curiosidad, no se hubiera movido dentro de ese aire enrarecido y no se hubiera vuelto dependiente de él. Puesto que incluso los pensadores más grandes, lo que quiere decir al mismo tiempo los más solitarios, no habitan en un espacio supraterrestre, en un sitio supramundano, sino que están siempre rodeados, afectados, influidos, como suele decirse, por lo contemporáneo y lo tradicional. Pero la cuestión decisiva es la de si su auténtico pensar se explica, o por lo menos se aclara preferentemente, a partir de las influencias del medio y de los efluvios de sus predisposiciones «vitales» o si, por el contrario, su pensamiento único se comprende desde orígenes esencialmente diferentes, esto es, desde aquello que precisamente abre y funda primariamente ese pensar. Al rastrear el pensamiento de Nietzsche acerca de la esencia del conocimiento no tendremos en cuenta lo «fatal» que hay en él en muchos sentidos, lo que hay en él de contemporáneo, es decir de «gnoseológico», sino que atenderemos sólo a aquello en lo que se despliega y llega a su acabamiento la posición fundamental de la metafísica moderna. Pero este elemento «metafísico» se pone por sí mismo, por su propio peso esencial, en una oculta conexión histórica con el inicio del pensar occidental entre los griegos. A esta conexión del acabamiento de la metafísica occidental con su comienzo no la pensamos de modo historiográfico, como cadena de dependencias y relaciones entre opiniones, puntos de vista y «problemas» filosóficos; de esta conexión sabemos que es aquello que acontece y es, ahora y aún en el futuro.

Por eso tenemos que poner en claro inmediatamente qué es aquello por lo que en el fondo se pregunta cuando se plantea la pregunta por la esencia del conocimiento.

En la historia de occidente [Vor-stellen] el conocimiento es considerado como aquel comportamiento y aquella actitud del representar por la que se aprehende lo verdadero y se lo conserva como posesión. Un conocimiento que no es verdadero no es sólo un «conocimiento falso» sino que no es ni siquiera un conocimiento; con la expresión «conocimiento verdadero» decimos dos veces lo mismo. Lo verdadero y su posesión -o, como se dice abreviadamente, la verdad, en el sentido de un ser-verdadero reconocido­- constituyen la esencia del conocimiento. En la pregunta acerca de qué es el conocimiento se pregunta en el fondo por la verdad y por su esencia. ¿Y la verdad? Cuando se toma y se tiene a esto y aquello por lo que es, a este tener-por lo denomínanos tener-por-verdadero. Lo verdadero alude aquí a aquello que es. Aprehender lo verdadero quiere decir tomar, reproducir, transmitir y conservar el ente tal como es en la re-presentación y en el enunciado. Lo verdadero y la verdad están en la más íntima relación con el ente. La pregunta por la esencia del conocimiento, en cuanto pregunta por lo verdadero y por la verdad, es una pregunta por el ente. La pregunta por el ente, por lo que sea en sí mismo y como tal, pregunta más allá del ente, pero retornando al mismo tiempo a él. La pregunta por el conocimiento es una pregunta metafísica.

Si el pensamiento de la voluntad de poder de Nietzsche es su pensamiento fundamental y el pensamiento último de la metafísica occidental, entonces la esencia del conocimiento, es decir la esencia de la verdad, tendrá que determinarse desde la voluntad de poder. La verdad contiene y da lo que es, el ente, en medio del cual el hombre mismo es también un ente, un ente que se comporta respecto del ente. Por ello, en todo comportamiento el hombre se atiene de algún modo a lo verdadero. La verdad es aquello hacia lo que el hombre tiende, aquello de lo que exige que domine en todo hacer y omitir, en todo desear y dar, en todo experimentar y crear, en todo padecer y superar. Se habla por eso de una «voluntad de verdad».

Puesto que el hombre, siendo un ente, se comporta respecto del ente en su totalidad y, al hacerlo, trata y se ocupa en cada caso de un ámbito del ente y, dentro de él, de este o aquel ente en particular, la verdad, implícita o explícitamente, es exigida, apreciada y venerada. Por lo tanto, podría captarse la esencia metafísica del hombre con la proposición: el hombre es el venerador pero por consiguiente también el negador de la verdad. Por ello, la concepción nietzscheana de la verdad resulta iluminada como por el centelleo repentino de un rayo por unas palabras que dice sobre la veneración de la verdad. En una nota del año 1884, en el que comienza conscientemente la configuración del pensamiento de la voluntad de poder, apunta Nietzsche:

«que la veneración de la verdad es ya la consecuencia de una ilusión» (La voluntad de poder, n. 602).

Qué se dice con esto? Nada menos que: la verdad misma es una «ilusión», una simulación; pues sólo así puede ser la veneración de la verdad la consecuencia de una alusión». Pero si en nuestra «vida» está viva una voluntad de verdad, y vida significa acrecentamiento de la vida, «realización» cada vez más alta de la vida y por lo tanto vitalización de lo real, entonces la verdad, si sólo es «ilusión», «imaginación», o sea algo no real, se convertirá en una desrealización, en la inhibición y en la aniquilación de la vida. La verdad no es, entonces, una condición de la vida, no es un valor, sino un disvalor.

¿Pero qué sucede si se derrumban todas las barreras entre la verdad y la falsedad y todo vale igual, es decir, todo es igualmente nulo? Entonces el nihilismo se torna realidad. Quiere acaso Nietzsche el nihilismo o quiere precisamente reconocerlo como tal y superarlo? Quiere la superación. Por lo tanto, si la voluntad de verdad perteneciera a la vida, la verdad, en la medida en que su esencia no deja de ser ilusión, no podrá evidentemente ser el valor supremo. Tiene que haber un valor, una condición del acrecentamiento perspectivista de la vida, que tenga más valor que la verdad.

Efectivamente, Nietzsche dice:

«que el arte tiene más valor que la verdad» (n. 853, IV;1887-1888).

Sólo el arte garantiza y asegura perspectivistamente la vida en su vitalidad, es decir en sus posibilidades de acrecentamiento, y lo hace contra el poder de la verdad. De ahí la afirmación de Nietzsche: «Tenemos el arte para no perecer a causa de la verdad» (n. 882; 1888). El arte es un «valor» más alto, es decir una condición perspectivista de la «vida» más originaria que la verdad. El arte es comprendido aquí metafísicamente como una condición del ente, no sólo de modo estético como placer, no sólo de modo biológico-antropológico como expresión de una vida o de una humanidad determinada, no sólo de modo político como testimonio de una posición de poder. Todas estas interpretaciones del arte que han aparecido en la historia metafísica de occidente son ya sólo consecuencias esenciales de la determinación metafísica que formula Nietzsche y que estaba ya prefigurada desde un comienzo en el pensar metafísico (cfr. la Poética de Aristóteles). El arte se encuentra en oposición metafísica a la verdad, considerada como ilusión.

¿Pero cómo: no representa precisamente el arte lo no-real, no es él precisamente «ilusión» en sentido propio, una apariencia bella, si se quiere, pero en todo caso una apariencia? ¿No se considera en las usuales teorías del arte que lo «ilusionista» es la esencia de todo arte? ¿Cómo puede entonces el arte levantarse y combatir contra el poder destructor que posee la verdad por ser una ilusión si su esencia es la misma? ¿O son acaso arte y verdad sólo diferentes tipos de ilusión? ¿No se convierte entonces todo en «ilusión», en apariencia, en nada? No debemos esquivar la pregunta. Desde un principio tenemos que llegar a ver qué alcance tiene la caracterización que hace Nietzsche de la verdad como una ilusión. Pues el primer paso hacia el pensar consiste en hacer frente a las auténticas exigencias del pensamiento.

La verdad: una ilusión, palabras terribles, pero no meras palabras ni meros modos de hablar de un escritor presuntamente extravagante, sino quizás ya historia, la historia más real, y no sólo desde ayer ni sólo para mañana. ¿La verdad, siempre sólo una apariencia? ¿Y el conocimiento siempre meramente la fijación de una apariencia, el encontrar refugio en algo aparente? Con qué poca frecuencia nos animamos a perseverar en esta pregunta, es decir a preguntarla en profundidad y a asentarnos allí donde comienza el pensar pensante. Que esto ocurra con tan poca frecuencia ni siquiera tiene su razón en la acostumbrada desidia y superficialidad del hombre, sino más bien en la laboriosidad y superioridad de la sagacidad filosófica y de lo que se tiene por tal. En efecto, ante una frase del tipo de la citada se tiene inmediatamente preparada la defensa con una argumentación aniquiladora. El señor Nietzsche dice que la verdad es una ilusión. Pues bien, si quiere ser «consecuente» -y no hay nada que vaya más allá de la «consecuencia»- también la frase de Nietzsche sobre la verdad es una ilusión y por lo tanto no precisamos seguir ocupándonos de él.

La vacía sagacidad que presume con este tipo de refutaciones da la impresión de que ya todo estuviera liquidado. En su refutación de la frase de Nietzsche sobre la verdad como ilusión se olvida, sin embargo, de algo, de que si la frase de Nietzsche es verdadera, no sólo su propia frase, al ser verdadera, se convierte en ilusión, sino que con la misma necesidad también tiene que ser una «ilusión» la consecuencia verdadera proferida como refutación de Nietzsche. Pero el defensor de la sagacidad, que entretanto se ha vuelto aún más inteligente, replicará que entonces también será una ilusión nuestra caracterización de su refutación como una ilusión. Por supuesto, y la refutación mutua podría continuarse sin fin para confirmar continuamente aquello de lo que ya se ha hecho uso en el primer paso: que la verdad es una ilusión. A esta frase, los artificios refutativos de la mera sagacidad no sólo no la conmueven, sino que ni siquiera la tocan.

El entendimiento común, sin embargo, ve en este tipo de refutaciones un procedimiento muy efectivo. Se lo llama también «golpear al enemigo con su propia arma». Pero se pasa por alto que con tal proceder no se le ha quitado al enemigo el arma ni es posible quitársela, porque se ha renunciado a aprehenderla, es decir a comprender primero lo que la frase quiere decir. Pero puesto que siempre vuelven a ponerse en marcha estos artificios cuando se trata de proposiciones y pensamientos fundamentales de los pensadores, era necesario intercalar esta observación acerca de la refutación. De ella deducimos, asimismo, cuatro puntos que resulta importante saber para llevar a cabo de modo auténtico cualquier meditación esencial.

1) Este tipo de refutaciones tiene la dudosa distinción de estar en el vacío y carecer de base. La proposición «la verdad es una ilusión» es aplicada a sí misma tomándola como una verdad más entre otras, sin reflexionar sobre lo que podría querer decir aquí ilusión, sin preguntar de qué modo y por qué razón la «ilusión» en cuanto tal podría estar en conexión con la esencia de la verdad.

2) Este tipo de refutaciones aparentan la consecuencia más estricta. Pero ésta se acaba inmediatamente si ha de valer también para el que refuta. Apelando a la lógica como instancia suprema del pensar se pretende que la lógica sólo valga para el adversario. Este tipo de refutaciones son la forma más funesta de expulsar al pensar de una meditación auténtica y cuestionante.

3) Una proposición esencial como la de Nietzsche acerca de la verdad no puede, además, ser refutada por proposiciones que, ya en cuanto proposiciones, en la medida en que han de expresar algo verdadero, le están subordinadas, del mismo modo en que una casa no puede rebelarse contra la circunstancia de que, para mantenerse en pie, tiene que tener algo así como cimientos.

4) A proposiciones del tipo de la de Nietzsche no se las puede refutar; en efecto, una refutación, en el sentido de una demostración de que son incorrectas, no tiene aquí ningún sentido; toda proposición esencial remite a un fundamento que no puede eliminarse sino que, por el contrario, sólo exige que se ahonde en él de manera más profunda. Todos los respetos al sano entendimiento común, pero hay ámbitos, y son los más esenciales, a los que no llega. Hay algo que requiere un modo de pensar más estricto. Si la verdad ha de reinar en todo pensar, su esencia presumiblemente no puede ser pensada por el pensar común y sus reglas del juego.

La proposición nietzscheana según la cual la verdad es ya la consecuencia de una ilusión, así como la que se encuentra a su base y que afirma que la verdad es una ilusión, o incluso la ilusión, suenan ciertamente arbitrarias y extrañas. Y no sólo deben sonar así, sino que tienen que ser extrañas y terribles, porque en cuanto proposiciones pensantes hablan de aquello que acontece oculto, siempre sustraído al dominio de lo público. Por eso será necesario aún otorgarle su peso justo a esta primera referencia al pensamiento fundamental de Nietzsche sobre la esencia del conocimiento y de la verdad. Esto ocurrirá mostrando que la determinación nietzscheana de la esencia de la verdad no es la afirmación extravagante y sin fundamento de una persona que se desvive por mostrar su originalidad a cualquier precio, sino que la determinación de la esencia de la verdad como «ilusión» está en una conexión esencial con la interpretación metafísica del ente y es, por lo tanto, tan antigua e inicial como la metafísica misma.

En uno de los grandes iniciadores del pensar occidental, Heráclito, se encuentra una sentencia (fr. 28) cuya primera parte, la única a la que prestaremos atención aquí, dice así: dok¡onta g‹r õ dokimÅtatow. Por más filosófico que sea nuestra lenguaje, no es posible reproducir en él de modo adecuado esta sentencia, su clara dureza y el juego de oposiciones del pensamiento, oculto y sin embargo anunciado. Por ello, intentemos directamente una traducción perifrástica e interpretativa: «Algo que en cada caso se muestra, algo que en cada caso sólo aparece a uno, eso es lo que conoce también el más famoso (el más expuesto al parecer y la fama); y su conocer es: la custodia de eso que en cada caso sólo aparece, el aferrarse a ello como algo firme y que da apoyo». De manera más concisa y más acorde a la expresión literal del texto griego: «Tener pareceres es, en efecto, / también / para el de mejor parecer, el conocimiento, la custodia / el mantener firme de un parecer».

Tenemos que cuidarnos, sin embargo, de malinterpretar esta sentencia en un sentido moderno, gnoseológico, y ver en ella, por ejemplo, la distinción kantiana entre «fenómeno» y «cosa en sí», falseando además el concepto de «fenómeno» hasta convertirlo en «mera apariencia». El peso de la antigua sentencia griega descansa, por el contrario, en que lo que se muestra, lo que ofrece una visión, y por lo tanto la visión misma, vale como ente, porque «ente» quiere decir: surgir, fæein. Pero el presenciar que surge es un imperar que presencia, fæsiw. Sólo bajo el poder de esta predeterminación inicial del ente como fæsiw puede entenderse la posterior interpretación griega de la entidad del ente, o sea la interpretación platónica. En efecto, cómo habría de ser la «idea» lo más ente del ente si no estuviera previamente decidido que ser-ente quiere decir: mostrarse que surge y que presencia: ofrecer el aspecto (eädow), la visión (Þd¡a) que tiene una «cosa». dok¡onta, «lo que en cada caso se muestra», no equivale para Heráclito a la opinión meramente subjetiva entendida en sentido moderno, y esto por dos razones: 1) porque dok¡Ýn significa mostrarse, aparecer, dicho esto desde el ente mismo; 2) porque los primeros pensadores y los griegos en general nada sabían del hombre como un yo-sujeto. Precisamente el que goza de mejor parecer -y esto quiere decir: el más digno de fama- es aquel que tiene la fuerza de prescindir de sí y dirigir la mirada exclusivamente a lo que «es». Pero esto y precisamente esto es lo que se muestra, la visión y la imagen que se ofrece. El carácter de imagen no consiste en ser algo preparado, como por ejemplo en la copia que reproduce la imagen de algo. El sentido griego de «imagen» -si es que podemos utilizar esta palabra- es el llegar al aparecer, fantasÛa, y ésta comprendida a su vez como: entrar en la presencia. Con las mutaciones del concepto griego de ser en el curso de la historia de la metafísica se transforma correlativamente el concepto de imagen reinante en occidente. La «imagen», en la Antigüedad, en la Edad Media y en la Edad Moderna, no sólo se diferencia por su contenido y su nombre, sino por su propia esencia.

«Imagen»:

1) Salir a la presencia.


2) Correspondencia referencial dentro del orden de la creación.


3) Objeto representante.

Para Heráclito, conocer significa: capturar lo que se muestra; custodiar la visión como el «parecer» que algo ofrece, como «imagen» en el sentido señalado de fantasÛa. En el conocimiento se retiene lo verdadero; lo que se muestra, la imagen, es recogido y tomado en posesión; lo verdadero es la imagen in-maginada [ein-gebildete].Verdad es i-maginación [Ein-bildung]; pero la palabra pensada ahora de modo griego, no «psicológico», no gnoseológico-moderno.

Cuando Nietzsche dice que la verdad es «ilusión», su sentencia significa lo mismo que dice Heráclito, y sin embargo no significa lo mismo. Significa lo mismo en la medida en que la sentencia de Nietzsche, tal como se mostrará, aún supone la interpretación inicial del ente en su totalidad como fæsiw; no significa lo mismo en la medida en que entretanto, sobre todo a través del pensamiento moderno, la inicial interpretación griega del ente se ha transformado esencialmente, manteniéndose sin embargo en esta transformación. No debemos interpretar a Heráclito con el auxilio del pensamiento fundamental de Nietzsche ni comprender la metafísica de Nietzsche simplemente desde Heráclito y declararla «heraclítea»; por el contrario, sólo si vemos, o mejor, si atravesamos el abismo que se abre entre los dos como historia del pensar occidental se revelará su oculta copertenencia histórica. Sólo entonces podremos sopesar en qué sentido ambos pensadores, uno en el inicio, otro en el final de la metafísica occidental, tenían que pensar «lo mismo».

Por eso, sólo tiene un interés historiográfico saber que Nietzsche «conocía» a Heráclito y lo apreció más que a nadie a lo largo de toda su vida, ya desde muy temprano, cuando aún se ocupaba exteriormente de sus tareas de profesor de filología clásica en Basilea. Filológico-historiográficamente quizás hasta podría demostrarse que la concepción nietzscheana de la verdad como «ilusión» «proviene» de Heráclito, o dicho con más claridad: que al leerlo lo había plagiado. Dejamos a los historiógrafos de la filosofía la satisfacción por el descubrimiento de este tipo de relaciones de plagio. Incluso suponiendo que Nietzsche hubiera tomado su determinación de la verdad como «ilusión» de aquella sentencia de Heráclito, queda siempre la pregunta de por qué se detuvo precisamente en Heráclito, cuya «filosofía» no era en aquel entonces de ninguna manera tan apreciada como se ha vuelto, por lo menos como moda exterior, desde Nietzsche. Se podría aún responder a esta pregunta indicando que ya cuando era estudiante de bachillerato Nietzsche admiraba especialmente al poeta Hölderlin, en cuyo Hyperion se alaban pensamientos de Heráclito. Pero la misma pregunta se plantea nuevamente: por qué apreciaba tanto precisamente a Hölderlin, en una época en que generalmente sólo se lo conocía de nombre y como un romántico fracasado. Con esta historiográfica ciencia de detectives dedicada a rastrear dependencias no avanzamos absolutamente nada, es decir no avanzamos jamás en dirección de lo esencial sino que sólo nos enredamos en parecidos y relaciones extrínsecas. Era necesario, sin embargo, aludir a lo superficial que resulta este proceder porque se suele designar al pensar nietzscheano como heraclíteo, pretendiendo que, con citar este nombre, ya se ha pensado algo. Pero ni Nietzsche es el Heráclito de finales del siglo XIX ni Heráclito un Nietzsche de la época de la filosofía pre-platónica. Por el contrario, lo que «es» , lo que aún acontece en la historia occidental -en la anterior, en la nuestra y en la próxima- es el poder de la esencia de la verdad, en el sentido de que en ella se muestra el ente en cuanto tal y en consecuencia, es aprehendido como eso que se representa en el re-presentar, representar que se comprende generalmente como pensar. Lo que es y lo que acontece consiste en la extraña circunstancia de que en el comienzo del acabamiento de la modernidad la verdad se determina corno «ilusión», determinación en la que las decisiones fundamentales del inicio se transforman, pero ejercen el dominio de manera no menos decidida.


La esencia de la verdad (corrección) como «estimación de valor»


Nuestro propósito sigue siendo pensar el pensamiento único de Nietzsche, el pensamiento de la voluntad de poder, y hacerlo en primer lugar por la vía de una meditación sobre la esencia del conocimiento. Si para Nietzsche el conocimiento es voluntad de poder, una visión suficientemente clara de la esencia del conocimiento alumbrará también la esencia de la voluntad de poder. Pero al conocimiento se lo considera una captación de lo verdadero. La verdad es lo esencial del conocimiento. De acuerdo con ello, la esencia de la verdad también tiene que mostrar sin velos la esencia de la voluntad de poder. La sentencia de Nietzsche sobre la verdad decía, abreviadamente: la verdad es una «ilusión». Para dar aún más intensidad y amplitud a esta determinación esencial de la verdad, anticipemos ya una segunda frase de Nietzsche:

«La verdad es la especie de error sin la cual una determinada especie de seres vivientes no podría vivir.» (La voluntad de poder, n. 493; 1885)

¿Verdad: «ilusión», verdad: «una especie de error»? Nuevamente estamos a punto de sacar la conclusión de que entonces todo es error y que por lo tanto no vale la pena preguntar por la verdad. No, replicaría Nietzsche: precisamente porque la verdad es ilusión y error, precisamente por ello hay «verdad», por ello la verdad es un valor. ¡Extraña lógica! Ciertamente, pero primero intentemos comprender, antes de instalar a nuestro entendimiento demasiado lineal como juez para condenar esta doctrina de la verdad aún antes de que haya, llegado al oído interno.

Tenemos pues que investigar de modo más claro y abarcador qué son para Nietzsche verdad y conocimiento, saber y ciencia. Con esta finalidad comenzamos aquí un recorrido por los razonamientos nietzscheanos que se encuentran recogidos en la primera sección del libro tercero, en un orden, por cierto, que recuerda con demasiada claridad el esquema de las teorías del conocimiento de finales del siglo XIX a las que, por otra parte, tampoco Nietzsche pudo sustraerse totalmente. El primer y breve capítulo, «a) Método de la investigación», cuyo título y disposición son una invención de los compiladores, contiene con los números 466 a 469 fragmentos del último y esencial período de la creación nietzscheana, 1887-1888, pero, tal como están, resultan totalmente incomprensibles tanto en lo que respecta a su contenido como a su alcance metafísico. Con toda seguridad Nietzsche no hubiera introducido de esta manera su propia exposición.

Como punto de partida elegimos el fragmento 507 (primavera a otoño de 1887):

«La estimación de valor “creo que esto y esto es así” como esencia de laverdad”. En las estimaciones de valor se expresan condiciones de conservación y crecimiento. Todos nuestros sentidos y órganos de conocimiento están desarrollados exclusivamente en referencia a condiciones de conservación y crecimiento. La confianza en la razón y sus categorías, en la dialéctica, o sea la estimación de valor de la lógica sólo demuestra su utilidad para la vida demostrada por la experiencia: no su “verdad”.

Que tenga que haber una serie de creencias; que esté permitido juzgar; que falte la duda respecto de todos los valores esenciales: esto es presupuesto de todo lo viviente y de su vida. O sea que es necesario que algo tenga que ser tenido por verdadero, no que algo sea verdadero.

“El mundo verdadero y el mundo aparente: esta contraposición la reconduzco a relaciones de valor. Hemos proyectado nuestras condiciones de conservación como predicados del ser en general. El hecho de que tengamos que ser estables en nuestras creencias para poder prosperar lo hemos convertido en que el mundo “verdadero” no es un mundo cambiante y en devenir sino un mundo que es

De ningún modo queremos afirmar que Nietzsche habría empezado con este fragmento si hubiera llegado a hacer una exposición acabada. En general, dejamos de lado la insidiosa cuestión acerca de la probable estructura de la «obra» que no pudo ser «obra». Prescindimos también de la posibilidad de citar y acumular pasajes y pensamientos del mismo tenor tomados de otros fragmentos, contemporáneos y anteriores, pues todo eso no dice nada y no ayuda a dar ningún paso adelante mientras no hagamos en un fragmento el intento de pensar de inmediato y en su conjunto la pertenencia esencial de la verdad a la voluntad de poder y no comprendamos su significado para la posición fundamental metafísica de Nietzsche, es decir su relación con la metafísica occidental. El fragmento elegido, el n. 507, resulta apropiado para el intento de, por así decirlo, saltar directamente al centro de la interpretación que hace Nietzsche del conocimiento como voluntad de poder. Comienza con una concisa determinación de la esencia de la verdad y termina con la respuesta a la pregunta de por qué el «mundo» (el ente en su totalidad) es un mundo «que es» y no un mundo «en devenir», pregunta que se halla, aunque en otra forma, en el inicio del pensamiento occidental. Trataremos de ir pensando frase por frase la estructuración interna de todo el fragmento, con el propósito de conseguir una visión de conjunto de la concepción nietzscheana de la verdad y el conocimiento.

El fragmento comienza: «La estimación de valor “creo que esto y esto es así” como esencia de laverdad”». Cada palabra, cada subrayado, cada giro y la articulación del conjunto son aquí importantes. La observación introductoria vuelve superfluos tomos enteros de teorías del conocimiento, siempre que aportemos en la meditación la calma, la perseverancia y la minuciosidad que exige una frase así para ser efectivamente comprendida.

Se trata de la determinación de la esencia de la verdad. Nietzsche escribe la palabra verdad entre comillas. Esto quiere decir, abreviadamente: la verdad, tal como se la entiende corrientemente, tal como se la entiende desde hace tiempo, o sea, en la historia del pensar occidental, y tal como tiene que entenderla de antemano también el propio Nietzsche sin ser consciente de esta necesidad, de su alcance y ni siquiera de su razón. La determinación de la esencia de la verdad que desde Platón y Aristóteles domina no sólo todo, el pensamiento occidental sino en general la historia del hombre occidental hasta en la acción cotidiana y en la opinión y la representación común es, en pocas palabras, la siguiente: la verdad es la corrección del representar, donde representar quiere decir: el tener-ante-sí y llevar-ante-sí el ente en la percepción y la opinión, el recuerdo y la planificación, la esperanza y el rechazo. El representar se rige por el ente, se adecua a él y lo reproduce. Verdad quiere decir: adecuación del representar a aquello que el ente es y tal como es.

Aunque a primera vista nos encontremos en los pensadores de occidente con delimitaciones conceptuales de la esencia de la verdad muy diversas y hasta opuestas, todas ellas se basan, sin embargo, en una única determinación: verdad es la corrección del representar. Puesto que en épocas recientes se ha distinguido con frecuencia entre corrección [Richitigkeit] y verdad, es necesario señalar e insistir expresamente en que, en el uso que se le da en estas lecciones, corrección se entiende en el sentido literal del estar dirigido a... [Gerichtetheit auf..], de la conformidad al ente; efectivamente, a veces en la lógica se le da a la palabra «corrección» el sentido de no contradictoriedad y también el de corrección lógica [Folgerichtigkeit]. En el primer caso, la proposición: «esta pizarra es roja» es correcta pero no verdadera; correcta en el sentido en que ser rojo no es contradictorio con la superficie de la pizarra; no verdadera, a pesar de su corrección, porque no se adecua al objeto. Corrección en el sentido de corrección lógica quiere decir que una proposición se sigue de otra de acuerdo con las reglas de la inferencia. A la corrección en el sentido de no contradictoriedad y de corrección lógica se la llama también «verdad» formal, no dirigida al contenido del ente, a diferencia de la verdad material, de contenido. La conclusión es «formalmente» verdadera, pero materialmente no. Incluso en este concepto de corrección (no contradictoriedad, corrección lógica) resuena aún la idea de conformidad, no a la objetividad a la que se refiere, sino a las reglas que se siguen en la formación de proposiciones y en la inferencia. Pero cuando nosotros decimos que la esencia de la verdad es corrección empleamos la palabra en el sentido más rico de una adecuación de contenido del representar respecto del ente que sale al encuentro. La corrección es comprendida entonces como traducción de adaequatio y õmÛvsiw. También para Nietzsche queda establecido de antemano y de acuerdo con la tradición: verdad es corrección.

Pero si es así, la muy extraña determinación de la esencia dada por Nietzsche y que hemos anticipado aparece bajo una luz peculiar. La sentencia nietzscheana: la verdad es una ilusión, la verdad es una especie de error, tiene como su presupuesto más íntimo, y por ello ni siquiera expreso, aquella caracterización tradicional y nunca infringida de la verdad como corrección del representar. Sólo que para Nietzsche este concepto de verdad se transforma de una manera peculiar e inevitable, o sea, de ningún modo arbitraria. En qué consiste esta transformación nos lo dice la primera frase del n. 507. Desde un punto de vista gramatical, el fragmento no comienza con una proposición sino con un lema que señala de un modo simple, preciso y completo la posición que tiene Nietzsche respecto de la concepción tradicional de la verdad y que le sirve a él mismo de indicador para su razonamiento. De acuerdo con ella, la verdad es, en su esencia, una «estimación de valor». Estimación de valor quiere decir: apreciar algo como valor y ponerlo como tal. Pero valor (de acuerdo con la frase antes señalada) significa condición perspectivista del acrecentamiento de la vida. La estimación de valor es llevada a cabo por la vida misma y en especial por el hombre. La verdad, en cuanto estimación de valor, es algo que lleva a cabo «la vida», que lleva a cabo el hombre y que por lo tanto pertenece al ser-hombre mismo. (Por qué y en qué medida es una pregunta que queda abierta.)

Qué especie de estimación de valor sea la verdad, lo señala Nietzsche de manera precisa con las palabras: «creo que esto y esto es así». Esta estimación de valor tiene el carácter de una «creencia». ¿Pero qué quiere decir «creer»? Creer significa: tener a esto y esto por algo que es de tal y cual modo. «Creer» no significa aceptar y dar asentimiento a algo que uno mismo no ha visto propiamente como algo que es o que no puede nunca aprehender como algo que es con sus propios ojos, sino que quiere decir aquí: tomar algo, algo que le sale al encuentro al representar, como algo que es de tal o cual modo. Creer es tener por y más precisamente, tener en cada caso por algo que es. Por lo tanto, creer no significa aquí de ninguna manera asentir a una doctrina no comprensible, racionalmente inalcanzable, y que alguna autoridad anuncie como verdadera, así como tampoco significa confiar en profecías y anunciaciones. La verdad como estimación de valor, es decir como tener-por, es decir como tener por algo que es y es así, está en una conexión esencial con el ente en cuanto tal. Lo verdadero es lo tenido por algo que es, por algo que es de tal o cual modo, lo que se toma por ente. Lo verdadero es el ente.

La verdad -si es en esencia estimación de valor- es equivalente a tener por verdadero. Al tener algo por algo y ponerlo como tal se lo denomina también juzgar. Nietzsche dice: «El juzgar es nuestra creencia más antigua, nuestro más acostumbrado tener-por-verdadero o por no-verdadero» (n. 531; 1885-1886). El juicio, el enunciado de algo sobre algo, es en la tradición de la metafísica occidental la esencia del conocimiento, del que forma parte el ser verdadero. Y tener algo por lo que es, re-presentarlo como lo que es de tal o cual manera, adecuarse en el representar a lo que surge y sale al encuentro- ésta es la esencia de la verdad como corrección. Por consiguiente, en la frase comentada que dice que la verdad es una estimación de valor, Nietzsche no piensa en el fondo otra cosa que: la verdad es corrección. Parece haberse olvidado totalmente de la sentencia que afirmaba que la verdad era una ilusión. Parece incluso estar en total coincidencia con Kant, que en su Critica de la Razón Pura advierte en una ocasión que allí se «concede y presupone» la explicación de la verdad como «coincidencia del conocimiento con su objeto» (A 58, B 82). En pocas palabras: para Kant, la determinación de la verdad como corrección (en el sentido comentado) es intocable y está fuera de toda duda; y préstese atención, para Kant, que en su doctrina acerca de la esencia del conocimiento llevó a cabo el giro copernicano, según el cual el conocimiento no se debe regir por los objetos sino, a la inversa, los objetos por el conocimiento. Del mismo modo en que Kant explica la esencia general de la verdad, así piensan también los teólogos medievales y así piensan también Platón y Aristóteles acerca de la «verdad». Nietzsche no sólo parece estar en armonía con esta tradición occidental, sino que lo está efectivamente; sólo por eso puede, más aún, tiene que diferenciarse de ella. La pregunta es por qué, y en qué sentido, piensa, sin embargo, la esencia de la verdad de un modo diferente. El lema acerca de la esencia de la verdad contiene por cierto como presuposición la posición implícita: verdad es corrección, pero dice además otra cosa, y esta otra cosa es esencial para Nietzsche; por eso la hace pasar inmediatamente al primer plano gracias al modo en que está construida y acentuada la frase:

«La estimación de valor... «como esencia de la verdad”.» Esto significa: la esencia de la verdad como corrección (la corrección como tal) es propiamente una estimación de valor. En esta interpretación de la esencia de la corrección (del concepto de verdad tradicional y obvio) se encuentra la visión metafísica decisiva de Nietzsche. Esto quiere decir: la esencia de la corrección no encuentra de ninguna manera su elucidación y fundamentación en el sentido de que se diga de qué modo el hombre, con las representaciones que tienen lugar en su conciencia y que son, por lo tanto subjetivas, podría regirse por los objetos presentes fuera de su alma, de qué modo podría franquearse el abismo entre el sujeto y el objeto para que fuera posible algo así como un «regirse por...».

Con la caracterización de la verdad como estimación de valor, la determinación de la esencia de la verdad se gira en una dirección totalmente diferente. Lo comprobamos en el modo en que Nietzsche continúa su razonamiento: «En las estimaciones de valor se expresan condiciones de conservación y crecimiento». Esta frase proporciona ante todo la prueba de la caracterización de la esencia del «valor» aludida al principio: 1) que tiene el carácter de «condición» para la «vida»; 2) que en la vida no sólo es esencial la conservación sino también, y sobre todo, el crecimiento. Crecimiento no es más que otra denominación de «acrecentamiento». «Crecimiento» suena, sin embargo, como una extensión meramente cuantitativa y ello podría hablar en favor de que, en última instancia, el «acrecentamiento» se entiende también en ese sentido de aumento de cantidad, aunque no en el modo de una acumulación de partes, ya que el crecimiento alude al desarrollo y evolución de lo viviente de acuerdo con una legalidad propia.

La «estimación de valor» que constituye la esencia de la verdad en el sentido de tener-por-verdadero es «expresión» de las condiciones de conservación y crecimiento, es decir, de las condiciones de la vida. Lo que es estimado y apreciado como «valor» es una condición tal. Nietzsche da aún un paso más. No sólo la verdad es retrotraída en cuanto a la esencia al ámbito de las «condiciones de la vida», sino que también las facultades de captación de la verdad reciben desde allí su determinación única: «Todos nuestros sentidos y órganos de conocimiento están desarrollados exclusivamente en referencia a condiciones de conservación y crecimiento.» Por lo tanto, la verdad y la captación de la verdad no sólo están al servicio de la «vida» en cuanto a su uso y su aplicación, sino que su propia esencia y el modo en que surgen, y por consiguiente también el modo en que se llevan a cabo, son impulsados y dirigidos desde la «vida».


El pretendido biologismo de Nietzsche


Al modo de pensar que interpreta todos los fenómenos como expresión de la vida se lo suele llamar biológico. La «imagen del mundo» de Nietzsche, se dice, es biologista. Incluso si, en el caso de Nietzsche, no tomamos en serio de antemano esta caracterización tópica de su «imagen del mundo» a causa de una continua desconfianza frente a este tipo de títulos, no podremos negar, sin embargo, que las pocas frases citadas hablan con fuerza suficiente en favor de un modo de pensar «biologista». Además, ya se ha señalado expresa y repetidamente la equivalencia entre las palabras fundamentales «mundo» y «vida», que nombran ambas al ente en su totalidad. La vida, el curso de la vida, se dice en griego bÛow. Corresponde mejor al significado griego el empleo de «bios» en la palabra «biografía», descripción de la vida. Biología, por el contrario, quiere decir: doctrina de la vida en el sentido de lo vegetal-animal. ¿Cómo un pensar cuyo pensamiento fundamental concibe al ente en su totalidad como «vida» no habría de ser biológico, más biológico aún que cualquier tipo de biología que conozcamos? Pero no sólo las palabras fundamentales sino que su proyecto, el proyecto que exige la nueva estimación de valor, delata el carácter «biológico» del pensar nietzscheano. Consideremos simplemente el título que encabeza el cuarto y último libro de La voluntad de poder. «disciplina y adiestramiento». Aquí se pone como meta y como exigencia la idea de una regulación, dirección y «acrecentamiento» de la vida en el sentido de una planificación de la misma severamente instituida. No olvidemos que Nietzsche le ha dado a la figura suprema del hombre el nombre de «animal de presa» y que ve al hombre supremo como la «espléndida bestia rubia que erra voluptuosa en busca de presa y de victoria» (VII, 322); aquí ya no hay manera de escapar a la constatación de que la «imagen del mundo» de este pensador es un biologismo absoluto, no sólo en términos generales y como consecuencia de una inofensiva opinión erudita, sino de acuerdo con su voluntad pensante más íntima.

¿Por qué un modo de pensar metafísico no habría de ser biologista? ¿Dónde está escrito que esto sea un error? ¿No es, por el contrario, un pensar que comprende a todo el ente como algo viviente y como un fenómeno de la vida el que está más cerca de lo efectivamente real y por ello el más verdadero? «Vida»: ¿no nos resuena en esta palabra lo que comprendemos propiamente por «ser»? El propio Nietzsche observa en una oportunidad (La voluntad de poder, n. 582; 1885-1886): « El “ser”: no tenemos de él otra representación más que “vivir”. ¿Cómo puede entonces “ser” algo muerto?».

Respecto de esta observación hay que preguntarse, sin embargo:

1) ¿Quiénes son los «nosotros» que tienen esta representación del «ser» como «vida»?

2) ¿Qué quieren decir estos «nosotros» con «vida»?

3) ¿De dónde proviene la experiencia fundamental y cómo está fundada?

4) ¿Qué se entiende por el «ser» que es interpretado como «vida»?

5) ¿Dónde y cómo se toma la decisión de esta interpretación?

Del pasaje citado deducimos en primer lugar sólo lo siguiente: la «vida» es la medida fundamental para apreciar algo como ente o no ente. Una concepción del ser más viva que la que lo comprende en el sentido de la vida, no resulta pensable. Por otra parte, nos habla, a nosotros y a nuestra experiencia más natural, de la manera más inmediata y convincente. Por lo tanto, caracterizar a una metafísica como biologismo sólo puede significar la mayor distinción y un modo de atestiguar su ilimitada «cercanía a la vida».

Este título de «biologismo», tan ambiguo que no quiere decir nada, acierta evidentemente con el núcleo del pensar de Nietzsche. ¿De qué otra manera habríamos de comprender la concepción del valor como condición de la vida, la meta puesta en la «disciplina y adiestramiento», la determinación prototípica del hombre en la figura del «animal de presa», si no es como decidida interpretación del ente en su totalidad como «vida», donde además la vida se interpreta en el sentido de lo animal posible de adiestramiento? Efectivamente, sería algo forzado y, además, un esfuerzo vano, pretender ocultar, o siquiera debilitar, el lenguaje biológico que está tan manifiesto en Nietzsche, pretender ignorar que ese lenguaje encierra un modo de pensar biológico y no es, por lo tanto, una capa externa. A pesar de ello, la caracterización usual, y en cierto sentido incluso correcta, del pensar nietzscheano como biologismo representa el obstáculo principal que impide avanzar hacia su pensamiento fundamental.

Por ello, el comentario preliminar de las primeras frases acerca de la esencia de la verdad exige ya que se haga una advertencia que proporcione una aclaración sobre títulos corrientes tales como «biologismo», «filosofía de la vida», «metafísica de la vida», de manera que no sólo se prevengan las incomprensiones más groseras sino que, sobre todo, lleve a que se reconozca que aquí hay que plantear cuestiones de cuya solución depende una adecuada confrontación con los pensamientos fundamentales de Nietzsche.

De acuerdo con el concepto aludido, «biología» quiere decir «doctrina de la vida» o, mejor: de lo viviente; el nombre significa ahora: investigación científica de los fenómenos, procesos y leyes de lo viviente que quedan determinados por los ámbitos de la vida vegetal, animal y humana. La botánica y la zoología, la anatomía, la fisiología y la psicología del hombre conforman las áreas especiales de la biología, a las que a veces se les antepone o superpone una «biología general». Toda biología, en cuanto ciencia, supone ya una delimitación esencial más o menos explícita y clara de los fenómenos que constituyen su ámbito de objetos. Este ámbito es el de lo viviente. En la base de la delimitación de este ámbito se encuentra, a su vez, un preconcepto de lo que caracteriza y define a lo viviente, o sea, un preconcepto de la vida. La propia biología, en cuanto ciencia, no puede poner ni fundar el ámbito esencial en el que se mueve sino sólo presuponerlo, asumirlo y confirmarlo. Esto vale para toda ciencia.

Toda ciencia descansa sobre proposiciones acerca de la región del ente dentro de la que se mantiene y mueve la investigación correspondiente. Estas proposiciones acerca del ente -acerca de lo que el ente es- que delimitan y ponen la región correspondiente son proposiciones metafísicas Con los conceptos y demostraciones de las ciencias correspondientes no sólo no es posible probarlas sino ni siquiera pensarlas adecuadamente.

Qué sea lo viviente y que tal cosa sea, es algo que no decide nunca la biología en cuanto biología, sino que el biólogo, en cuanto biólogo, hace uso de esa decisión como algo que ya ha ocurrido, un uso ciertamente necesario para él. Pero si el biólogo, en cuanto tal persona determinada, toma una decisión acerca de lo que debe considerarse como viviente, entonces no lleva a cabo esa decisión en cuanto biólogo, ni con los medios y las formas de pensamiento y de demostración propios de su ciencia, sino que habla como metafísico, como un hombre que, más allá de la región correspondiente, piensa el ente en su totalidad.

De la misma manera, el historiador del arte no puede nunca, en cuanto historiador, decidir qué es para él arte y por qué tal obra es una obra de arte. Estas decisiones sobre la esencia del arte y sobre el carácter esencial del ámbito histórico del arte son tomadas siempre fuera de la historia del arte, aun cuando sean continuamente empleadas dentro de la investigación que ésta realiza.

Más allá de una mera acumulación de conocimientos, toda ciencia sólo es saber, es decir custodia de un auténtico conocimiento preñado de decisión y que contribuye a crear historia, en la medida en que -expresado en el modo de pensar tradicional- ­piensa metafísicamente. Más allá del dominio meramente calculante de una región, toda ciencia sólo es un auténtico saber en cuanto se fundamenta metafísicamente, o cuando ha comprendido que esa fundamentación es una necesidad inamovible para su consistencia esencial.

Por ello, el desarrollo de las ciencias puede tener lugar siempre en dos perspectivas totalmente diferentes. Las ciencias pueden ampliarse en dirección de un dominio cada vez más vasto y seguro de sus objetos, disponer en ese sentido sus modos de proceder, y conformarse con ello. Pero también pueden, al mismo tiempo, desplegarse como un auténtico saber y marcar desde allí los límites de lo científicamente digno de saberse.

Esta advertencia quiere simplemente mostrar que la región de cada ciencia -o sea, para la biología, la región de lo viviente- es delimitada por un saber, con sus correspondientes proposiciones, que no tiene carácter científico. Podemos llamar a esas proposiciones proposiciones regionales. Este tipo de proposiciones, tales como por ejemplo en la zoología las que versan sobre la esencia del animal, despiertan fácilmente, vistas desde el específico trabajo de investigación correspondiente, una impresión de «generalidad», es decir de indeterminación y vaguedad, por lo que los investigadores, y especialmente los «exactos», suelen recibir con desconfianza tales reflexiones.

Y efectivamente, estas consideraciones metafísicas, mientras se las mire sólo desde el horizonte visual de la ciencia y se las estime en relación con su modo de proceder, resultan indeterminadas e inaprehensibles. Esto no significa, sin embargo, que ese carácter de generalidad indeterminada pertenezca a la esencia de ese tipo de consideraciones, sino sólo significa lo siguiente: la meditación metafísica sobre la región de una ciencia -considerada dentro del horizonte visual de la ciencia correspondiente- aparece como algo indeterminado e infundado. Pero el horizonte visual de la ciencia del caso es no sólo demasiado estrecho sino simple y absolutamente insuficiente para aprehender su propia esencia. Pensar filosóficamente -suele pensar el investigador científico- quiere decir pensar sólo de modo más general e indeterminado de lo que él, el investigador exacto está acostumbrado a hacerlo. Olvida, o mejor dicho, no ha sabido nunca, no ha aprendido a saber ni ha querido saber, que con la exigencia de meditación metafísica se reclama un modo de pensar de un tipo diferente. El paso del pensar científico a la meditación metafísica es esencialmente más extraño y por lo tanto más difícil que el paso del pensar cotidiano precientífico al modo de pensar de una ciencia. Aquel paso es un salto. Éste es un continuo desplegar de la determinación previa de un modo de representación ya existente.

La meditación de la ciencia sobre sí misma tiene su perspectiva propia y su modo de preguntar propio, su propia forma de demostrar y su propia conceptualidad y en todo ello, su propia solidez y si, legalidad propia. Para poder llevar a cabo esta meditación metafísica sobre su región, el investigador científico tiene que trasladarse a un modo de pensar por principio distinto y familiarizarse con la idea de que tal meditación es algo esencialmente diferente de una mera ampliación y generalización en grado y extensión, o hasta de una degeneración del modo de pensar que practica en el trabajo investigador.

La exigencia de que la meditación regional tenga un modo de pensar de un tipo esencialmente diferente no significa, sin embargo, una reglamentación de la ciencia por parte de la filosofía, sino lo contrario: el reconocimiento de un saber superior escondido en cada ciencia y en el que se basa su dignidad. Evidentemente, no debe tomarse la relación entre la investigación científica y la meditación regional metafísica como si se tratara de dos edificios diferentes que se encuentran uno al lado del otro, fijos y definitivos, aquí «la ciencia» y allí «la filosofía», de los que se pudiera entrar y salir para recoger aquí una información sobre los últimos descubrimientos científicos y allí la receta para un concepto filosófico. La ciencia y la meditación regional están ambas fundadas históricamente en el correspondiente dominio de una determinada interpretación del ser y se mueven siempre en el ámbito de dominio de una determinada concepción de la esencia de la verdad. En toda meditación de principio de la ciencia sobre sí se trata siempre de pasar por decisiones metafísicas que o bien ya han sido tomadas hace tiempo o bien se encuentran en preparación.

Cuanto más seguras se vuelvan las ciencias dentro de su quehacer, cuanto más perseverantemente eludan la meditación regional metafísica, tanto mayor será el peligro de que se excedan de su región, con frecuencia sin notarlo, y de que surjan las consiguientes confusiones. Pero la cima de la confusión espiritual se alcanza cuando surge la opinión de que las proposiciones e intuiciones metafísicas sobre la realidad podrían fundamentarse con «conocimientos científicos», mientras que los conocimientos científicos sólo son posibles en base a un saber de otro tipo, a un saber más elevado y estricto de la realidad en cuanto tal. La idea de una «concepción del mundo científicamente fundada» es un significativo engendro de la confusión espiritual que fue tomando carácter público con fuerza cada vez mayor en el último tercio del siglo pasado y que alcanzó notables éxitos en el área de la pseudocultura y la vulgarización científica.

Esta confusa relación entre la ciencia moderna y la metafísica subsiste sin embargo desde hace ya un siglo y no puede tener su razón ni en el simple abandono de la metafísica por parte de la ciencia ni en la degeneración de la filosofía. La razón de esta confusión, y con ella la del alternativo estrangulamiento de la ciencia y la metafísica, se halla escondida en un nivel más profundo, en la esencia de la modernidad. Si reflexionamos de manera suficientemente decidida sobre el pensamiento fundamental de Nietzsche llegaremos a ver la razón de esta confusión. En primer lugar, basta con reconocer lo siguiente: el fundamento metafísico de las ciencias unas veces es reconocido como tal, aceptado y nuevamente olvidado, y otras veces, las más, no es pensado en absoluto o rechazado como una fantasmagoría filosófica.

Ahora bien, si, por ejemplo, determinadas concepciones sobre lo viviente dominantes en la biología y provenientes del ámbito de lo vegetal y lo animal, se trasladan a otros ámbitos, por ejemplo el de la historia, puede hablarse de biologismo; ese nombre designa entonces el hecho ya aludido de que el pensamiento biológico se extiende, excediéndose quizás y rebasando sus límites, más allá del ámbito de la biología. En la medida en que se ve en ello un abuso arbitrario, una violencia infundada del pensar y finalmente, una confusión del conocimiento, es necesario preguntar cuál es la razón de todo ello.

Pero lo erróneo del biologismo no es meramente que transponga y extienda sin fundamento los conceptos y proposiciones del ámbito de su competencia, de lo viviente, al resto del ente, sino que radica ya en el desconocimiento del carácter metafísico de las proposiciones regionales, mediante las cuales toda auténtica biología que se limite a su campo señala ya más allá de sí y demuestra de ese modo que, en cuanto ciencia y con sus medios, no puede nunca adueñarse de su propia esencia. El biologismo no es tanto la simple pérdida de límites del pensar biológico como el completo desconocimiento de que ya el pensar biológico mismo sólo resulta fundamentable y decidible en el ámbito metafísico y que no puede jamás justificarse a sí mismo científicamente. Así como, en general, sólo en los casos menos frecuentes el pensamiento común y científico se vuelve no verdadero por operar de modo ilógico o superficial. La razón de la degeneración del pensamiento científico, especialmente en la forma de la ciencia vulgarizada, radica siempre en la ignorancia del plano en el que se mueve y puede moverse una ciencia, es decir, a la vez, en la ignorancia de lo absolutamente peculiar que se exige en toda meditación esencial y para su fundamentación.

Ahora bien, si el lenguaje y el modo de pensar de Nietzsche ofrecen en gran medida, e incluso conscientemente, el aspecto de un biologismo, hay que preguntar:

En primer lugar, si Nietzsche simplemente recoge y extiende conceptos y proposiciones básicas de la ciencia biológica sin saber que esos conceptos biológicos mismos contienen ya decisiones metafísicas. Si no opera de este modo, no tiene sentido hablar de biologismo.

En segundo lugar, hay que preguntar también si Nietzsche, aunque aparentemente piense y hable de modo biológico, no querrá fundamentar antes que nada el privilegio que, ciertamente, le otorga a lo viviente y a la vida desde un fundamento que ya no tiene nada que ver con los fenómenos vitales que se presentan en vegetales y animales.

Por último, hay que plantear la pregunta de por qué este fundamento de la primacía de la vida y lo viviente se impone precisamente en el acabamiento de la metafísica occidental.

Por muy extraña que pueda parecer en un principio, es posible, con una meditación suficiente, fundamentar la verdad de la siguiente afirmación: cuando piensa el ente en su totalidad, y previamente ya el ser, como «vida», y cuando determina en particular al hombre como «animal de presa», Nietzsche no piensa de modo biológico sino que fundamenta esta imagen del mundo aparentemente sólo biológica de modo metafísico

La fundamentación del privilegio de la vida tiene su fundamento no en una perspectiva biológica particular y aislada de Nietzsche, sino en que éste lleva a su acabamiento la esencia de la metafísica occidental en la vía histórica que le había sido consignada, en que es capaz de llevar a la palabra lo que estaba contenido de manera aún implícita en la esencia inicial del ser como fæsiw y se volvió un pensamiento inevitable en la posterior interpretación del ente en el curso de la historia de la metafísica.

Con este señalamiento de las cuestiones no formuladas ni decididas que se ocultan en Nietzsche -y no sólo en él- detrás del título de «biologismo», no queda de ninguna manera disuelta, sin embargo, la apariencia de que, a pesar de todo, piensa firme y exclusivamente de modo biológico. Sólo ahora prestamos atención a esta apariencia, y esto es importante. Lo dicho nos vuelve comprensible, asimismo, por qué tantos escritores que de modo consciente o inconsciente extractan o copian las obras de Nietzsche, caen irremisiblemente en el biologismo. Se mueven en la superficie del pensar nietzscheano. Puesto que esta superficie ofrece una apariencia biológica, se toma a lo biológico por lo propio y único y además se lo corrige con la ayuda de los progresos que ha realizado entretanto la biología. Se diga sí o se diga no al «biologismo» de Nietzsche, en cualquier caso se permanece en la superficie de su pensar. La tendencia a actuar así encuentra su apoyo en el carácter que poseen las publicaciones de Nietzsche. Sus palabras y sus frases provocan, arrastran, penetran y excitan. Se cree que con sólo dejarse llevar por esta impresión ya se ha entendido a Nietzsche. Tenemos que desaprender en primer lugar este uso impropio sostenido por fórmulas corrientes como la de «biologismo».Tenemos que aprender a «leer».


La metafísica occidental como «lógica»


Preguntamos por la determinación nietzscheana de la esencia del conocimiento. Conocer es aprehender y aferrar lo verdadero. Tanto la verdad como la aprehensión de la verdad son «condiciones» de la vida. El conocimiento se lleva a cabo en el pensar enunciativo, pensar que, en cuanto representación del ente, impera en todos los modos de la percepción sensible y de la intuición no sensible, en todo tipo de experiencia y sensación. Por todas partes y en todo momento, el hombre, en tales comportamientos y actitudes, se comporta respecto del ente; por todas partes y en todo momento, aquello respecto de lo cual se comporta el hombre es percibido como ente. Percibir [Vernehmen] quiere decir aquí: captar de antemano como lo que es de tal o cual modo, o también como lo que no es o es de otro modo. Lo que se percibe en tal percibir es el ente, tiene el carácter de aquello de lo que decimos: es. Y a la inversa: el ente en cuanto tal se abre sólo en un percibir tal. Esto es lo que quiere decir la sentencia de Parménides: tò gŒr aétò noeÝn ¤stÛn te kaÜ eänai, «pues lo mismo es tanto percibir como ser». «Es lo mismos quiere decir: se copertenecen esencialmente; sin percepción el ente no es -es decir no presencia‑- en cuanto ente. Pero tampoco el percibir no capta nada donde no hay ente, donde el ser no tiene la posibilidad de llegar a lo abierto.

Desde entonces, cada pensador occidental ha tenido que volver a pensar esta sentencia, cada uno la ha pensado a su modo de manera única y ninguno agotará su profundidad. Pero si queremos que la sentencia conserve su profundidad tenemos siempre que volver a tratar de pensarla en griego, en lugar de desfigurarla con pensamientos modernos. Si se la traduce de un modo aparentemente literal: «Pues es lo mismo representar y ser», se tiene la tentación de extraer como contenido de la sentencia la superficial concepción de Schopenhauer: el mundo es meramente nuestra representación, no «es» nada en y por sí. Pero a diferencia de esa interpretación subjetiva, la sentencia tampoco significa simplemente lo contrario: que el pensar es también algo ente y pertenece al ser. La sentencia significa lo ya dicho: sólo hay ente donde hay percibir, y sólo percibir donde hay ente. La sentencia alude a un tercero, o a un primero, que sostiene la copertenencia de ambos: la Žl®yeia.

Del recuerdo de esta sentencia rescatamos ahora sólo lo siguiente: el aprehender y determinar del ente ha sido atribuido desde antiguo al percibir [Vernehmen], al noèw. Para ello tenemos en alemán la palabra Vernunft [razón]. La razón, el captar [nehmen] el ente en cuanto ente, lo capta en diferentes respectos: ya en cuanto constituido de tal o cual modo, respecto de su constitución (cualidad, poiñn), ya en cuanto tiene tal o cual extensión y tamaño (cantidad, posñn), ya en cuanto referido a otro de tal o cual manera (relación, prñw ti).

Si un ente, por ejemplo una roca, es captada en cuanto dura o en cuanto gris, se alude a ella respecto de su constitución. Si a un hombre, por ejemplo a un esclavo, se lo percibe en cuanto sometido a su señor, se aludirá a él respecto de su relación.

Aludir a algo en cuanto algo se dice en griego kathgoreÝn. Por eso, los respectos según los cuales se alude al ente en cuanto ente -constitución, extensión, referencia (calidad, cantidad, relación)- se llaman «categorías», o dicho con más precisión: tŒ sx®mata t°w kathgorÛaw, las figuras en las que el aludir de algo en cuanto algo (² kathgorÛa) pone a lo aludido. Lo aludido es siempre un ente en el sentido de lo que es de tal o cual modo. Por ello, las sx®mata t°w kathgorÛaw no son otra cosa que los g¡nh toè öntow, los linajes, los modos de origen del ente, aquello desde donde -y por lo tanto retrocediendo hacia lo cual- el ente es: así constituido, así de grande, así relacionado, y así sucesivamente. El percibir del ente en cuanto tal se despliega en el pensar y éste se expresa en el enunciado, en el lñgow.

Las categorías mismas pueden entonces examinarse y discutirse en lo que hace a las diferentes relaciones posibles entre sí. Este examen y discusión de los g¡nh toè öntow, de las «proveniencias del ente» (en cuanto tal), se llama desde Platón «dialéctica». El último y a la vez más potente intento de examinar de este modo las categorías, es decir los respectos de acuerdo con los cuales la razón piensa el ente en cuanto tal, es la dialéctica de Hegel, a la que éste configuró en una obra que lleva el auténtico y adecuado título de Ciencia de la lógica. Esto quiere decir: el saberse de la esencia de la razón como pensar del «ser», pensar en el que la unidad y la copertenencia de las determinaciones del ser se despliegan hacia el «concepto absoluto» y encuentran en él su fundamento.

La metafísica occidental, es decir la meditación sobre el ente en cuanto tal y en su totalidad, determina al ente de antemano y para toda su historia como lo que es aprehendible y delimitable según los respectos de la razón y el pensamiento. En la medida en que todo pensar ordinario se funda siempre en una figura de la metafísica, tanto el pensar cotidiano como el metafísico se basan en la «confianza» en esa relación, en que en el pensar de la razón y en sus categorías se muestre el ente en cuanto tal, es decir que lo verdadero y la verdad resulten aprehendidos y asegurados en la razón. La metafísica occidental se funda en esta preeminencia de la razón. En la medida en que la elucidación y determinación de la razón puede y tiene que llamarse «lógica», también puede decirse: la «metafísica» occidental es «lógica»; la esencia del ente en cuanto tal se decide en el horizonte visual del pensar.

¿Cuál es la posición de Nietzsche respecto de esta esencia básica de la metafísica occidental? La frase siguiente de nuestro fragmento, cuya primera parte queda ya elucidada, da la respuesta:

«La confianza en la razón y sus categorías, en la dialéctica, o sea la estimación de valor de la lógica sólo demuestra su utilidad para la vida demostrada por la experiencia: no su “verdad”.»

Esta frase contiene dos cosas: por una parte la referencia al proceso fundamental de la historia occidental según el cual el hombre que corresponde a esta historia está sostenido por la confianza en la razón; por otra, una interpretación del carácter de verdad de la razón y la lógica.

A la confianza en la razón y al poderoso dominio de la ratio que allí ocurre no hay que comprenderla de modo unilateral como racionalismo, pues al ámbito de la confianza en la razón pertenece también el irracionalismo. Los más grandes racionalistas son los que más fácilmente caen en el irracionalismo, y a la inversa: cuando el irracionalismo determina la imagen del mundo, el racionalismo celebra su triunfo. El dominio de la técnica y la receptividad a la superstición van juntos. No sólo el irracionalismo «vive» del miedo al concepto y se asegura en él, sino también, y ante todo, el racionalismo, sólo que éste lo hace de modo más oculto y astuto.

¿Pero qué quiere decir en la frase de Nietzsche «confianza en la razón»? Con esta confianza se alude a una constitución fundamental del hombre. De acuerdo con ella, la capacidad de llevar al hombre ante el ente y de representar para él el ente en cuanto tal es entregada a la razón.

Sólo lo que el pensar racional representa y pone en seguro tiene derecho a la rúbrica: ente que es. El supremo y único tribunal en cuyo campo visual y en cuya jurisdicción se decide qué es ente y qué no ente, es la razón. En ella se encuentra la extrema decisión previa acerca de lo que quiera decir ser.

Por ello, el proceso fundamental en el que se mueven todas las posiciones fundamentales y las sentencias conductoras de los diferentes estadios de la metafísica occidental puede apresarse, recurriendo a una fórmula, en el título: ser y pensar.

La «confianza en la razón» y en el pensar entendida de este modo está más acá del aprecio que se tenga en cada momento por el entendimiento y el intelecto. El rechazo del intelectualismo, de la degeneración de un entendimiento desarraigado y sin fines, ocurre siempre mediante la invocación del «sano» entendimiento común, o sea, nuevamente, de un entendimiento, es decir, recurriendo al «racionalismo». También aquí la razón es la medida de lo que es, puede y debe ser. Si se prueba o se afirma que un procedimiento, una medida o una exigencia es «lógica», éstos valen ya como algo correcto, es decir vinculante. Aquello de lo que se puede decir que es «lógico» impone respeto. «Lógico» no quiere decir aquí: pensado de acuerdo con las reglas de la lógica escolar, sino: calculado a partir de la confianza en la razón.

¿Qué interpretación da Nietzsche de lo que denomina «confianza en la razón»? Nietzsche dice: la «confianza en la razón» no demuestra la «verdad» del conocimiento racional. Verdad está puesto nuevamente entre comillas, para señalar que se la entiende aquí en el sentido de corrección. Si la física, por ejemplo, piensa el ente con determinadas categorías -materia, causa, acción recíproca, energía, potencial, afinidad- y al pensar así «confía» de antemano en esas categorías y por medio de la investigación basada en esa confianza llega continuamente a nuevos resultados, tal confianza en la razón que aparece en la forma de una ciencia no demuestra que la «naturaleza» revele su esencia en aquello que se representa y encuentra su acuñación objetiva gracias a las categorías de la física. Por el contrario, un conocimiento científico tal sólo atestigua que ese pensar acerca de la naturaleza es «útil» para la «vida». La «verdad» del conocimiento radica en la utilidad del conocimiento para la vida. Con eso queda dicho con suficiente claridad: es verdadero lo que proporciona una utilidad práctica y la verdad de lo verdadero sólo debe apreciarse de acuerdo con el grado en que sea utilizable. La verdad no es algo en sí misma a lo que a continuación se le añade una estimación, sino que no consiste en otra cosa más que en la posibilidad de apreciarla respecto de una utilidad alcanzable.

Pero así como no debemos tomar su lenguaje biológico en un sentido biológico, así tampoco debemos tomar en Nietzsche su concepción de lo útil y la utilidad en ese sentido basto y cotidiano (pragmatista). Que algo sea útil sólo quiere decir aquí: forma parte de las condiciones de la «vida».Y para una determinación esencial de estas condiciones y del modo en que condicionan, así como de su carácter condicionante en general, todo depende de cómo se determine la esencia de la «vida».

Nietzsche no quiere decir: los conocimientos de la física son «verdaderos» porque y en la medida en que sean empleables en la vida cotidiana, por ejemplo para fabricar una instalación eléctrica que caliente las habitaciones en invierno y las enfríe en verano. En efecto, los aprovechamientos prácticos son ya una consecuencia posterior de que la ciencia en cuanto tal es útil. La explotación práctica sólo se vuelve posible sobre la base de la «utilidad» teórica. ¿Pero entonces, qué quiere decir aquí «utilidad»? Lo siguiente: que el conocimiento científico y el pensar de la razón ponen y han puesto como ente algo, la naturaleza, en un sentido que pone en seguro de antemano la dominación técnica moderna.


La verdad y lo verdadero


Queda abierta la pregunta de cómo cabe considerar esta fijación del ente en cuanto tal. Esta pregunta incluye otra aún más esencial: qué quiere decir aquí «ente» [Seiendes], «que es» [seiend] y «ser». La frase de Nietzsche -y todo el fragmento dentro del que se encuentra- quiere impulsar la interpretación de la esencia de la verdad en una dirección diferente. Esta interpretación que va en una dirección diferente de la del concepto de verdad tradicional no elimina a este último sino que lo supone y lo hace más firme: lo consolida. La confianza en la razón no demuestra la verdad de los conocimientos racionales en el sentido de que éstos reproduzcan lo real en forma de un reflejo adecuado; la confianza en la razón sólo atestigua que algo así como el tener-por-verdadero pertenece a la esencia de la «vida». Lo viviente -y aquí se está pensando sobre todo en el ser viviente hombre-, para serlo, necesita comportarse respecto del ente y atenerse al ente. ¡Pero entonces Nietzsche se separa de la concepción tradicional de la verdad como corrección! No, no tenemos que sacar esta conclusión con tanta precipitación, sobre todo teniendo en cuenta que apenas hemos examinado la esencia de la verdad en el sentido de corrección.

Corrección significa: adecuación del representar al ente. Esto encierra ante todo lo siguiente: que el representar verdadero es un representar del ente. Cómo puede acontecer esto, cómo es posible la corrección y por lo tanto en qué consiste, son cuestiones que aún quedan por plantear. Ante todo es cuestionable si la corrección consiste en que las representaciones presentes en el alma aparezcan como imágenes reflejas de los objetos que están fuera de ella. Es cuestionable que la correspondencia refleja de las representaciones que están en nuestro interior con los objetos que están afuera pueda constatarse jamás, y por parte de quién. En efecto, la igualación refleja a los objetos sólo puede tener lugar por la vía de que, en ella y para ella, los objetos mismos sean dados. Pero esto sólo acontece en la medida en que los representamos, en que tenemos representaciones de ellos. Vuelve entonces la pregunta de si estas representaciones de los objetos por las que habría de medirse la adecuación reflejan o no los objetos. Dicho brevemente y apuntando a lo esencial: queda aún la pregunta acerca de cómo debe captarse la esencia misma de la corrección, que a su vez toca en un respecto la esencia de la verdad, de cómo debe comprenderse la adecuación al ente.

Quizás opinar que la adecuación tenga que tener el carácter de un reflejo sea un grosero prejuicio sin ningún fundamento. Nietzsche no conmueve de ninguna manera el contenido esencial de la concepción metafísica tradicional de la verdad. Pero el contenido esencial del concepto tradicional de verdad no dice, como se piensa casi siempre con ligereza, que la verdad es un reflejo de las cosas que están afuera por parte de representaciones que están en el alma. Antes bien, el contenido esencial del concepto metafísico de verdad dice lo siguiente:

1) La verdad es un carácter de la razón.

2) El rasgo fundamental de este carácter consiste en aportar y representar el ente en cuanto tal.

No analizaremos aquí el origen esencial de esta de la verdad. Previo a todo se plantea la pregunta: ¿Qué significa aquí ente y el ente? ¿Cómo se relaciona el ente en general con la «vida»? ¿En qué sentido y por qué el ente tiene que ser representable y representado para el hombre? ¿En qué consiste este representar y cómo se determina desde la esencia de la «vida»?

Alrededor de estas preguntas y sólo alrededor de ellas, preguntas formuladas a veces con mayor, a veces con menor claridad, gira la meditación de Nietzsche sobre la esencia de la verdad. Los dos párrafos siguientes y últimos del n. 507 dan la respuesta a grandes rasgos. A nosotros nos proporcionan, a su vez, los hitos para interrogar la concepción nietzscheana de la verdad hasta su fundamento más íntimo:

Que tenga que haber una serie de creencias; que esté permitido juzgar; que falte la duda respecto de todos los valores esenciales: esto es presupuesto de todo lo viviente y de su vida.»

En un primer momento se trata de meras afirmaciones; y sin embargo tenemos que conceder de inmediato que con ellas se toca algo esencial. ¿Pues qué ocurriría con la «vida» si desapareciera de ella toda «verdad» y toda «creencia», todo asentimiento a algo, todo atenerse [Sichhalten] a algo y con ello todo sostén [Halt] y toda posibilidad de una actitud [Haltung]? Que acontezca un tener por verdadero, que algo sea percibido, captado y retenido como ente, no es un fenómeno cualquiera de la vida sino «un presupuesto de todo lo viviente y de su vida». Con esto dice Nietzsche: la verdad es la base de cimentación y la estructura fundamental en la que está y tiene que estar insertada la vida en cuanto vida. La verdad y lo verdadero no se determinan, pues, con posterioridad por una utilidad práctica que sólo entonces recae casualmente sobre la vida, sino que ya tiene que haber verdad para que lo viviente pueda vivir y para que la vida en general sea vida.

¿Quién iba a querer negarle su asentimiento a esta estimación de la verdad? Pero este asentimiento vuelve a tambalearse apenas consideramos la frase con la que Nietzsche resume la referencia a la necesidad fundante de la verdad y del aferrarse a algo fuera de duda:

«O sea que es necesario que algo tenga que ser tenido por verdadero, no que algo sea verdadero.»

Lo creído, lo tenido-por-verdadero puede ser entonces («en sí») un engaño, algo no verdadero; basta con que sólo se lo crea, y mucho mejor si se lo cree ciega e incondicionadamente.

Pretende Nietzsche con esto que cualquier «embuste» puede pasar por ser verdad con sólo tener la «fortuna» de asegurarse la necesaria «creencia» ? ¿Quiere por lo tanto destruir toda verdad y toda posibilidad de verdad? Y aunque esta sospecha no lo tocara en absoluto, ¿no está su concepción de la verdad llena de contradicciones y no es acaso -dicho directamente- un extravío? Hace un momento exigía Nietzsche como fundamento esencial de todo lo viviente: que haya verdad. Y ahora, con cinismo metafísico, declara: no se trata de que algo sea verdadero, es suficiente con que sea tenido por tal. Cómo puede combinarse una cosa con la otra?

Tiene que haber verdad, pero lo verdadero de esa verdad no precisa ser «verdadero» . Si no hay que calificar de absurdo todo esto, por lo menos resulta difícil de comprender. Pero dónde está escrito que lo más esencial -de lo que quizás forme parte la esencia de la verdad- tenga que ser fácilmente comprensible? «Fácilmente comprensible», esto quiere decir: accesible sin esfuerzo para cualquier entendimiento cotidiano y para sus representaciones habituales.

Pero si lo más esencial fuera lo más simple, mas precisamente por ello lo más difícil, tenemos que estar preparados para encontrarnos con cosas sorprendentes al meditar sobre la esencia de la verdad.

Esto quiere decir: previamente tenemos que esforzarnos por llegar a el sitio en cuyo horizonte visual se vuelve comprensible de modo unitario lo que dice Nietzsche acerca de la esencia de la verdad. Sólo de este modo podremos evaluar por qué y en qué medida la verdad, si bien es un valor necesario, no es, sin embargo, el valor supremo. En el supuesto de que estemos decididos a una meditación esencial, es necesario que nos mantengamos dentro del dominio del pensar nietzscheano incluso si no encontramos de inmediato una salida a estas ideas aparentemente confusas y contradictorias sobre la esencia de la verdad. En el ámbito del pensar pensante las salidas son siempre un signo de evasión y huida.

¿O tenemos que referirnos aún al estado histórico global de nuestro planeta para dejar en claro que Nietzsche expresa algo que no tiene nada que ver con una opinión personal precipitada y exa­gerada cuando dice: «O sea que es necesario que algo tenga que ser tenido por verdadero, no que algo sea verdadero»? De todos modos, esta frase tiene una gravedad sombría y aún no sopesada no porque podría encontrar su confirmación en el estado histórico global del planeta gracias a fenómenos que se pueden enumerar superficial­mente, tales como por ejemplo las guerras de propaganda llevadas a lo gigantesco o el carácter de pura fachada, de ostentación y publici­dad con el que se manifiesta toda vida. No se puede rechazar todo esto como si fuera algo meramente exterior y superficial, haciendo ascos y asentándose en lo que hay hasta el momento, pues allí se expresa la profundidad del abismo propio de la esencia moderna del ser. La frase antes citada nombra lo que acontece, de modo tal que las situaciones y estados históricos particulares no son ya más que las consecuencias de esa historia oculta y en cuanto consecuencias, care­cen de dominio sobre su fundamento.

Si esto es así, no sólo se extiende sobre el planeta, y precisamente en razón de la «confianza en la razón», una ilimitada destrucción de toda confianza y de todo lo que pueda ser digno de ella, sino que esto tiene que ser pensado en referencia a algo que se mantiene oculto: a que no sólo ha sido conmovida una verdad determinada sino que está quebrantada la esencia misma de la verdad y que el hombre tiene que asumir y llevar a cabo una fundación más originaria de tal esencia.


La contraposición de «mundo verdadero y mundo aparente». La reconducción a relaciones de valor


Antes que nada es necesario comprender el fundamento del contenido esencial de aquella proposición que expresa en una forma concentrada la concepción nietzscheana de la verdad. Para que tal fundamento se torne captable, tenemos que ponerlo previamente ante nuestra mirada. En caso de que ya lo esté, es necesario entonces que en primer lugar sea reconocido y considerado como tal fundamento. La proposición dice: es necesario que haya verdad, pero lo verdadero de esa verdad no precisa ser verdadero. ¿En qué se funda esta proposición?

Nietzsche nombra el fundamento de esta proposición ya con las primeras palabras del n. 507, al decir que la esencia de la verdad es una «estimación de valor». La determinación de la esencia de todo lo esencial es reconducida a «estimaciones de valor». Lo esencial es comprendido respecto de su carácter de valor, y sólo así se lo comprende como algo esencial.

Previamente a la transvaloración de todos los valores habidos hasta el momento que Nietzsche asume como su propia tarea metafísica, se encuentra una transformación más originaria: que en general la esencia de todo ente sea considerada de antemano como valor.

En la parte final del n. 507, Nietzsche vuelve a recoger el decisivo contenido que poseía la determinación de la esencia de la verdad hecha al comienzo y lo convierte en un enunciado de principio con el que a la vez traslada expresamente toda la consideración acerca de la esencia de la verdad al centro más interno de la historia de la metafísica:

«El mundo verdadero y el mundo aparente»: esta contraposición la reconduzco a relaciones de valor. Hemos proyectado nuestras condiciones de conservación como predicados del ser en general. El hecho de que tengamos que ser estables en nuestras creencias para poder prosperar lo hemos convertido en que el mundo “verdadero” no es un mundo cambiante y en devenir sino un mundo que es

«El mundo verdadero y el mundo aparente»: esta contraposición es reconducida a relaciones de valor. Nietzsche comprende aquí la verdad en el sentido de lo verdadero, del «mundo verdadero», y la lleva a una contraposición. La fórmula que la expresa, «el mundo verdadero y el mundo aparente», está puesta a su vez entre comillas, lo que indica que se está ante algo tradicional y generalmente conocido. La contraposición de la que Nietzsche expresa aquí una nueva determinación es la que se da entre lo que es propia y verdaderamente y lo que sólo de manera derivada e impropia puede ser llamado un ente. En esta contraposición de dos mundos -el «mundo verdadero» y el «mundo aparente»- reconocemos la distinción de dos reinos en el interior de lo que es en general de algún modo y que sólo tiene su límite frente a la nada total y vacía. Esta distinción es tan antigua como el pensar occidental acerca del ente. Se vuelve corriente en la medida en que la inicial concepción griega del ente se consolida como algo habitual y comprensible de suyo en el transcurso de la historia occidental que llega hasta nuestro días. En el lenguaje escolar se denomina a esta distinción del ente en total la «doctrina de los dos mundos». No necesitamos aquí seguir con detalle esta doctrina y sus transformaciones históricas, que se confunden con los estadios principales de la metafísica occidental. Señalaremos, en cambio, los tres puntos siguientes:

1) Esta distinción entre el mundo verdadero y el mundo sensible es la estructura que sostiene, más aún, que previamente da el espacio para algo así como meta-física; pues un metŒ; (tŒ fusik‹), un ir más-allá-de, de algo inmediatamente dado hacia algo otro, sólo es posible si éste y aquél son diferenciables, si el ente en su totalidad está atravesado por una distinción de acuerdo con la cual uno está separado del otro en el xvrismow.

2) La filosofía de Platón le ha dado a esta «doctrina de los dos mundos» una formulación si se quiere «clásica» para todo el pensamiento occidental.

3) La posición de Nietzsche respecto de esta distinción se basa siempre en una determinada interpretación de esta doctrina del platonismo.

Ciertamente, la interpretación que hace Nietzsche de la contraposición entre «mundo verdadero y mundo aparente» es poco fina y en lo que hace a la doctrina occidental del ente, tanto pre-platónica como platónica y post-platónica, no penetra en la actitud cuestionante y en la constitución interna de la correspondiente posición metafísica fundamental. Y sin embargo, con esa contraposición Nietzsche acierta con algo esencial.

Platón diferencia entre el öntvw ön y el m¯ ön, entre lo entitativamente ente [das seiendhaft Seiende] y lo «ente» que no debería ser ni llamarse así. El öntvw ön, el ente que tiene carácter de ser, lo que es propiamente, es decir conforme a la esencia del ser, es tò eädow, el aspecto, aquello en lo que algo muestra su semblante, su Þd¡a, es decir lo que algo es, su qué-es. El m¯ ön también es y por lo tanto -pensado de modo griego- también se presenta, muestra un aspecto y un semblante, un eädow; pero el semblante está deformado, desfigurado, el aspecto y la vista están ensombrecidos y enturbiados; por ello el m¯ ön es tò eàdvlon. Las cosas llamadas reales, las cosas palpables para el hombre -esta casa, aquel barco, aquel árbol, este cartel, etc.- son, pensadas de modo platónico, en todos los casos eàdvla, algo que ofrece un aspecto pero que sólo tiene el aspecto del aspecto en sentido propio: m¯ önta, cosas que ciertamente son que en cierto modo presencian y tienen su semblante, pero cuyo aspecto está sin embargo menoscabado de tal o cual manera porque tiene que mostrarse en la impronta de una materia sensible. Pero en esta casa determinada, que tiene tal o cual tamaño, que ha sido construida con tal o cual material, se muestra no obstante la casidad, y el ser casa de esta casa consiste en el presenciar de la casidad. La casidad, lo que hace que una casa sea una casa, es lo propiamente ente en ella; lo verdaderamente ente es el eädow, la «idea».

En el lenguaje de Nietzsche, el «mundo verdadero» significa lo mismo que «lo verdadero», que la verdad. Es lo que se aprehende en el conocimiento, el ente; el «mundo aparente» significa lo no verdadero y no ente. ¿Pero qué hace que el ente sea algo propiamente ente? ¿Respecto de qué decimos, y se dice desde antiguo: esto «es»? ¿Qué se considera como ente, incluso cuando ya se ha perdido el originario modo de percibir platónico? Que algo es lo decimos respecto de aquello que en todo momento y de antemano nos encontramos como ya estando siempre allí delante; lo que en todo momento presencia y en tal presencia tiene una constante existencia consistente. Lo que es propiamente es lo que de antemano ni nunca puede ser apartado, lo que conserva su estar, resiste todo asalto y subsiste a todo accidente. La entidad del ente, eso quiere decir: presencia consistente. Lo que es de tal modo es lo verdadero, aquello a lo que siempre y propiamente es posible atenerse como aquello que tiene una existencia consistente y no se sustrae, aquello desde donde es posible conquistar un sostén. Aunque en su concepción de la esencia del ente no penetre de modo explícito en el ámbito de esta interpretación ni aprecie el alcance que tiene -como por otra parte ningún otro metafísico antes de él-, Nietzsche piensa, sin embargo, el «ente», lo «verdadero», en la dirección señalada de lo permanente y lo que tiene existencia consistente. En concordancia con ello, el «mundo aparente», el no-ente, es concebido como lo inconsistente, lo que carece de existencia consistente, lo que siempre cambia, lo que al emerger vuelve inmediatamente a desaparecer.

La distinción que hace la fe cristiana entre el carácter perecedero de lo terrenal y la eternidad del cielo o del infierno no es más que la forma que adquiere la distinción de la que hablamos, la distinción entre un mundo verdadero y un mundo sensible, bajo la influencia de una determinada creencia de redención y salvación. La crítica que hace Nietzsche del cristianismo tiene como presupuesto la interpretación de este último como una degeneración del platonismo; su crítica no consiste más que en esta interpretación.

Pero el pensamiento de Nietzsche no apunta a poner otra interpretación de lo verdaderamente ente en lugar de la cristiana, a suplantar el Dios cristiano y su cielo por otro Dios, manteniendo la misma dei-dad. Por el contrario, el preguntar de Nietzsche se dirige a determinar según su proveniencia la distinción entre mundo verdadero y mundo aparente en cuanto tal. Para el pensamiento nietzscheano resulta por lo tanto decisivo: 1) el hecho de que simplemente plantee la pregunta por el origen de tal distinción en cuanto tal; 2) el modo en que plantea, comprende, y por lo tanto responde a esta pregunta por el origen. Su respuesta reza: la distinción entre el mundo «verdadero» como mundo consistente y el mundo «aparente» como mundo inconsistente tiene que reconducirse a «relaciones de valor». Esto quiere decir: la posición de lo consistente y fijo como aquello que es y la correspondiente posición opuesta de lo inconsistente y cambiante como aquello que no es y sólo es aparente, constituyen una determinada valoración. Lo consistente-fijo, como lo que posee mayor valor, es preferido a lo que cambia y fluye. La valoración de la valencia de lo consistente y lo que carece de existencia consistente está guiada por la concepción básica de lo valioso y del valor.


Nietzsche concibe el «valor» como condición de la «vida». La condición no es aquí la acción de una cosa que, existiendo fuera de la vida, posteriormente recayera o no en ésta como algo circunstancial y ocasional. Condicionar y ser-condición quieren decir aquí tanto como: constituir la esencia. En la medida en que la vida tiene una esencia determinada de tal y cual manera, está sometida por sí misma a condiciones, a las que pone y preserva como condiciones propias, poniéndose y preservándose de este modo a sí misma. Si, tal como lo hace Nietzsche, se comprende a estas condiciones como valores y así se las denomina, entonces esto quiere decir: la vida, en sí misma -en la medida en que satisface su esencia-, pone valores. La posición de valores no se refiere pues a una valoración agregada desde afuera a la vida por quién sabe quien. La posición de valores es el proceso fundamental de la vida misma, es el modo en que resuelve y cumple su propia esencia.


Pero la vida, y aquí en especial la vida humana, regulará de antemano la posición de las condiciones propias de sí misma y en general la posición de las condiciones de aseguramiento de su vitalidad, de acuerdo con el modo en que ella misma determine su esencia. Si ante todo y continuamente de lo que se trata para la vida es sólo de conservarse y de tener asegurado permanentemente su existencia consistente, si vida no quiere decir más que aseguramiento de la existencia consistente recibida y asumida, entonces la vida convertirá en sus condiciones más propias aquello que satisfaga y sirva a este aseguramiento de su existencia consistente. Lo que más condiciona en este sentido será entonces lo de mayor valor. Si en la vida se trata para la vida de conservar constantemente a la vida misma en cuanto tal en su existencia consistente, entonces no sólo tiene que haber asegurado condiciones particulares correspondientes. Como condición de la vida, es decir como valor, sólo podrá valer en general aquello que posea el carácter de conservación y aseguramiento de la existencia consistente. Sólo esto puede calificarse como «ente». Pero si lo verdadero es lo que se tiene por ente, entonces todo lo que pretenda valer como verdadero debe tener el carácter de lo consistente y fijo; el «mundo verdadero» tiene que ser un mundo consistente, es decir, aquí, un mundo sustraído al cambio y la alteración. Con esto queda aclarado el sentido inmediato de las frases con las que Nietzsche comenta en qué sentido reconduce la oposición «mundo verdadero-mundo aparente» a «relaciones de valor». Nietzsche dice: «Hemos proyectado nuestras condiciones de conservación como predicados del ser en general». «Nuestras» -esto no alude a las condiciones de vida del hombre que vive actualmente, ni tampoco a las del hombre en general, sino a las del hombre del «mundo» occidental, griego, romano-cristiano, germano-romano-moderno-. Esta humanidad, puesto que en cierto modo lo que le importa en primer y último término es la consistencia, la perduración y la eternidad, ha puesto afuera, en el «mundo», en el «todo», aquello que le importa en su vida. El modo en el que se interpreta la esencia del ente, como consistencia, nace del modo en el que la vida se toma a sí misma en cuanto a lo que le es propio: como aseguramiento de la existencia consistente de sí misma. Por lo tanto, sólo estas determinaciones -consistencia, perduración y fijeza- dicen qué es y qué puede invocarse como ente, de qué pueden enunciarse las determinaciones «ente» y «ser».


La siguiente proposición de Nietzsche parece ser simplemente una repetición general de lo dicho anteriormente. Pero en realidad dice algo más, pues sólo en ella aparece su interpretación propia acerca de que el ente «es» y de qué es en su esencia, lo que él denomina las «condiciones de conservación» de la vida humana.


Pensadas de modo platónico, las «ideas» no son sólo representaciones conductoras para el pensamiento humano, algo que «tenemos en la cabeza», sino que constituyen la esencia del ente y con su consistencia otorgan incluso a lo que no es propiamente ente su temporaria y turbia existencia consistente, dejan que incluso lo m¯ ön sea también un ön.


Pero la interpretación de Nietzsche adopta otra dirección; que el ente es -la «condición de conservación» de la vida- no necesita pensarse de manera tal que el ente sea algo en y por sí constantemente existente, «por encima» y más allá de la vida; la única condición es que la vida, desde sí y en su propio interior, implante una creencia de ese tipo en algo a lo que se atendrá, de manera estable y en toda ocasión. A partir de esto resulta claro lo siguiente:

Nietzsche lleva la reconducción de la contraposición entre mundo verdadero y aparente a relaciones de valor aún más atrás: la lleva a la vida misma que valora. Esta reconducción consiste en nada menos que en un enunciado esencial sobre la vida, el cual reza: la vida, para poder ser vida, precisa la consistente fijeza de una «creencia»; pero esta «creencia» quiere decir: tener algo por consistente y fijado, tomar algo como «ente». En la medida en que la vida pone valores, y en que ella misma sin embargo está interesada en asegurar su existencia consistente, tiene que formar parte de ella una posición de valores en la que algo se toma como consistente y fijo, es decir como ente, es decir como verdadero.

Volvamos desde aquí al comienzo del fragmento n. 507:

«La estimación de valor “creo que esto y esto es así” como esencia de laverdad”. En las estimaciones de valor se expresan condiciones de conservación y crecimiento

Ahora podemos decir: la verdad es la esencia de lo verdadero; lo verdadero es el ente; ente quiere decir lo tomado como consistente y fijo. La esencia de lo verdadero radica originariamente en un tomar-como-fijo-y-seguro de este tipo; este tomar-como no es, sin embargo, una acción arbitraria, sino el comportamiento necesario para asegurar la existencia consistente de la vida misma. La verdad es, en esencia, una estimación de valor. La oposición entre ente verdadero y aparente es una «relación de valor» que ha surgido de esta estimación de valor.

Lo dicho parece volver a decir siempre lo mismo y moverse en círculo. No sólo parece, sino que es así; pero eso no debe llevarnos a opinar falsamente que ya hemos comprendido casi con demasiada claridad lo que dice la proposición conductora de Nietzsche: la verdad es, en esencia, estimación de valor. Mientras no comprendamos la conexión metafísica entre la determinación de la esencia de la «vida» y el papel que desempeña la idea de valor, la concepción nietzscheana de la verdad y el conocimiento corre el peligro de convertirse en una trivialidad propia del sano y práctico entendimiento común, mientras que en realidad es algo muy diferente: la consecuencia más oculta y extrema del primer inicio del pensar occidental.

El hecho de que el propio Nietzsche ponga «la doctrina de los dos mundos» de la metafísica como trasfondo de una interpretación de la esencia de la verdad contiene para nosotros la indicación de, partiendo precisamente desde aquí, acrecentar aún más lo sorprendente de esta interpretación de la verdad y concentrar lo digno de cuestión en el punto cuestionante más interno.


El mundo y la vida como «devenir»


La representación de algo como ente en el sentido de lo consistente y fijo es una posición de valor. Elevar lo verdadero del «mundo» a algo en sí consistente, eterno e inalterable significa al mismo tiempo: trasladar la verdad a la vida como una condición necesaria de la misma. Pero si el mundo fuera siempre cambiante y pasajero, si tuviera su esencia en lo más pasajero de lo transitorio e inconsistente, la verdad en el sentido de lo consistente y fijo sería una mera fijación y una consolidación de lo que en sí deviene y esta fijación, medida respecto de lo que deviene, le seria inadecuada, no haría más que deformarlo. Lo verdadero, en el sentido de lo correcto, precisamente no se regiría por el devenir. La verdad sería entonces incorrección, error, una «ilusión», aunque quizás una ilusión necesaria.

Con esto dirigimos por primera vez nuestra mirada en la dirección desde la que habla aquella extraña sentencia que afirma que la verdad es una ilusión. Al mismo tiempo vemos, sin embargo, que en esa sentencia se mantiene la esencia de la verdad entendida como corrección, donde corrección quiere decir: representar el ente en el sentido de adecuación a lo que «es». En efecto, sólo si la verdad es en esencia corrección puede ser, de acuerdo con la interpretación de Nietzsche, in-corrección o ilusión. La verdad, en el sentido de lo verdadero, entendido como lo presuntamente ente en el sentido de lo consistente, fijo e inmutable sólo es una ilusión si el mundo «es» no un mundo ente sino un mundo «deviniente». Un conocimiento que, en cuanto verdadero, toma algo «como ente en el sentido de consistente y fijo, se atiene» al ente y, sin embargo, no acierta con lo real: con el mundo en cuanto mundo en devenir.

¿Es, en verdad, el mundo un mundo en devenir? Nietzsche responde de forma afirmativa a la pregunta, y dice: El mundo es, ¡«en verdad»!, un mundo «en devenir». No hay nada «ente». Pero no sólo afirma el mundo como mundo del «devenir», sino que también sabe que esta afirmación, en cuanto interpretación del mundo, es asimismo una posición de valor. Así, en una nota de la misma época que el fragmento que comentábamos (n. 507), apunta:

«Contra el valor de lo que permanece eternamente igual (v. La ingenuidad de Spinoza, igualmente la de Descartes), el valor de lo más breve y efímero, el seductor destello dorado en el vientre de la serpiente vita» (La voluntad de poder, n. 577; primavera a otoño de 1887).

Aquí Nietzsche contrapone claramente un valor a otro, y el «valor» que él pone, en cuanto valor, es decir en cuanto condición de vida, está extraído a su vez de la vida, pero dirigiendo la mirada a la esencia de la vida de una manera diferente: la vida no como lo que se fija y está fijado, como lo que se asegura y está asegurado en su existencia consistente, sino la «vida» como serpiente -como lo que se anilla y se abraza y quiere volver a sí como a su propio anillo esencial, lo que siempre se enrolla y siempre se desarrolla en el anillo en cuanto anillo, lo que deviene eternamente- la vida en cuanto serpiente, cuya calma es sólo aparente y no es más que la contención para un arranque y un salto. Por ello la serpiente se torna compañera de la soledad de Zaratustra.

A lo verdadero, es decir puesto a seguro, establecido y fijado, y en ese sentido ente, Nietzsche le contrapone lo que deviene. Frente al «ser», pone como valor superior el «devenir» (cfr. n. 708). De esto extraemos ahora sólo lo siguiente: la verdad no es el valor más alto. «La creencia de que es de tal o cual modo hay que transformarla en la voluntad de que debe devenir de tal o cual modo”» (n. 593; 1885-1886). La verdad, en cuanto tener-por-verdadero, el fijarse a un «así es» definitivamente fijado y establecido, no puede ser lo más elevado de la vida porque niega el carácter vital de la vida, su querer ir más allá de sí, su devenir. Acordar a la vida su carácter vital, hacer que devenga algo en devenir y como devenir y no que sea meramente como ente, es decir que yazca fijada como algo que esté fijo allí delante, esto es lo que pretende de modo manifiesto aquella posición de valores respecto de la cual la verdad sólo puede ser un valor degradado.

Nietzsche expresa con frecuencia este pensamiento de un modo extremo y exagerado en la forma sumamente equívoca: «no hay “verdad”» (n. 616). Pero también aquí escribe verdad entre comillas. Esta «verdad» es, por su esencia, una «ilusión», mas en cuanto tal ilusión es una condición necesaria de la «vida». ¿Pero entonces hay «verdad»? Ciertamente, y Nietzsche sería el último en querer negarlo. Con ello, su sentencia de que no hay «verdad» dice algo más esencial: que la verdad no puede ser lo primaria y propiamente determinante.

Para que comprendamos esto en el sentido de Nietzsche y apreciemos en su sentido por qué la verdad no puede ser el valor supremo, es preciso preguntarse previamente de modo aún más decidido en qué medida y de qué modo ella constituye, sin embargo, un valor necesario. Sólo si y porque la verdad es un valor necesario adquiere su alcance el esfuerzo pensante por demostrar que no puede ser el valor supremo. Puesto que para Nietzsche lo verdadero es equivalente al ente, al responder la pregunta planteada sabremos también en qué sentido comprende el ente, es decir, qué quiere decir cuando dice «ente» y «ser». Más aún: si lo verdadero no puede ser el valor supremo, y lo verdadero significa lo mismo que el ente, entonces el ente no puede constituir la esencia del mundo, la realidad de éste no puede consistir en un ser.

Verdad es tener-por-verdadero, tomar algo como ente, asegurarse el ente -representándolo-, es decir conocerlo. En la época moderna, apenas el verum se transforma en certum, la verdad en certeza, la verdad en tener-por-verdadero, la pregunta por la esencia de la verdad se traslada a la determinación de la esencia del conocimiento, a la pregunta acerca de qué y cómo es la certeza. Se traslada a la pregunta que interroga en qué consiste la certeza de sí mismo, qué quiere decir la indubitabilidad, en qué se funda el conocer absolutamente inconmovible. Mientras que, a la inversa, allí donde es la verdad la que constituye el espacio libre para el conocimiento, la determinación de la esencia del conocimiento queda enraizada en el planteamiento del concepto de verdad.

De acuerdo con ello, nuestra pregunta por el concepto nietzscheano de verdad se concreta en esta otra pregunta: ¿cómo determina Nietzsche el conocer? El hecho de que tengamos que preguntar de este modo señala que Nietzsche piensa de manera completamente moderna, a pesar de su gran aprecio por el primer pensamiento griego, por el pensamiento pre-platónico. Por eso, para evitar confusiones, respecto de la cuestión de la verdad hay que volver a insistir continuamente en lo siguiente: para el pensamiento moderno la esencia de la verdad se determina desde la esencia del conocimiento; para el pensamiento griego inicial -aunque sólo en un instante histórico y sólo en un primer ímpetu- la esencia del conocer se determina desde la esencia de la verdad.

Para Nietzsche, la verdad, en cuanto valor, es una condición necesaria de la vida, una estimación de valor que la vida lleva a cabo por consideración a sí misma. Así, con la pregunta por el conocer y bajo la forma de esta pregunta nos topamos de manera aún más apremiante con la pregunta por la esencia de la vida. Para decirlo brevemente en una sola frase: nuestro preguntar se dirige ahora a la vida en cuanto cognoscente.


El conocer como esquematización de un caos de acuerdo con una necesidad práctica


Preguntar qué es el conocimiento humano quiere decir querer conocer el conocer mismo. Con frecuencia se encuentra que este propósito es un contrasentido, algo absurdo y paradójico, comparable con el propósito del barón de Münchausen de sacarse de la ciénaga tirando él mismo de sus propios cabellos. Al indicar este contrasentido, quien lo hace se encuentra además especialmente ingenioso y superior. Pero el recuerdo del propio y muy dudoso ingenio llega aquí demasiado tarde. En efecto, el conocer no es para el hombre algo que se conozca y reconozca sólo ocasionalmente, o quizás sólo cuando se pone a construir una teoría del conocimiento, sino que en el conocer mismo ya está implícito que éste se ha conocido.

El representar del ente en cuanto tal no es un proceso que, por así decirlo, simplemente tenga lugar en el hombre, sino que es un comportarse en el que el hombre está, de manera tal que este estar dentro de un tal comportarse [Verhalten] expone al hombre a lo abierto de esa relación [Verhältnis] y contribuye así a sostener su ser-hombre. Esto implica: en el comportarse representante respecto del ente el hombre -con o sin una «teoría» propia, con o sin autoobservación- se comporta ya siempre respecto de sí mismo. Y esto implica, de un modo aún más esencial: el conocer es siempre ya conocido en cuanto tal; querer conocer el conocer no es ningún contrasentido sino un propósito que posee un carácter sumamente decisivo, porque todo depende de que, al intentar destacar expresamente la esencia del conocimiento, el conocer sea experimentado tal como ya ha sido conocido antes de todo pensar posterior sobre él y tal como se manifiesta de acuerdo con su propia esencia. Por eso, cuando argumentando sólo con palabras y secuencias de palabras se declara de manera puramente formalista que es absurdo e imposible conocer el conocer, se está mostrando ya un desconocimiento esencial del conocer: que éste tiene en sí mismo, y no sólo con posterioridad, un carácter meditativo y que gracias a éste se encuentra ya siempre en la claridad de su propia esencia.

Conocer el conocer en su propia esencia, correctamente comprendido, quiere decir retroceder a su fundamento esencial ya abierto aunque todavía no desplegado; no quiere decir aplicar otra vez -elevado a la potencia- un proceder ya listo y aclarado.

Ahora bien, la esencia y la historia del hombre occidental están caracterizados por el hecho de que a su relación fundamental respecto del ente en su totalidad le es propio el saber y el conocer, y por lo tanto la meditatividad en el sentido esencial de acuerdo con el cual desde ella se contribuye a decidir y configurar la esencia del hombre occidental. Por ser así, sólo a este hombre histórico occidental puede sucederle que sea atacado por la falta de meditación, por una perturbación de la meditatividad, destino del que queda totalmente preservada una tribu negra. A la inversa, la salvación y la fundación del hombre histórico occidental sólo pueden provenir de la suprema pasión de la meditación. De ella forma parte ante todo el conocer del conocer, la meditación sobre el saber y el fundamento esencial en el que se mueve desde hace dos milenios gracias a su historia esencial.

La meditación sobre el conocer nada tiene que ver con la construcción de una aburrida y peregrina «teoría del conocimiento», en la que la pregunta por el conocer pregunta por algo que para el cuestionante está ya siempre, de una u otra manera, definitiva o temporalmente, previamente decidido.

El conocer consiste -considerado formalmente- en la relación de un cognoscente a lo cognoscible y lo conocido. Pero esta relación no está por sí e indiferente en algún lado, como la relación en un bosque de un tronco caído respecto de una roca cercana, relación con la que podemos encontrarnos o no encontrarnos. Aquella relación [Verhältnis], la que caracteriza al conocimiento, es en cada caso aquello en cuyo interior nos comportamos [verhalten] nosotros mismos, comportarse que palpita en nuestra actitud fundamental [Grundhaltung]. Ésta se expresa en el modo en el que captamos de antemano el ente y los objetos, en el modo en que hemos determinado el criterio decisivo de nuestra referencia a ellos.

Si ahora, siguiendo el hilo conductor de una nota apropiada de Nietzsche, rastreamos la cuestión de cómo comprende el conocer, y por lo tanto el tener-por-verdadero, y por lo tanto la verdad, tendremos que prestar atención a lo siguiente:

1) De qué manera determina de antemano aquello que sale al encuentro como cognoscible y circunda al hombre y su vida.

2) Qué considera que es lo decisivo de la relación cognoscitiva con lo que sale al encuentro y circunda.

Ambos, la predeterminación de lo que sale al encuentro y la fijación del carácter que posee la referencia a el, estarán conectados entre sí y remitirán a un fundamento esencial común, al carácter de la experiencia fundamental de la vida humana en general y de su pertenencia a la totalidad del «mundo». De este modo, la experiencia fundamental no es un mero telón de fondo de la interpretación de la esencia del conocimiento sino lo primero y lo que de antemano decide todo lo posterior.

Qué quiere decir conocer para Nietzsche? ¿De qué modo ve de antemano la relación re-presentante del hombre respecto del mundo? ¿Es el conocimiento un proceso en el interior del ser viviente de especie racional, ser viviente al que llamamos hombre? Si sí, ¿qué sucede en este proceso? Acaso en él y por su intermedio se reciben y recogen, por así decirlo, imágenes del mundo circundante, para después trasladarlas e introducirlas en el alma y el espíritu, con lo que el conocimientos sería una especie de transcripción y copia de la realidad? ¿O para Nietzsche el conocer no es un conocer de este tipo? Su respuesta a esta pregunta, no formulada de modo explícito, pero implícitamente planteada, es la siguiente:

«No “conocer”, sino esquematizar, imponer al caos tanta regularidad y tantas formas como para satisfacer nuestra necesidad práctica.» (n. 515; marzo junio de 1888)

En estas palabras se halla lo decisivo acerca de la concepción nietzscheana del conocimiento, del mismo modo en que, al comienzo de la nota antes comentada, la sentencia «La estimación de valor “creo que esto y esto es así” como esencia de laverdad”» decía lo decisivo acerca de la verdad. Se trata de comprender que esta última expresión y la ahora citada se copertenecen íntimamente y poseen una raíz común. Para esto no debe ocuparnos de ninguna manera de dónde provienen, calculadas historiográficamente, las influencias que inciden en esta concepción de la verdad y del conocimiento, sino que lo que nos importa es la cuestión de hacia dónde señala esa concepción dentro de la posición metafísica fundamental de Nietzsche y qué es lo que por su intermedio, respecto de la cuestión de la verdad, se somete a una decisión más perfilada, o incluso a una decisión que sólo entonces resulta visible. No: ¿de dónde lo tiene?, sino: qué da con ello?

«No “conocer”, sino esquematizar.» Señalemos nuevamente: «conocer» está también entre comillas, lo mismo que «verdad» en la otra nota. Esto quiere decir: conocer no es «conocer», en el presunto sentido de una copia que recibe y transcribe, sino «esquematizar».Ya nos habíamos encontrado con el concepto de sx°ma al hacer una primera aclaración de la esencia de la razón y el pensar en el sentido de un representar de acuerdo con las categorías y sus esquemas. Presumiblemente, la interpretación nietzscheana del conocer como «esquematizar» estará históricamente en conexión con la esencia de la razón y del uso de las categorías; históricamente quiere decir: esta concepción del conocimiento como «esquematizar» está en el mismo ámbito de decisión que el pensar platónico-aristotélico, aunque Nietzsche no haya «tomado» el concepto de esquema de Aristóteles historiográficamente, es decir recurriendo a opiniones pasadas.

Nietzsche aclara inmediatamente lo que comprende por «esquematizar» con las siguientes palabras: «imponer al caos tanta regularidad y tantas formas como para satisfacer nuestra necesidad práctica». ¿De qué modo, es decir, según qué respectos queda así determinado el conocer que se ha captado como «esquematizar»? El esquematizar es elucidado como un imponer una cierta medida de «regularidad» y de «formas». Los esquemas son aquí formas que, en cuanto tales, contienen al mismo tiempo una regularidad y una regulación. Pero igualmente importante, o más esencial aún, es lo que Nietzsche dice además de eso:

1) Las formas reguladoras se imponen en cierta medida a lo que Nietzsche denomina «caos». Lo que a través de la esquematización recibe la imposición de las formas reguladoras es aquello con lo que de inmediato choca el conocer y aquello que en primer lugar le impresiona, es decir aquello con lo que el conocer se tropieza. Lo que sale al encuentro tiene el carácter del «caos». Nos quedamos perplejos, suponiendo que al comentar estas palabras de Nietzsche no nos limitemos a oír frases sin pensar sino que en todo momento también pensemos y meditemos desde nosotros mismos, desde nuestra postura cognoscitiva, qué nos sale al encuentro en lo que ha de conocerse. Si, en un ejercicio cognoscitivo, miramos simplemente alrededor nuestro, aquí en el aula, en la calle, en el bosque o en cualquier otro lado, en ese conocer y tomar-conocimiento, ¿nos encontramos acaso con el «caos»? ¿No nos encontramos, por el contrario, con una región ordenada, articulada, desde la cual se nos enfrentan objetos -pertinentes unos a otros- de manera abarcable, manejable, disponible y mensurable? Todos estos elementos objetivos nos salen al encuentro de manera tanto más rica y ordenada -adaptados y referidos unos a otros- ­cuanto más dejamos que todo esté ante nosotros demorándonos puramente frente a ello, es decir cuando nos representamos el «mundo», tal como lo llamamos, aunque éste sea pequeño y estrecho. ¡Pero en ningún caso el «caos»!

2) Nietzsche dice: la medida según la cual se imponen al «caos» las formas reguladoras se determina desde nuestra «necesidad práctica». O sea que la actitud de la que surge el comportamiento cognoscitivo, por la cual se lo determina, no es el re-presentar «teórico» sino el comportamiento práctico, la praxis de la vida.

La estructura esencial del conocimiento tiene ahora contornos firmes: el conocer es esquematizar, lo que ha de conocerse y lo cognoscible es caos, y lo cognoscente es la praxis de la vida. Estas formulaciones contradicen, sin embargo, lo que encontrábamos hace un momento al dirigir inmediatamente la mirada a nuestro habitual representar cotidiano del «mundo».

¿Cómo llega Nietzsche a esta caracterización de la esencia del conocimiento? ¿Tanto él como otros pensadores anteriores acaso no han observado el mundo que les rodeaba inmediatamente, no han tomado en cuenta su propia experiencia cotidiana de este mundo? ¿Por honor y respeto de una opinión preconcebida del conocimiento han cerrado su mirada a la configuración esencial del conocer?

¿O efectivamente puede verse el conocer desde otro punto de vista, y se lo tiene que ver desde otro punto de vista de manera tal que en su campo visual lo cognoscible aparezca como caos y el conocer como la imposición de regularidades y formas?

¿Cuál es ese otro punto de vista desde el que se observa aquí la esencia del conocimiento? El propio Nietzsche parece señalar cuál es el punto de vista desde el que se determina su pensar cuando dice que nuestra «necesidad práctica» es determinante para el conocer. Pero precisamente si nos atenemos a nuestro hacer y omitir cotidiano, a nuestras prácticas y cálculos, o sea a la «praxis» y su «mundo», se muestra más aún que aquello respecto de lo cual nos comportamos al conocer, aquello con lo que tenemos trato al mirar en torno, aquello dentro de lo que nos movemos con sentidos abiertos y sano entendimiento, quizás nos inquiete o quizás nos tranquilice, pero en ningún caso es un caos sino un mundo estructurado, un entorno de objetos mutuamente coordinados y de cosas que se refieren recíprocamente, de las cuales una «da» la otra.

Cuanto más decididamente nos desprendemos de todas las teorías filosóficas sobre el ente y el conocimiento, de modo más penetrante se nos presenta el mundo en la forma que hemos descrito. ¿A qué posición se ha dislocado el pensar y el reflexionar sobre el conocer para llegar a enunciados tan sorprendentes como que el conocer sea el esquematizar un caos realizado de acuerdo con necesidades vitales prácticas?

¿O puede ser que esta caracterización de la esencia del conocimiento no sea en absoluto un disloque tal? ¿No tiene incluso de su parte la tradición del pensar metafísico, con lo que en la visión que tiene Nietzsche del conocimiento concuerdan todos los grandes pensadores? Si esta concepción del conocimiento coincide tan poco con nuestro comportamiento cotidiano y lo que él sabe de sí, esto no puede ya sorprendernos desde el momento en que sabemos que el pensar filosófico no debe medirse con la vara del sano entendimiento común. ¿De qué hablamos entonces cuando decimos que nuestro conocer cotidiano no se refiere a un caos sino a un ámbito estructurado, ordenado, de objetos y conexiones objetivas? ¿No hablamos acaso del mundo ya conocido? ¿No es la pregunta por la esencia del conocimiento precisamente la pregunta por cómo se llega a la representación de los objetos que nos rodean y de los que nos ocupamos al mirar en torno, o sea de los objetos ya conocidos y reconocidos así como de su círculo más amplio? ¿Cuando aseguramos que en la representación nos referimos a un mundo estructurado y ordenado, no delatamos con ello que ya ha tenido lugar, y necesariamente, un ordenamiento y una estructuración, o sea exactamente lo que de modo manifiesto proviene de una imposición de formas reguladoras, de un esquematizar? Esto implica: el conocer, en cuanto representar y traer-ante-nosotros un mundo es, en el fondo -si no nos quedamos en la superficie sino reflexionamos en profundidad-, el «esquematizar» un caos de acuerdo con necesidades prácticas. La interpretación que hace Nietzsche de la esencia del conocimiento no sería entonces algo extraño, aunque tampoco sería algo propio, con lo que no tendríamos el derecho ni la obligación de seguir tratando acerca de una doctrina específicamente nietzscheana del conocimiento y la verdad.

Entonces habría que preguntar, simplemente: ¿por qué sale al encuentro en primer lugar el «caos», en qué medida la necesidad práctica es determinante para el conocer, y por qué el conocimiento es un «esquematizar? Pero preguntando de este modo, ¿podemos retroceder por detrás del estado del comportamiento cognoscente hacia aquel estado sólo desde el cual surge el conocer, conocer que supera la relación no cognoscitiva con el ente y produce y recoge en general por vez primera una relación con «algo», es decir con lo que de alguna manera «es»?


Evidentemente, en la determinación que hace Nietzsche de la esencia del conocimiento, al igual que en la que establecen otros pensadores -recordemos a Kant-, se produce un retroceso hacia lo que hace posible y sustenta esa única representación que inmediata y regularmente nos resulta familiar, la representación de un mundo ordenado y estructurado. De este modo se acomete el intento de ir cognoscitivamente por detrás del conocer. El conocer, concebido como esquematizar, es reconducido a la necesidad vital práctica y al caos como condiciones de su posibilidad y su necesidad. Si concebimos a la praxis vital, por un lado, y al caos, por otro, como algo que en todo caso no es una nada y por lo tanto como un ente que esencia de tal o cual manera, resulta que tal caracterización de la esencia del conocimiento implica reconducir su constitución esencial a algo ya ente, quizás incluso al ente en su totalidad.


Este conocer del conocer retrocede «por detrás» del conocer. ¿Pero de qué tipo de retroceso se trata? Se explica el conocer a partir de su proveniencia y a partir de «condiciones», el conocer se convierte en algo explicado y conocido. ¿Se vuelve de esta manera más cognoscente, se somete así al dominio de su propia esencia? ¿Es este retroceso un retroceso que devuelve el conocer a su propia claridad esencial? ¿O se vuelve acaso más oscuro por obra de este retroceso explicativo? ¿Tan oscuro que se extingue toda luz, toda huella de la esencia del conocer? ¿Será quizás el conocer del conocer en cada caso la osadía de un paso pleno de consecuencias que da alguien una vez en milenios al aventurarse en algo no preguntado? Tenemos derecho a suponerlo, porque a pesar de los innumerables puntos de vista gnoseológicos que los historiadores saben referir, hay hasta ahora una única interpretación de la esencia del conocimiento, aquella para la que pusieron el fundamento los primeros pensadores griegos al determinar de manera decisiva el ser del ente, del ente en medio del cual se mueve todo conocer como un comportamiento, que a su vez es, de un ente respecto del ente.

Baste esta nueva indicación del alcance que posee la pregunta por la esencia del conocimiento, indicación que sirve de complemento a otras anteriores, para hacer comprender que en esa pregunta se toman grandes decisiones y que éstas ya han sido tomadas en el pensamiento occidental hasta el momento. Se trata ahora de ver hasta qué punto Nietzsche dirime, o mejor aún, tiene que dirimir las consecuencias extremas de estas decisiones en la medida en que, en el sentido de la tradición pensante de occidente y de acuerdo con el estado de necesidad de su propia época y de la humanidad moderna, piensa sobre el conocimiento de modo metafísico.

Quedan así planteadas las preguntas conductoras de nuestra elucidación del concepto nietzscheano de conocimiento:

¿Por qué desempeña el caos un papel esencial en y para el conocer? ¿En qué medida la necesidad vital práctica dirige el conocimiento? ¿Por qué el conocimiento en general es un esquematizar? Las preguntas están aquí simplemente una después de la otra. Nada se ha decidido sobre su orden jerárquico, suponiendo que éste exista, lo que es de suponer.

¿Es el conocimiento un esquematizar porque previamente se ha instalado un caos y porque, por otra parte, tiene que conseguirse un orden? ¿O lo dado sólo es comprendido como caos porque se ha decidido previamente que el conocer tiene que ser un esquematizar? ¿Y si tiene que serlo, por qué tiene que ser así? ¿Porque tiene que conseguirse un orden? ¿Pero por qué orden, y en qué sentido? Una pregunta lleva a la siguiente y ninguna de ellas puede responderse apelando a hechos existentes y unánimemente reconocidos. Todas estas preguntas ponen ante decisiones.

La pregunta por la esencia del conocimiento es en todas partes y siempre un proyecto pensante de la esencia del hombre y de su sitio en medio del ente y un proyecto de la esencia del ente mismo. Si no tenemos en cuenta esto de antemano y no lo hacemos de modo cada vez más enérgico, lo que Nietzsche expone acerca del conocimiento se asemejará efectivamente a las investigaciones que se emprenden en cualquier instituto psicológico o zoológico para el estudio de los procesos vitales y cognoscitivos, sólo que estas investigaciones realizadas en este tipo de instituciones sobre los procesos de conocimiento, ya sea en hombres o en animales, pueden apelar a que son exactas, mientras que Nietzsche se las arregla con algunas fórmulas biológicas generales. Si nos movemos en el mareo de las pretensiones psicológicas y gnoseológicas de explicar el conocimiento, leeremos las proposiciones de Nietzsche como si debieran explicarnos algo acerca del conocimiento. No veremos que en ellas se decide y se ha decidido algo sobre el hombre actual y sobre su actitud cognoscitiva.


El concepto de «caos»

Conocer significa: imprimir al caos formas reguladoras. ¿Qué quiere decir Nietzsche con la denominación «caos»? Nietzsche no comprende esta palabra en el originario sentido griego sino en un sentido posterior y sobre todo moderno. Pero al mismo tiempo, la palabra caos tiene un significado propio que surge de la posición fundamental del pensamiento nietzscheano.

x‹ow significa inicialmente el abrirse de un abismo y señala en dirección de lo abierto que se despliega inconmensurable, sin fondo ni punto de apoyo (cfr. Hesíodo, Teogonía, 116). Analizar por qué no se impuso ni pudo imponerse la experiencia fundamental que designa la palabra queda fuera de la tarea que ahora nos ocupa. Baste con señalar que el significado de la palabra «caos» que se ha vuelto corriente desde hace tiempo, y esto quiere decir siempre el modo de ver guiado por esta palabra, no es el significado originario. Lo caótico es para nosotros lo mezclado, lo confuso, lo que se amontona atropelladamente. El caos no se refiere sólo a lo no ordenado, sino a la confusión dentro de lo confuso, a la mezcla que reina en lo atropellado. En el significado posterior, el caos alude siempre también a un tipo de «movimiento».

¿Pero cómo llega el caos a ocupar el papel aludido de lo cognoscible en la determinación de la esencia del conocimiento? ¿Dónde la meditación sobre el conocimiento encuentra un motivo y un impulso para caracterizar aquello que sale al encuentro del conocer como caos, y además como «el caos» en sentido absoluto, no como un «caos» en algún sentido particular? ¿Es el concepto opuesto a «orden»?

Atengámonos nuevamente a un ejemplo corriente: entramos en esta aula -supongamos que por primera vez- y comprobamos que en la pizarra hay escritas palabras griegas. En este conocimiento no nos encontramos de momento un caos, sino que vemos la pizarra y los caracteres; quizás no estemos ya todos en condiciones de comprobar que se trata de caracteres griegos, pero incluso entonces no estamos ante un caos, sino ante algo visiblemente escrito que no podemos leer. Se concederá que, ciertamente, el percibir y el enunciar se refieren a la pizarra que está aquí delante, constituida de tal o cual modo, y no a un caos. Esta concesión corresponde a la situación real, pero da ya por decidida la auténtica pregunta. «Esta pizarra», ¿qué quiere decir esto? ¿No expresa el conocimiento ya realizado: la cosa como pizarra? Tenemos que haber reconocido ya esa cosa como una pizarra. ¿Qué pasa con este conocimiento? Los enunciados sobre la pizarra se basan todos ya en el reconocimiento de esta cosa como una pizarra. Para reconocer esta cosa como pizarra tenemos que haber fijado previamente lo que sale al encuentro como «cosa» y no, por ejemplo, como un proceso que pasa rápidamente. Lo que es tomado previamente y en general como cosa, eso que sale al encuentro, con lo que nos topamos y que, en lo que es y tal como es, nos golpea y nos concierne, tenemos que haberlo percibido ya en ese primer encuentro. Allí sale al encuentro algo negro, gris, blanco, castaño, duro, rugoso, sonoro (si se lo golpea), extenso, plano, móvil, o sea una multiplicidad de datos. ¿Pero se trata de datos, de algo que se da? ¿O es también algo recibido, recogido ya por la palabras negro, gris, duro, rugoso, extenso, plano? ¿No tenemos que retirar de lo que sale al encuentro la invasión que hemos hecho con la palabra con la que lo hemos fijado para tener así puramente lo que sale al encuentro, para dejar que salga al encuentro? Lo que sale al encuentro: ¿puede aún decirse algo de ello? ¿O comienza aquí el ámbito en que no hay más nada que decir, el ámbito de aquella renuncia donde ya no se puede o aún no se puede decidir acerca de si es, no es o es nada. ¿O tampoco respecto de esto que aquí sale al encuentro se ha renunciado aún a la palabra que lo nombra sino que, si bien no se lo denomina a él mismo, sí se lo designa según aquello por cuyo intermedio nos es aportado, por la vista, el oído, el olor, el gusto, el tacto y todo tipo de impresiones? A lo dado se lo denomina entonces multiplicidad de «sensaciones». Kant llega a hablar de un «hervidero de sensaciones», aludiendo así exactamente al caos, a la mezcla que, no sólo en el instante de la percepción de esta pizarra sino continuamente y en todo lugar, nos apremia -de modo aparentemente más exacto se suele decir que apremia a «nuestro cuerpo»-,nos tiene ocupados, nos afecta, nos baña y nos revuelve. En efecto, al mismo tiempo y junto con los datos de los así llamados sentidos externos, también apremian y revuelven, empujan y arrastran, cautivan y rechazan, desgarran y sostienen las «sensaciones» del sentido «interno», a las que se fija -nuevamente de modo aparentemente exacto y correcto- como estados corporales.

Si nos aventuramos, pues, sólo unos pocos pasos en la dirección señalada, detrás, por así decirlo, de algo que se nos aparece como objeto de un modo tan inofensivo, tranquilo y definitivo como esta pizarra y otras cosas conocidas, nos encontramos ya con el hervidero de sensaciones: con el caos. Es lo más próximo, tan cercano que ni siquiera está «junto a nosotros» allí enfrente, sino que lo somos nosotros mismos, en cuanto seres corporales. Quizás este cuerpo, tal como es en carne y hueso, es lo que «más certeza» tiene en nosotros (n. 659), más certeza que el «alma» y el «espíritu» [Geist]; y quizás sea de este cuerpo, y no del alma, que decimos que está «entusiasmado» [begeistert].

La vida vive viviendo corporalmente. Quizás tengamos muchos conocimientos, casi inabarcables, acerca de lo que llamamos el cuerpo viviente [Leibkörper], sin que hayamos meditado seriamente sobre lo que sea vivir corporalmente [leiben]. Es algo más y algo diferente que «llevar consigo un cuerpo», es aquello en lo que adquieren su propio carácter procesual todos aquellos sucesos y fenómenos que comprobarnos en el cuerpo de un ser viviente. Vivir corporalmente quizás sea por el momento una expresión oscura, pero nombra algo que, a propósito del conocimiento de lo viviente tiene que experimentarse y mantenerse presente en la meditación en primer lugar y constantemente.

Así como es sencillo y oscuro aquello que conocemos como gravitación y caída de los cuerpos, así también lo es, aunque de manera totalmente diferente y correspondientemente más esencial, el vivir corporalmente de los seres vivos. El vivir corporalmente propio de la vida no es algo separado por sí, algo encapsulado en el cuerpo físico [Körper] como el cual se nos puede aparecer el cuerpo viviente [Leib], sino que éste es, al mismo tiempo, un conducto y un pasaje. A través de este cuerpo fluye una corriente de vida, de la que nosotros sólo sentimos una parte mínima y fugaz, y ésta, a su vez, sólo de acuerdo con el tipo de receptividad del estado corporal correspondiente. Nuestro propio cuerpo está inmerso y suspendido en esa corriente, llevado y arrastrado por ella o bien empujado a sus márgenes. Aquel caos de la región de nuestras sensaciones que conocemos como región corporal es sólo un recorte del gran caos que es el «mundo» mismo.

Por eso podemos ya suponer que «caos» no es para Nietzsche un término que exprese un desorden cualquiera en el campo de las sensaciones sensibles, y quizás ni siquiera un desorden en ningún sentido. Caos es el nombre para la vida que vive corporalmente, para la vida en cuanto vida corporal tomada en gran escala. Con caos Nietzsche no alude a lo simplemente confuso en lo que hace a su confusión, ni a lo no ordenado como consecuencia de la negligencia de todo orden, sino a aquello que impulsa, fluye y se mueve y cuyo orden esta oculto, cuya ley no conocemos de modo inmediato.

Caos es el nombre de un peculiar proyecto previo del mundo en su totalidad y de su imperar. Nuevamente parece, y ahora con la mayor fuerza, que está aquí en obra un pensar ilimitadamente «biológico», un pensar que representa el mundo como un «cuerpo» llevado a dimensiones gigantescas, cuya vida y cuyo vivir corporal constituyen el ente en su totalidad, haciendo así que el ser aparezca como un «devenir». En su última época, Nietzsche expresa con frecuencia que hay que hacer del cuerpo el hilo conductor no sólo de la consideración del hombre sino también del mundo: el proyecto del mundo desde el lugar del animal y de la animalidad. Aquí tiene sus raíces la experiencia fundamental del mundo como «caos». Pero en la medida en que el cuerpo es para Nietzsche una formación de dominio, «caos» no puede aludir a un absoluto desorden sino al ocultamiento de la indómita riqueza del devenir y fluir del mundo en su totalidad. Con ello, la sospecha de biologismo que se insinúa por doquier parece encontrar una confirmación clara y total.

Pero hay que insistir una vez más en que al caracterizar expresa o implícitamente a esta metafísica como biologismo no se piensa nada y en que hay que abandonar todos los razonamientos darwinistas. Sobre todo, el pensamiento de Nietzsche quiere decir que el hombre y el mundo deben verse primariamente desde el cuerpo y la animalidad, de ninguna manera que el hombre descienda del animal, y más exactamente del «mono», ¡como si una doctrina de la descendencia de este tipo pudiera decir algo sobre el hombre!

La diferencia abismal entre esto y el modo de pensar de Nietzsche la muestra una nota de la época del Zaratustra (XIII, 276;1884):

«Los monos son demasiado bonachones como para que el hombre pueda descender de ellos». La animalidad del hombre tiene un fundamento metafísico más profundo que el que pueda enseñarse nunca de modo biológico-científico con la referencia a una especie animal existente que se asemeja aparentemente en ciertos aspectos de una manera exterior.

«Caos», el mundo como caos, significa: el ente en su totalidad proyectado relativamente al cuerpo y a su vivir corporal. En esta fundamentación del proyecto de mundo está incluido todo lo que resulta decisivo, y por lo tanto, para un pensar que, en cuanto transvaloración de todos los valores, aspira a una nueva posición de valores, también está incluida la posición del valor supremo. Si la verdad no puede ser el valor supremo, éste tendrá que estar por encima de ella, es decir, en el sentido del concepto tradicional de verdad: más cerca y más conforme a lo propiamente ente, es decir, a lo que deviene. El valor supremo, a diferencia del conocimiento y la verdad, es el arte. Éste no copia lo que está allí delante ni lo explica desde otra cosa que esté allí delante, sino que transfigura la vida, la eleva a posibilidades superiores, aún no vividas, que no están suspendidas «por encima» de la vida sino que, por el contrario, la despiertan nuevamente desde ella misma a su estado de vigilia, pues «sólo por el encanto permanece despierta la vida» (Stefan George, Das Neue Reich, pág. 75).

Pero qué es el arte? Nietzsche dice que es «un excederse y un derramarse de floreciente corporeidad en el mundo de las imágenes y los deseos» (La voluntad de poder, n. 802; primavera-otoño de 1887). Ahora bien, no debemos comprender este «mundo» de manera objetiva ni psicológica, sino que lo tenemos que pensar metafísicamente. El mundo del arte, el mundo tal como el arte lo descubre al erigirlo y lo construye al abrirlo, es el ámbito de lo que transfigura. Pero lo que transfigura y la transfiguración son aquello que deviene y aquel devenir que, tomando en cada caso algo ente, es decir algo que ha sido fijado, que se ha vuelto fijo, algo solidificado, lo elevan más allá y fuera de sí, hacia nuevas posibilidades; esas posibilidades no son simplemente una meta apetecible, distante y secundaria al servicio del goce de la vida y de la «vivencia», sino un fundamento previo y primordial que templa la vida.

El arte es así el experimentar creador de lo que deviene, de la vida misma, y también la filosofía -pensada de modo metafísico, no estético- no es, en cuanto pensar pensante, otra cosa que «arte».

El arte, dice Nietzsche, tiene más valor que la verdad; esto quiere decir que llega más cerca de lo real, de lo que deviene, de la «vida», que lo verdadero, lo que ha sido fijado e inmovilizado. El arte se arriesga y conquista el caos, la exuberancia oculta, rebosante, indómita, de la vida, el caos que en un principio aparece como un mero hervidero confuso y que por determinadas razones tiene que aparecer así.

Habíamos partido de que en la base del enunciado inmediato acerca de un objeto cotidiano del tipo de la pizarra, está ya la pizarra como conocimiento. Para caracterizar el conocer fue necesario preguntar antes qué hay implícito en el conocimiento de lo que sale al encuentro y está previamente dado de este modo. Al hacerlo se volvió claro en qué medida lo que sale al encuentro -la multiplicidad de las sensaciones- puede comprenderse como caos. Al mismo tiempo, fue necesario mostrar la amplitud y el carácter esencial con los que Nietzsche comprende el concepto de caos. Lo que ha de conocerse y es cognoscible es caos, pero éste nos sale al encuentro de modo corporal, es decir en estados corporales e integrado y referido a ellos; el caos no sale al encuentro sólo en los estados corporales, sino que ya al vivir nuestro cuerpo vive corporalmente como una ola en la corriente del caos.

Dentro del círculo de sus acepciones modernas, «caos» tiene un doble significado: entendido en su sentido propio y absoluto, la palabra significa para Nietzsche el «mundo» en su totalidad, la plenitud indómita y que se sobrepuja de modo inagotable de aquello que se crea y se destruye a sí mismo (n.1.067), sólo dentro de la cual lo que es ley y lo que no lo es se forma y se desintegra. Tomado superficialmente, «caos» significa eso mismo, pero en la apariencia más inmediata de confusión y de hervidero con la que sale al encuentro a los seres vivientes individuales; estos seres vivientes, pensados de modo leibniziano, son «espejos vivientes», «puntos metafísicos» en los que la totalidad del mundo se recoge y muestra en la delimitada claridad de una correspondiente perspectiva. Al tratar de aclarar cómo se llega a poner el caos como lo que es cognoscible y tiene que ser conocido, nos topamos de improviso con el que conoce, con el ser viviente que aprehende el mundo y se apodera de él. No es una casualidad, porque lo cognoscible y lo cognoscente se determinan en su respectiva esencia de modo unitario a partir del mismo fundamento esencial. El conocer no es como un puente que en algún momento y secundariamente une dos orillas de un río que subsisten por sí, sino que es él mismo un río que al fluir crea las orillas y las vuelve una hacia otra de un modo más originario que lo que pueda nunca hacerlo un puente.


La necesidad práctica como necesidad de esquema. Formación de horizonte y perspectiva


En la sentencia introductoria del fragmento n. 515 Nietzsche nombra al caos como aquello a lo que se enfrenta el conocer en cuanto esquematizar, pero no hace ninguna alusión al cuerpo y a los estados corporales como aquello que caracteriza al cognoscente y a la actitud que le es propia; sí se habla, en cambio, de «nuestra necesidad práctica», a la que la imposición reguladora debe satisfacer. Están enfrentados, pues, el «caos» por un lado y la «necesidad práctica» por otro. ¿Qué significa «necesidad práctica»?

También en este caso tenemos que meditar con mayor claridad, ya que cualquiera parece saber qué es una «necesidad práctica». De lo dicho anteriormente podemos fijar ya el punto de referencia para esta meditación: si lo que sale al encuentro del conocer tiene el carácter esencial del caos, con el doble significado a que se ha aludido, y si el caos sale al encuentro referido a un viviente, a su vivir y su ser corporal, y si, por otra parte, la «necesidad práctica» es lo que hace frente al caos que sale al encuentro, entonces la esencia de lo que Nietzsche denomina «nuestra necesidad práctica» tiene que estar en una conexión esencial, o más aún, en una unidad esencial con la vitalidad de la vida que vive corporalmente.

Todo ser viviente, y especialmente el hombre, se ve rodeado, acosado y traspasado por el caos que, indómito y avasallante, lo arrastra en su corriente. Así, podría parecer que precisamente la vitalidad de la vida, en cuanto es este puro fluir de las pulsiones y las emociones, de las tendencias y las inclinaciones, de las necesidades y las pretensiones, de las impresiones y las visiones, de los deseos y las órdenes, arrastrara y llevara en su propia corriente a lo viviente mismo, haciendo así que confluya y se diluya en ella. La vida no sería entonces más que disolución y aniquilamiento.

«Vida» es, sin embargo, el término que designa al ser, y ser quiere decir: presenciar, resistir a desaparecer y desvanecerse, consistir, consistencia. Si, por lo tanto, la vida es ese caótico vivir corporal y ese sobrepujarse en medio del acoso [umdrängtes Sichüberdrängen], si debe ser lo propiamente ente, entonces a lo viviente tiene que importarle al mismo tiempo y con igual originariedad resistir al impulso [Drang] y al sobrepujamiento [Überdrang], suponiendo claro que este impulso no impulsa a la mera aniquilación. Esto no puede suceder porque entonces el impulso se expulsaría a sí mismo y de ese modo tampoco podría jamás ser un impulso. Por ello, en la esencia del impulso que se sobrepuja se encuentra algo que le es conforme, es decir algo impulsivo, que lo impulsa a no sucumbir al embate [Andrang] sino a estar erguido en él, aunque más no sea para poder ser pasible de impulso [bedrängbar] y poder ser sobrepujándose. Sólo lo que está erguido puede caer. Pero resistir el embate empuja hacia la consistencia y hacia lo que tiene existencia consistente. Lo consistente y el impulso hacia ello no son, por lo tanto, algo ajeno al impulso vital, algo que lo contradice, sino que, por el contrario, corresponden a la esencia de la vida que vive corporalmente: para vivir, lo viviente tiene que, por mor de sí mismo, impulsar hacia algo consistente.

Nietzsche dice que «nuestra necesidad práctica» exige la esquematización del caos. ¿Cómo hay que entender esta expresión si debemos mantenernos en el plano indicado del pensar metafísico?

«Necesidad práctica» puede significar en primer lugar: necesidad de actividad práctica; pero esta actividad sólo es una necesidad de la vida si la «praxis» forma parte de la esencia de la vida, de manera tal que su ejecución satisfaga una correspondiente necesidad de la vitalidad de la vida. ¿Qué significa entonces praxis? Traducimos habitualmente esta palabra griega por hacer y actividad, y comprendemos con ello la realización de fines, la ejecución de propósitos, la consecución de éxitos y resultados. Todo esto lo medimos de acuerdo con el modo en que la realidad que está allí delante resulte inmediata, palpable y visiblemente transformada y «elaborada» por tal «praxis». Sólo que también así la «praxis» y lo práctico no son nunca más que fenómenos derivados de la praxis en sentido esencial.

Pensada de modo originario, praxis no significa primariamente actividad como realización; tal realización está fundada, más bien, en el ejercicio de la vida misma: ejercicio en el sentido de la vitalidad de la vida. «Necesidad práctica» quiere decir ahora: tener necesidad de aquello que está en la esencia de la praxis como ejercicio de la vida. Lo viviente, por y para su vitalidad, necesita ante todo aquello de lo que depende en cuanto viviente, es decir necesita «vivir», «ser», no sucumbir -de acuerdo con lo dicho antes- ante el arrastre de su propio carácter caótico, sino erguirse y mantenerse en pie en él. Este estar en pie ante el arrastre significa: enfrentarse al embate, llevarlo de cierto modo a un estar, aunque no de modo tal que la vida se detenga y acabe, sino de manera que, precisamente en cuanto algo viviente, resulte asegurada en su existencia consistente. La praxis como ejercicio de la vida es en sí aseguramiento de la existencia consistente.

Puesto que este aseguramiento sólo es posible si se hace fijo y consistente el caos, la praxis como aseguramiento de la existencia consistente requiere que lo que embiste se convierta en algo estable, en figuras, esquemas. La praxis es en sí misma -en cuanto aseguramiento de la existencia consistente- una necesidad de esquemas; «necesidad práctica» quiere decir, pensado metafísicamente, lo mismo que: ir en busca de la formación de esquemas que permitan el aseguramiento de la existencia consistente; resumiendo: necesidad de esquemas. La necesidad de esquema es ya un mirar hacia algo que fije y por lo tanto delimite. Lo que delimita se dice en griego tò õrÛzon. De la esencia de lo viviente en lo que hace a su vitalidad, del aseguramiento de la existencia consistente en el modo de la necesidad de esquemas, forma parte un horizonte. Éste no es, por lo tanto, un límite que le llega a lo viviente desde fuera, un límite con el que la actividad vital choca y ante el cual se atrofia.

La formación de horizonte forma parte de la esencia interna de lo viviente mismo. Horizonte significa aquí en primer lugar sólo lo siguiente: delimitación del ejercicio de la vida que se despliega, dentro del círculo de un volver consistente lo que embiste y acosa. La vitalidad de un viviente no termina en este círculo delimitador, sino que comienza constantemente desde él. Los esquemas asumen la formación del horizonte.

Una elucidación suficientemente precisa de esta constitución esencial de la vida se vuelve especialmente difícil en Nietzsche por el hecho de que con frecuencia sólo habla en general de lo viviente, sin tener en cuenta de modo expreso la frontera entre el hombre y el animal. A Nietzsche le es tanto más posible proceder sin reparos de esta manera en la medida en que el hombre -de acuerdo con el modo de pensar metafísico- ha sido establecido en su esencia como animal. Para Nietzsche el hombre es el animal que aún no ha sido fijado. Se trata de decidir en primer lugar en qué consiste la animalidad y en qué sentido hay que comprender la fijación esencial que se ha hecho hasta ahora del animal «hombre», su distinción por medio de la racionalidad.

El significado de la palabra y el concepto «vida» varía en Nietzsche. Por momentos alude con ella al ente en su totalidad, por momentos se refiere simplemente a lo viviente (vegetal, animal, hombre), por momentos sólo a la vida humana. Esta multiplicidad de sentidos tiene razones esenciales; por eso confunde en la medida en que no sigamos el curso de pensamientos nietzscheano. De acuerdo con la pregunta que nos guía, con la pregunta por la determinación nietzscheana de la verdad y el conocimiento, limitaremos por el momento siempre al hombre la discusión acerca de la vida y lo viviente.

La referencia a la necesidad de esquemas y a la formación de horizonte puede completarse aún con otra cosa que anticipa ya consideraciones posteriores. El horizonte, el círculo de lo consistente que rodea al hombre, no es un muro que lo encierra, sino que es traslúcido [durchscheinend], remite en cuanto tal a lo que no ha sido fijado, a lo que deviene y puede devenir, a lo posible. El horizonte que pertenece a la esencia de lo viviente no sólo es permeable [durchlässig] sino que de algún modo es constantemente recorrido [durchmessen] y, en un sentido amplio de ver y mirar, «atravesado por la mirada» [durchblickt]. La praxis como ejercicio de la vida se mantiene en tales miradas que atraviesan [Durchblicke]: en «perspectivas». El horizonte está siempre dentro de una perspectiva, de un mirar a través en dirección de algo posible que se eleva y sólo puede elevarse desde lo que deviene, es decir desde el caos. La perspectiva es una trayectoria de la mirada previamente abierta sobre la que se forma en cada caso un horizonte. De la esencia de la vida forma parte, a una con la formación de horizonte, el carácter de mirar que atraviesa anticipadamente [Durch- und Vorblickscharakter].

Con frecuencia Nietzsche equipara horizonte y perspectiva y por ello no llega nunca a exponer de manera clara su diferencia y su conexión. Esta falta de claridad se funda no sólo en el modo de pensar de Nietzsche sino también en la cosa misma. En efecto, horizonte y perspectiva están necesariamente coordinados y entrelazados, de modo tal que con frecuencia pueden ocupar uno el lugar del otro. Pero sobre todo, ambos se fundan en una figura esencial más originaria del ser humano (en el ser-ahí), que Nietzsche, lo mismo que toda metafísica anterior a él, ni ve ni puede ver.

De modo concentrado, y limitándonos a Nietzsche, podemos decir: la perspectiva, el mirar a través en dirección de algo posible, se dirige al caos en el sentido del mundo que impulsa y deviene, pero esto lo hace en cada ocasión dentro de un horizonte. A su vez, el horizonte -imperando en la esquematización- es siempre sólo horizonte de una perspectiva. El horizonte, lo que delimita, da consistencia, no sólo fija el caos en determinados respectos, asegurando así lo posible. El horizonte es también quien hace que, a través de su transparente consistencia, el caos aparezca como caos. Lo consistente sólo es perceptible en cuanto tal en la perspectiva que se dirige a algo que deviene, y lo que deviene sólo se descubre en cuanto tal sobre el fondo transparente de algo consistente.

Ambos, lo deviniente y lo consistente, siempre que haya que pensarlos de manera igualmente esencial en su copertenencia, remiten a un inicio más originario de su unidad esencial. Puesto que la formación de horizonte y la formación de un esquema tienen su fundamento esencial en la esencia del ejercicio de la vida, en la praxis como aseguramiento de la existencia consistente, praxis y caos se copertenecen de modo esencial.

La conexión entre ambos no debe representarse sin embargo de ninguna manera del modo siguiente: aquí, un ser viviente que está allí delante, en cuyo interior, como si fuera una caja, emergen «necesidades prácticas», y allí, «fuera» de ese ser viviente, el caos. Antes bien, sólo en cuanto praxis, es decir, en cuanto aseguramiento perspectivista-horizontal de la existencia consistente, lo viviente es trasladado originalmente a un caos en cuanto caos. El caos, a su vez, en cuanto sobrepujamiento que arrastra consigo a lo viviente, hace que el aseguramiento perspectivista de la existencia consistente sea necesario para la existencia consistente del ser viviente. La necesidad de esquematizar es en sí misma: mirada dirigida a lo consistente y a su fijabilidad, es decir, perceptibilidad [Vernelambarkeit]. Esta «necesidad práctica» es la razón [Vernunft].

Así pues, la razón, como lo fue viendo Kant de manera cada vez más clara en el curso de su pensamiento, es en su esencia «razón práctica», lo que quiere decir: percepción proyectante de lo que en sí mismo tiende a posibilitar la vida. Proyectar la ley moral en la razón práctica quiere decir: posibilitar el ser hombre como persona, la cual está determinada por el respeto ante la ley. La razón despliega sus conceptos y categorías de acuerdo con la correspondiente dirección del aseguramiento de la existencia consistente. O sea: no es la razón misma, no es su esencia la que se desarrolla a partir de la necesidad de dominar el caos, sino que ella ya es en sí misma percepción del caos en la medida en que lo que embiste como algo confuso sólo se vuelve perceptible en el campo visual del orden y la consistencia y, en consecuencia, al ser lo que acosa de tal o cual manera, sugiere y exige esta o aquella fijación, esta o aquella formación de esquema.

Si desde antiguo se considera al conocer como un re-presentar [Vor-stellen], el concepto nietzscheano del conocimiento conserva esta esencia del conocimiento, pero el peso del poner delante [Vor-stellen] se traslada al poner delante [Vor‑stellen], al llevar ante sí como un poner en el sentido de establecer [Fest-stellen], es decir de fijar [Festmachen], de pre-sentar [Dar-stellen] en el dispositivo [Gestell] de una forma. Por ello el conocer no es «conocer», es decir, no es reproducir. El conocer es lo que es en cuanto remitir [Zustellen] en lo consistente, en cuanto subsumir y esquematizar. El límite de la formación de horizonte delimitante está trazado en la praxis misma por el aseguramiento de la existencia consistente que, en cuanto ejercicio de la vida, prefigura la dirección y el alcance de la respectiva formación de esquema de acuerdo con el estadio y el nivel esencial del viviente.

El «estado esencial» es el modo en el que el viviente ha proyectado de antemano su perspectiva. De acuerdo con ella se abre el círculo de posibilidades determinantes y con éste el ámbito de las decisiones por medio de las cuales surge el conocimiento de lo que importa. El conocimiento esencial no es, por lo tanto, un fin que flota por encima de la vida y al cual se puede ocasionalmente echar un vistazo o dejar de hacerlo, sino que es un conocimiento que sustenta ya la vida en el único modo que le es adecuado, la sustenta y la mantiene más allá de sí en una posibilidad asumida, sólo a partir de la cual se regula la correspondiente formación de horizonte y se vuelve ella misma regla y esquema.


Entenderse y calcular


¿Pero en qué dirección va el aseguramiento de la existencia consistente del ser viviente «hombre»? En una doble dirección que se encuentra ya inscrita en la esencia del hombre, en la medida en que, en cuanto hombre, se comporta respecto de sus semejantes y respecto de las cosas. Incluso el hombre individual, en cuanto individuo, es ya siempre y exclusivamente esto: aquel que, rodeado de cosas, se comporta respecto de sus semejantes.

No obstante, rara vez se logra formular antes que nada esta esencia plena del hombre. Existe siempre la tendencia a partir del hombre «individual para atribuirle sólo después las relaciones con los otros y con las cosas. Tampoco se consigue nada afirmando que el hombre es un ser social y un animal gregario, puesto que incluso entonces la comunidad puede seguirse entendiendo como una mera reunión de individuos. Así como hay que decir, en general, que incluso esa formulación más plena «del» hombre como aquel que se comporta respecto del otro y de la cosa y de ese modo respecto de sí mismo seguirá manteniéndose en un nivel superficial si, previamente a todo ello, no se ha señalado aquello que remite al fundamento sobre el que descansa la relación con el otro, con la cosa y consigo mismo. (Este fundamento es, según Ser y Tiempo, la comprensión de ser. Ésta no es la instancia última sino sólo el elemento primero del que parte la indagación del fundamento para el pensar del ser como fundamento abismal [Ab-Grund].)


Nietzsche ve, como todo pensador antes de él, la relación del hombre con su semejante y con la cosa; no obstante, como todo pensador antes de él, parte del hombre individualizado y lleva a cabo desde él el tránsito a las relaciones mencionadas. El hombre está en relación con el hombre y el hombre está en relación con la cosa. La primera es la relación de entendimiento recíproco. El entendimiento mutuo no se refiere sin embargo sólo a los hombres entre sí sino, al mismo tiempo y siempre, también a las cosas respecto de las cuales se comportan.

Entenderse acerca de algo quiere decir: opinar lo mismo acerca de ello, ante una divergencia de las opiniones fijar los criterios respecto de los cuales se dan tanto la coincidencia como la discrepancia. En todo caso, entenderse es coincidir acerca de que algo es lo mismo. Entenderse, en este sentido esencial, es incluso la condición previa para que las opiniones diverjan, para la discordia; pues sólo si los que disputan opinan en general lo mismo, pueden dividirse respecto de esta cosa particular. La concordia y la discordia entre los hombres se fundan, por lo tanto, en la fijación de algo idéntico y consistente. Si estuviéramos entregados a una marea de representaciones y sensaciones cambiantes y fuéramos arrastrados por ella, no seriamos nunca nosotros mismos, ni tampoco los demás hombres podrían jamás aparecerse a sí mismos y a nosotros como los mismos y como sí mismos. De la misma manera, también aquello acerca de lo cual los mismos hombres deberían entenderse entre sí sería algo carente de existencia consistente. En la medida en que el mal entendimiento y la falta de entendimiento son sólo modos derivados del entenderse, el salir al encuentro de esos mismos hombres en su identidad [Selbigkeit] y su ser sí mismos [Selbstheit] tiene que fundarse siempre primariamente en tal entenderse, comprendido esencialmente.


Entenderse en sentido esencial y entenderse como mero acuerdo son dos cosas fundamentalmente diferentes. Aquél es el fundamento de un ser-hombre histórico, éste sólo una consecuencia y un medio; aquél es la suprema necesidad y decisión, éste sólo un recurso y algo ocasional. La opinión corriente cree, sin embargo, que entenderse es ya una concesión y una debilidad, la renuncia a confrontarse. Ignora totalmente que el entenderse en sentido esencial es la lucha suprema y más difícil, más difícil que la guerra e infinitamente alejada de todo pacifismo. Entenderse es la lucha suprema por los fines esenciales que erige sobre sí una humanidad histórica. Por ello, en la situación histórica actual, entenderse sólo puede querer decir tener el valor de plantearse esta única pregunta: si occidente se considera aún capaz de crear una meta por encima de él y de su historia o si, por el contrario, prefiere hundirse en la salvaguarda e intensificación de los intereses comerciales y vitales y contentarse con la apelación a lo habido hasta el momento como si fuera lo absoluto.


Así como el entenderse fija en general a los hombres en su identidad y sostiene ante todo la existencia de estirpes, grupos, alianzas y sociedades, y con ello asegura la existencia consistente de los hombres entre sí en el ámbito superficial de su vivir al día, así aquello a lo que Nietzsche de modo más incidental denomina «cálculo» asume la fijación de lo que embiste y lo que cambia en cosas con las que se puede contar, a las cuales, por ser las mismas, el hombre siempre puede volver y a las que puede tomar como las mismas para tal o cual uso, para tal o cual servicio.


En el fondo, el entenderse en su acepción corriente no deja de ser un poder contar con [rechnen auf] los hombres, de la misma manera en que el trato con las cosas es un poder tener en cuenta [rechnen mit] los objetos. El aseguramiento de la existencia consistente tiene siempre un carácter que nos es lícito designar como un poner-en-cuenta [in Rechnung-stellen]. En él se halla un pensar que anticipa un horizonte, horizonte que contiene indicaciones y reglas de acuerdo con las cuales lo que embiste es interceptado, apresado y puesto en seguridad. Los esquemas -en cuanto asignaciones del comportamiento del hombre respecto del hombre y de las cosas que están puestas en cuenta de antemano y regulan previamente el cálculo- no se imprimen al caos como un sello, sino que son primero ideados y luego enviados anticipadamente a lo que sale al encuentro, de manera tal que éste aparece en cada caso ya en el horizonte del esquema y sólo en él. El esquematizar no significa de ninguna manera un sistemático alojar lo que carece de orden en compartimentos ya preparados, sino que es un inventar que pone en cuenta, un inventar formas en las que tienen que ingresar el impulso y el embate para, de ese modo, rodear a lo viviente de algo consistente y remitirle la posibilidad de su propia consistencia y seguridad.


Leamos ahora con ojos más lúcidos la proposición con la que comienza el segundo párrafo, que comenta la sentencia principal:

«En la formación de la razón, de la lógica, de las categorías, la necesidad ha sido determinante: la necesidad, no de “conocer”, sino de subsumir, de esquematizar, con el fin de entenderse, de calcular...»

Esta proposición no contiene una explicación darwinista del surgimiento de la facultad de la razón, sino que describe aquello en lo que Nietzsche ve la esencia de la razón y del conocer, y esto es: la praxis como ejercicio de la vida, ejercicio que permite que el viviente persevere en una consistencia al llevar a que presencie algo que ha sido fijado. Pero lo fijo quiere decir -según el sentido de la tradición- el ente. Representar el ente, pensar racionalmente, es la praxis de la vida, el originario aseguramiento de la existencia consistente de sí mismo. Hacer que lo objetivo se detenga en un estar y aferrarlo en la re-presentación, o sea, la «formación de conceptos», no es una ocupación especial y secundaria de un entendimiento teórico, no es algo ajeno a la vida, sino ley fundamental del ejercicio humano de la vida en cuanto tal.


Desde aquí puede evaluarse el sentido que puede tener una muy difundida interpretación de Nietzsche según la cual éste concebiría al «espíritu como antagonista del alma», es decir, de la vida, y por lo tanto renegaría de él y negaría el concepto. Si está permitido usar estas fórmulas, más bien habría que decir: el espíritu no es el «antagonista» sino más bien quien marca el paso del alma; pero esto de modo tal que lo fijado y consistente constriñe al ser viviente no a presentir confusamente y a anunciar a medio pensar sus propias posibilidades abiertas, sino a prefigurarlas desde una suprema meditación y fundamentación. En ese sentido, el espíritu es un antagonista del alma, y un antagonista muy duro, pero no en contra de la vida sino a favor de ella. Ciertamente, también es un antagonista en contra de la vida si se la reivindica como esencia, en cuanto mera ebullición y vacío espumajear de vivencias. Nietzsche no puede ser proclamado adversario de la ciencia, y menos aún enemigo del saber, siempre que se lo piense en sus pensamientos más auténticos y propios. Quien haya pasado por ese saber, manteniéndose en el cual Nietzsche tuvo necesariamente que sucumbir, no podrá sino encontrar carente de pensamiento la caracterización de su pensar como «filosofía de la vida».

Ningún pensador moderno ha luchado de manera más dura que Nietzsche en favor del saber y en contra de un no saber vago y difuso, en una época en que el extrañamiento respecto del saber era promovido por la ciencia misma, especialmente en base a esa actitud que se denomina positivismo. Actualmente, el positivismo no está de ninguna manera superado sino sólo encubierto, y es por ello más efectivo.


La esencia inventiva de la razón


Desde la publicación de la segunda de sus Consideraciones Intempestivas, «Sobre la utilidad y la desventaja de la ciencia histórica para la vida» (1873), el pensamiento de Nietzsche se encuentra sumido en la falsa apariencia de que lucha en contra de la «ciencia» a favor de la llamada vida, mientras que, en verdad, lucha en favor del saber en honor de la «vida» originariamente comprendida y de su meditación. Con esto queda señalado que sólo comprenderemos la necesidad del conocimiento para la vida, la verdad como un valor necesario, si nos mantenemos en esa vía única que conduce al mismo tiempo a una captación más originaria del conocer en su unidad esencial con la vida. Sólo de este modo conservaremos la medida para evaluar el peso de determinadas expresiones de Nietzsche, incluso en contra de su apariencia más inmediata. En la continuación de la nota n. 515, Nietzsche inserta una observación entre paréntesis:

«(¡El componer, el inventar algo similar, igual, el mismo proceso que recorre toda impresión sensorial, es el desarrollo de la razón!)»

El hecho de que esta frase esté puesta entre paréntesis podría conducir al equívoco de pasarla por alto como si se tratara de una observación ocasional y en el fondo prescindible. En verdad, sin embargo, Nietzsche señala aquí el paso que conduce a una concepción más esencial de la razón y del conocer. Al hablar ahora de «desarrollo de la razón» se refiere a lo mismo a lo que aludía la expresión «formación de la razón» en la oración anterior. «Desarrollos no está entendido biológicamente en el sentido de génesis, sino metafísicamente como despliegue de su esencia. La razón consiste en componer, en inventar lo igual.


Supongamos que allí afuera, en la pendiente de la pradera, nos encontramos con frecuencia con un cierto árbol, con un determinado abedul; la variedad de colores, de tonos, de iluminación, de atmósfera, tiene un carácter diferente según la hora del día y la estación del año, y también según la posición siempre cambiante desde la que lo percibamos, según el alcance de nuestra visión y nuestro temple de ánimo, y sin embargo será siempre ese «mismo» abedul. Es el «mismo» no con posterioridad, en la medida en que en base a comparaciones hechas ulteriormente comprobamos que se trataba sin embargo del «mismo» árbol, sino que, a la inversa, nuestro ir hacia el árbol tenía ya puesta la mira en lo que en cada caso era lo «mismo». No como si de este modo se nos escapara el cambio de las diferentes visiones, sino que, por el contrario, sólo podemos experimentar su encanto si de antemano ponemos, por encima de la diferencia de lo que se da en cada caso, algo que no está dado en lo que se da en cada caso, algo «igual», es decir idéntico.

Este poner del árbol como el mismo es en cierto modo un poner algo que no hay, que no hay en el sentido de algo que se encuentre allí delante. Esta posición de algo «igual» es, por lo tanto, un inventar e imaginar. Para determinar y pensar el árbol en el aparecer en que se da en cada caso, es preciso que se invente previamente su mismidad. Este libre poner anticipadamente algo igual, es decir una mismidad, ese carácter inventivo es la esencia de la razón y del pensar. Por eso, antes de pensar en sentido corriente, siempre tiene que haberse inventado previamente.


En la medida en que conocemos lo que sale al encuentro como cosa, como teniendo tal o cual cualidad, como referido a otros de tal o cual manera, causado de tal o cual modo, de tal o cual tamaño, ya hemos de antemano trasladado inventivamente a lo que sale al encuentro la cosidad, la cualidad, la relación, el efecto, la causa, la magnitud. Lo inventado en este inventar son las categorías. Aquello que propiamente se nos aparece y se nos muestra en su aspecto: esta cosa en su cosidad así conformada -en griego, la «idea»- es de origen inventado; y por lo tanto de un origen superior, que está por encima de lo que nuestro quehacer inmediato recoge y cree sólo recoger como algo tangible y que está allí delante. Esta esencia inventiva de la razón no fue descubierta por primera vez por Nietzsche, sino que sólo la acentuó en ciertos aspectos de manera especialmente brusca y no siempre suficiente. El carácter inventivo de la razón fue explícitamente visto y pensado por primera vez por Kant en su doctrina de la imaginación trascendental. La concepción de la esencia de la razón absoluta en la metafísica del idealismo alemán (en Fichte, Schelling, Hegel) se funda totalmente en la visión kantiana de la esencia de la razón como una «facultad» «formativa», inventiva.


Pero este pensamiento de Kant sólo expresa lo que tenía que decirse sobre la esencia de la razón en el terreno de la metafísica de la época moderna. La razón, experimentada en el modo de la modernidad, se vuelve equivalente a la subjetividad del sujeto humano y significa: el representar, con certeza de sí mismo, del ente en su entidad, es decir, aquí, en su objetividad [Objektivität, Gegenständlichkeit]. El representar tiene que tener certeza de sí porque se convierte ahora en el representar de los objetos que se basa puramente en sí mismo, es decir, que tiene el carácter de sujeto. En la certeza de sí la razón se asegura de que con su determinación de la objetividad asegura lo que sale al encuentro y de ese modo se pone ella misma en el círculo de la seguridad calculable en todas las direcciones. La razón se convierte así, de manera más explícita que nunca, en esa facultad que se imagina y conforma a si todo lo que el ente es. Se convierte en la imaginación pura y simple, así entendida. Cuando subrayamos que Kant «sólo» vislumbra y expresa de modo más claro esta esencia de la razón por vez primera en su conjunto y a partir de una mensuración real del ámbito de su facultad, con este «sólo» no se pretende de ninguna manera empequeñecer la doctrina kantiana de la imaginación trascendental. Sólo queremos y podemos aspirar en todo momento a salvar el carácter incomparable de este paso del pensar kantiano.


Al hablar de la esencia inventiva [dichtend] de la razón no se alude, por cierto, a una esencia poética [dichterisch]. Así como no todo pensar es pensante, tampoco todo inventar e imaginar es ya poético. No obstante, la esencia inventiva de la razón remite a todo conocer humano, es decir racional, a un origen más elevado; «más elevado» quiere decir: que se halla esencialmente más allá del recoger y copiar corriente y cotidiano. Lo que se percibe en la razón, el ente en cuanto ente, no se deja tomar en posesión directamente por medio de un simple encontrar. Pensado platónicamente, el ente es lo que presencia, la «idea». Cuando, por ejemplo, Platón narra en su diálogo Fedro el mito del descenso de las «ideas» desde un lugar ultraceleste, êperour‹niow tñpow, al alma del hombre que se encuentra aquí abajo, este mito, pensado metafísicamente, no es otra cosa que la interpretación griega de la esencia inventiva de la razón, es decir, de su origen más elevado.


Nietzsche piensa la doctrina platónica de las ideas de un modo excesivamente extrínseco y superficial, siguiendo a Schopenhauer y en conformidad con la tradición, cuando cree que tiene que distinguir su doctrina del «desarrollo de la razón» de la doctrina platónica de una «idea preexistente». La interpretación nietzscheana de la razón también es platonismo, sólo que trasladado al pensamiento moderno. Esto quiere decir: también Nietzsche tiene que mantener el carácter inventivo de la razón, el carácter «preexistente», es decir, preconfigurado y de antemano consistente de las determinaciones de ser, de los esquemas. Sólo que la determinación de la proveniencia de este carácter inventivo, prefigurador, es diferente en Platón y en Nietzsche. Para Nietzsche, este carácter de la razón está dado con el ejercicio de la vida, con la praxis (en este pasaje lo llama, de modo que puede conducir fácilmente a equívocos, «la utilidad»); pero a la vida la considera como algo que el hombre, basado sólo sobre sí mismo, tiene en su poder. También para Platón la esencia de la razón y de la idea surge de la «vida», de la zv®, en cuanto imperar del ente en su totalidad; pero la vida humana sólo es una caída de la vida auténtica, eterna, una desfiguración de la misma. Si pensamos, sin embargo, en que para Nietzsche la vida humana es sólo un punto metafísico de la vida en el sentido de «mundo», su doctrina de los esquemas se acerca tanto a la doctrina platónica de las ideas que no es más que una determinada inversión de esta última, es decir, que es en esencia idéntica a ella.

Nietzsche escribe:

«Aquí no ha trabajado una “idea” preexistente: sino la utilidad de que sólo si vemos las cosas de modo tosco y ya igualadas se vuelven calculables y manejables para nosotros...»

De este modo, somete la calculabilidad de las cosas que se practica cotidianamente a un «si», es decir a la condición más elevada de la invención e inventabilidad de las cosas. En la observación puesta entre paréntesis denomina a esta invención un «proceso que recorre toda impresión sensorial». ¿Hasta qué punto es esto acertado? El ejemplo de la percepción del árbol mostró cómo la multiplicidad de impresiones cromáticas está referida a algo igual e idéntico. Pero ahora Nietzsche quiere decir que incluso cada impresión cromática singular, por ejemplo una sensación de rojo, ya ha pasado por una invención; en ello y para ello se supone que las sensaciones de rojo singulares son en cada caso necesariamente diferentes por la intensidad de la impresión, por su luminosidad según la cercanía a otras similares, por la variación de lo que nosotros hace un instante, al emplear la palabra rojo, ya hemos transformado inventivamente en algo igual, prescindiendo de diferencias y tonos más finos. Por el contrario, en determinados tipos de pintura el artista busca dentro de un color la mayor riqueza de diferencias, para que de él surja, no obstante, en la impresión global de la imagen del objeto, un rojo aparentemente simple, unívoco. Pero toda impresión sensorial recorre este proceso de invención hacia algo igual -rojo, verde, ácido, amargo, duro, rugoso- porque, en cuanto impresión, no se inserta sino en la región ya previamente imperante de la razón en esencia inventiva, de la razón que se dirige a lo igual e idéntico. Lo sensible nos acosa y asedia en cuanto seres vivientes racionales, en cuanto seres que -sin un propósito ejercido en cada caso de modo explícito- ya siempre nos hemos propuesto igualar, porque sólo lo igual ofrece la garantía de lo idéntico, y porque sólo lo idéntico asegura algo consistente, siendo el volver consistente el ejercicio del aseguramiento de la existencia consistente. De acuerdo con ello, las propias sensaciones, que constituyen el «hervidero» que embiste de modo inmediato, son ya una multiplicidad inventada. Las categorías de la razón son horizontes de la invención, invención que es la que concede a lo que sale al encuentro ese sitio libre desde el cual y basado sobre el cual puede aparecer como algo consistente, como ob-stante, como objeto [Gegenstand].

«La finalidad en la razón es un efecto, no una causa.»

Esta frase, en un principio oscura, aparece de pronto allí, sin justificación aparente; y esto incluso si se sabe que la «finalidad» es una de las categorías de la razón y que, por lo tanto, en cuanto es un esquema entre otros, forma parte de lo que debe elucidarse bajo el título de esquematización, invención. Efectivamente, cabe preguntarse por qué Nietzsche cita ahora de modo explícito precisamente esta categoría. Si hemos seguido la interpretación dada hasta ahora de la esencia del conocimiento, tendremos ya las respuestas a las preguntas que tienen que plantearse aquí:


1) ¿De qué modo llega Nietzsche a insistir expresamente en que la finalidad no es una «causa» sino un «efecto»?


2) ¿Por qué menciona especialmente a la finalidad con tal insistencia?


Ad 1) ¿Ha afirmado alguien que la «finalidad» sea una causa?


Ciertamente. Ésta es, desde Platón y Aristóteles, una doctrina fundamental de la metafísica. El fin es causa, en griego: lo oð ¥neka es aàtion, aÞtÛa; finis est causa: causa finalis. Pensado de modo griego, aàtion alude a aquello de lo que depende que... El significado corriente de nuestra palabra «causa» quiere decir, en cambio, de modo inmediato y unilateral: lo que provoca un efecto, la causa efficiens. El por lo cual es aquello a lo que se debe que otra cosa se haga o suceda, es aquello que algo tiene como fin, por ejemplo, una cabaña dar abrigo. El fin es lo que se representa de antemano, es decir el abrigo y el estar protegido contra las inclemencias del tiempo. Esto que se representa anticipadamente contiene, por ejemplo, la prescripción de que la cabaña esté cubierta y tenga un techo. El fin, aquello en lo que de antemano se pone la mira -proporcionar refugio-, causa la construcción y la instalación de un techo. El fin es la causa. La finalidad tiene carácter causal.


Nietzsche, por el contrario, dice: la finalidad es un efecto, «no una causa». Aquí nos encontramos de nuevo con la abreviatura que gusta hacer Nietzsche con frecuencia de una reflexión en sí misma rica y esencial. Nietzsche no piensa en negar lo que acaba de explicarse, o sea que el fin, lo representado de antemano tiene, en cuanto re-presentado, un carácter prescriptivo y por consiguiente causal. No obstante, lo que quiere subrayar antes de eso es lo siguiente: el porqué y el porqué representado de antemano, ha surgido en cuanto tal, es decir en cuanto fijado de antemano, del carácter inventivo de la razón, de su poner la mira en lo consistente, o sea que es producido por la razón y es por eso un efecto. La finalidad, en cuanto categoría, es algo inventado y por lo tanto efectuado (un efecto). Sólo que esto que ha sido inventado, esta categoría de «fin», tiene un carácter de horizonte por el que da prescripciones para la producción de otra cosa. Precisamente porque, al ser un tipo de causa, es una categoría, la finalidad es un efecto en el sentido de un esquema inventado.


Ad 2) ¿Por qué menciona a la finalidad con especial insistencia? No con el propósito de decir lo contrario de la opinión corriente en esa forma abreviada y equívoca a la que hemos aludido para construir así una «paradoja», sino porque la «finalidad», es decir el poner la mira en algo, el mirar que se abre a aquello que importa, caracteriza de modo fundamental la esencia de la razón. Pues todo poner la mira en la consistencia es en el fondo un constante proponerse aquello a lo que se apunta, lo que señala el blanco y que en alemán se denomina «die Zwecke», o sea el fin [der Zweck]. Si la razón, en cuanto percibir representante de lo real, quisiera evadirse hacia lo que carece de fin y divagar hacia lo que no tiene ni meta ni existencia consistente, o sea, si quisiera abandonar la invención de lo igual y regular, se vería superada por el embate del caos, y la vida, en lo que hace al ejercicio de su esencia, al aseguramiento de su existencia consistente, comenzaría a tambalearse y declinar, abandonaría su esencia y por lo tanto se malograría:

«en todo otro tipo de razón, de los que hay despuntes continuamente, la vida se malogra, se vuelve inabarcable, demasiado desigual».

El hecho de que destaque especialmente la categoría de finalidad indica que Nietzsche no la comprende simplemente como una categoría entre otras sino como la categoría fundamental de la razón. Esta distinción de la finalidad, del oð §neka (finis), se mueve también en la dirección fundamental del pensar de la metafísica occidental. El que Nietzsche tenga que otorgar a la finalidad este papel privilegiado resulta del modo en que plantea el origen esencial de la razón, al identificar su esencia con el ejercicio de la vida en cuanto aseguramiento de la existencia consistente.


La interpretación «biológica» del conocer por parte de Nietzsche


Gracias a la comentada determinación de la esencia de la razón, todo está preparado para Nietzsche para decir, en el párrafo siguiente, lo esencial sobre las categorías en general y sobre su verdad:

«Las categorías sólo son “verdades” en el sentido de que son para nosotros condiciones de vida: así el espacio euclideano es una “verdad” condicionante de este tipo.»

Las categorías no son, pues, verdaderas en el sentido de que copien algo en sí que esté allí delante -cosidad, cualidad, unidad, multiplicidad-, sino que la esencia de su «verdad» se mide de acuerdo con la esencia de aquello para lo cual la «verdad» constituye su carácter distintivo, de acuerdo con la esencia del conocer. El conocer es la formación de esquemas y la esquematización del caos que surgen del aseguramiento perspectivista de la existencia consistente y que a él le pertenecen. El aseguramiento de la existencia consistente, en el sentido del volver consistente lo inarticulado, lo que fluye, es una condición de la vida.


Dicho rápidamente: las categorías, el pensar en categorías y la articulación y regulación de este pensar, o sea la lógica, todo esto es algo que la vida se procura para conservarse. ¿Y se pretende que esta doctrina de la proveniencia del pensar y de las categorías no sea un biologismo?

No pretendemos cerrar los ojos al hecho de que Nietzsche piensa aquí palpablemente de modo biológico y así también habla sin ningún reparo. Y esto precisamente hacia el final del fragmento en el que trata de elevar todo a lo esencial, a aquello que proporciona el fundamento para la esencia de la vida y su despliegue.

«(Propiamente hablando: puesto que nadie sostendrá la necesidad de que haya precisamente seres humanos, la razón, lo mismo que el espacio euclideano, es una mera idiosincrasia de una determinada especie animal, y una al lado de muchas otras...)»

Nietzsche constata: se da de hecho esa determinada especie animal que es el hombre. Ni se ve ni puede demostrarse con fundamento que haya una necesidad incondicionada de que exista este tipo de seres vivientes. Esta especie animal, cuya existencia es en el fondo casual, está dispuesta en cuanto a su constitución vital de tal modo que, al chocar con el caos, reacciona especialmente a este determinado modo de asegurar la existencia consistente: constituir categorías y un espacio tridimensional como formas de volver consistente el caos. «En sí» no hay espacio tridimensional, no hay igualdad entre cosas, no hay en general cosas como algo fijo, consistente, con sus correspondientes propiedades fijas.

Con el último párrafo de la nota n. 515 Nietzsche osa dar el paso que lo lleva a la esencia más íntima de la razón y del pensar, para expresar de modo inequívoco su carácter biológico.

«La constricción subjetiva de no poder aquí contradecir es una constricción biológica.»

Esta frase tiene nuevamente una formulación tan concisa que tendría que permanecer casi incomprensible si no viniéramos ya de un ámbito previamente aclarado. «La constricción subjetiva de no poder aquí contradecir»: adónde «aquí»? ¿Y «no contradecir» qué? ¿Y por qué «contradecir» ? Nietzsche no dice nada sobre esto porque quiere decir algo diferente de lo que parece.


Entre el penúltimo y el último párrafo falta la transición; más exactamente: no se la formula expresamente porque resulta clara a partir de lo anterior. Nietzsche piensa implícitamente así: todo pensar en categorías, todo pensar previo en esquemas, es decir de acuerdo a reglas, es perspectivista, condicionado por la esencia de la vida, por lo tanto también lo será el pensar de acuerdo con la regla fundamental del pensamiento, con el principio de no contradicción. Lo que este axioma tiene de prescripción vinculante, es decir de necesidad para el pensamiento, tiene el mismo carácter que todo lo que es regla o esquema.


Siguiendo el hilo conductor que recorre esta nota, es decir la meditación sobre la esencia de los esquemas, sobre la regulación anticipadora del pensamiento en general y su origen, Nietzsche no llega ni abruptamente ni sin mediación a la regla fundamental bajo la que se encuentra todo conocer. Comienza con la referencia a situaciones en las que es especialmente claro el papel del principio de no contradicción como regla del pensar.

Nietzsche quiere decir: hay casos en los que no podemos contradecir; esto significa: casos en los que no podemos entregarnos a una contradicción, sino que tenemos que evitarla. En tales casos no podemos afirmar y negar lo mismo. Tenemos la constricción de hacer lo uno o lo otro. Podemos, por supuesto, afirmar y negar una y la misma cosa, pero no al mismo tiempo y en el mismo respecto. En este no poder reina una constricción. ¿De qué tipo es esta constricción?


La constricción de hacer lo uno o lo otro es -dice Nietzsche- «subjetiva», una constricción que está en la constitución del sujeto humano; y esta constricción subjetiva de evitar la contradicción para simplemente poder pensar sobre un objeto, es «biológica». El principio de no contradicción, la regla que dicta evitar la contradicción, es la ley fundamental de la razón, ley fundamental en la que, por lo tanto, se expresa la esencia de la razón. El principio de no contradicción no dice, sin embargo, que «en verdad», es decir en realidad, algo contradictorio no pueda ser nunca al mismo tiempo real, sino que sólo dice que el hombre está constreñido a pensar así por razones «biológicas»; dicho de modo simplificado, el hombre tiene que evitar la contradicción para escapar a la confusión y al caos, o bien para dominarlos imponiéndoles la forma de lo que carece de contradicción, es decir, de lo unitario y en cada caso idéntico. Así como determinados animales marinos, como por ejemplo las medusas, desarrollan y extienden sus instrumentos prensiles, así también el animal «hombre» emplea la razón y su instrumento prensil, el principio de no contradicción, para orientarse en su ambiente y asegurar así su propia existencia consistente.


La razón y la lógica, el conocimiento y la verdad, son fenómenos biológicamente condicionados del animal que llamamos hombre. Con esta constatación biológica se habría concluido ya la meditación sobre la esencia de la verdad y mostrado el carácter biológico de tal meditación; se habría obtenido como resultado que la meditación no consiste más que en la remisión explicativa de todos los fenómenos a la vida, modo de explicación que resultará plenamente convincente para todo el que esté habituado al pensamiento biológico, es decir científico, para todo el que tome los hechos por lo que son, o sea por hechos, y deje también que las consideraciones metafísicas sean lo que son, fantasmagorías que carecen de claridad sobre su propia y verdadera proveniencia.

Se trataba de poner de relieve el modo de pensar biológico de Nietzsche en todos los aspectos. Pero al mismo tiempo, y sobre todo, se trataba también de llegar a ver que Nietzsche, en un sentido totalmente concordante con la tradición de la metafísica occidental, busca captar la esencia de la razón desde la perspectiva del principio supremo del pensar, el principio de no contradicción.

Para penetrar, por lo tanto, en el núcleo esencial de la esencia de la razón, y con ella de la praxis de la «vida», tenemos ante todo que seguir pensando en esta dirección. La explicación aparentemente sólo biológica que da Nietzsche de las categorías y de la verdad se traslada así por sí misma y de modo más claro a la región del pensar metafísico y de la pregunta conductora que mantiene en vilo y mueve a toda metafísica. Que las reflexiones de la nota n. 515 culminen en una interpretación del principio de no contradicción, accediendo así a un rasgo culminante de la consideración metafísica, pero que, al mismo tiempo, la interpretación del principio parezca dar pruebas de la forma más grosera de biologismo, lleva a nuestra meditación a su punto más crucial. En el fragmento que se ha colocado con razón a continuación del que comentamos (n. 516; primavera a otoño de 1887 y 1888), Nietzsche trata expresamente del principio de no contradicción.


La ley fundamental de la razón fue enunciada y discutida por primera vez de manera completa y explícita como el axioma de todos los axiomas por Aristóteles. Su exposición nos ha llegado en el libro IV de la Metafísica (Met. IV, 3-10).

Desde esta consideración aristotélica del principio de no contradicción, la pregunta siguiente no ha vuelto ya a encontrar sosiego: si este principio es un principio lógico, una regla suprema del pensar, o si es una proposición metafísica, es decir una proposición que establece algo sobre el ente en cuanto tal, sobre el ser.

El hecho de que la consideración de este principio vuelva en el acabamiento de la metafísica es el signo inequívoco de la importancia de este principio. A la inversa, el acabamiento de la metafísica occidental se caracteriza por el modo en que se lleva a cabo esta consideración.


Sobre la base de lo expuesto hasta el momento podemos ya prever en qué dirección tienen que ir la interpretación que hace Nietzsche del principio de no contradicción y su toma de posición respecto de él; pues si se supone que es un principio de la lógica, tiene que tener su origen, junto con la lógica y la esencia de la razón, en el aseguramiento de la existencia consistente de la vida. Por eso, estamos tentados de decir que Nietzsche no comprende el principio de no contradicción de modo lógico sino biológico. Hay que preguntarse, sin embargo, si precisamente en esta consideración del principio comprendido de modo aparentemente biológico no sale a la luz algo que impide toda interpretación biológica. La meditación sobre la consideración que hace Nietzsche del principio de no contradicción deberá ser para nosotros una primera vía para ir, a propósito de una cuestión decisiva para la metafísica, definitivamente más allá de lo que es aparentemente sólo biológico en la interpretación nietzscheana de la esencia de la verdad, del conocimiento y de la razón, aclarándola así en su ambigüedad. El primer y breve párrafo del fragmento n. 516 resulta extraño, sin embargo, pues no se corresponde de ninguna manera con lo que sigue; dice así:

«No conseguimos afirmar y negar una y la misma cosa: ésta es una proposición empírica subjetiva, en ella no se expresa una “necesidad”, sino sólo una incapacidad

En primer lugar -en base a las explicaciones dadas antes- observaremos que sí conseguimos afirmar y negar una y la misma cosa; lo que no conseguimos es afirmarla y negarla al mismo tiempo respecto de lo mismo y en el mismo aspecto. ¿O también esto finalmente se consigue? Ciertamente; pues si no se consiguiera nunca, jamás se habría pensado de modo contradictorio; no habría habido nunca algo así como un pensar que se contradice. Pero si hay una proposición verificada por el testimonio de la experiencia, es precisamente ésta, que los hombres se contradicen en su pensar, y por lo tanto, sobre una y la misma cosa afirman al mismo tiempo lo contrario. Que hay contradicciones, es una proposición empírica; que conseguimos, incluso en demasía, afirmar y negar lo mismo, está comprobado, y con ello el hecho de que, con facilidad y frecuencia, la «constricción subjetiva» de evitar la contradicción no aparece. Entonces presumiblemente no hay ninguna constricción; y sí, en su lugar, una peculiar libertad que quizás no sólo sea la razón de la posibilidad de contradecirse sino incluso la razón de la necesidad del principio de no contradicción.


¿Pero qué sentido tienen aquí los hechos y la invocación de hechos? Todos ellos están ya y sólo asegurados en razón de que se obedece al principio de no contradicción. El hecho de que haya contradicciones, de que el pensar que se contradice no sea demasiado inusual, es una experiencia que en nada contribuye a la meditación sobre la esencia de este principio. Lo que enuncia el principio de no contradicción, lo puesto en él, no se basa en la experiencia, del mismo modo, o con mayor razón aún, en que tampoco la proposición «dos por dos = 4» se basa en la experiencia, es decir en un conocimiento que vale siempre sólo hasta donde llegan nuestros conocimientos actuales. Si «2 por 2 = 4» fuera una proposición empírica, tendríamos que agregar cada vez, si quisiéramos pensarla de acuerdo con su esencia: «2 por 2 = 4, por lo que sabemos hasta el momento; es posible que algún día 2 por 2 sea igual a 5 o a 7». ¿Pero por qué no pensamos así? ¿Acaso porque sería demasiado complicado? No, sino porque (al pensar 2 por 2) ya estamos pensando lo que llamamos 4. Con mayor razón aún, lo que pensamos en el principio de no contradicción, que es ya previamente la regla que permite la pensabilidad de la citada igualdad, no lo sabemos a partir de la experiencia, es decir, de manera tal que lo que allí pensamos pueda un día ser diferente y que lo pensado sólo valga entonces hasta donde llega nuestro nivel actual de conocimientos. ¿Qué pensamos entonces en el principio de no contradicción?

Aristóteles lo reconoció y expresó por vez primera, y dio la siguiente versión de lo pensado en tal principio (Met. IV 3, 1005 b 19 s.): tò gŒr aéto ma êp‹rxein te kaÜ m¯ êp‹rxein Ždénaton tÒ aétÒ kaÜ katŒ tò aétñ. «Que en efecto lo mismo al mismo tiempo presencie y no presencie, esto es imposible en lo mismo y respecto de lo mismo.»


En esta proposición se piensa y dice un Ždénaton, un imposible. Cuál es el carácter de imposibilidad que tiene aquí lo imposible se determina evidentemente en parte a partir de aquello a cuya imposibilidad aquí se alude: el presenciar y no presenciar al mismo tiempo (ma êp‹rxein te kaÜ m¯ êp‹rxein). Lo imposible se refiere al presenciar y a la presencia. Pero la presencia es, de acuerdo con la experiencia fundamental nunca propiamente explicitada de los pensadores griegos, la esencia del ser. En el principio de no contradicción se trata del ser del ente. Lo Ždénaton es una incapacidad [Unvermögliches] en el ser del ente. El ser no es capaz de algo.


En todo caso, hay una cosa que Nietzsche ve con claridad, que en el principio de no contradicción lo decisivo es una imposibilidad. Por consiguiente, la interpretación del principio tiene que dar ante todo explicaciones acerca del tipo y la esencia de este Ždénaton. De acuerdo con el primer párrafo citado, Nietzsche entiende este «imposible» en el sentido de un «no ser capaz de». Recalca expresamente que no se trata aquí de una «necesidad». Esto quiere decir: que algo no pueda ser al mismo tiempo esto y su contrario depende de que nosotros no somos capaces de «afirmar y negar una y la misma cosa». Nuestra incapacidad de afirmar y negar lo mismo tiene por consecuencia que algo no puede representarse, fijarse, es decir «ser», al mismo tiempo como esto y su contrario. Pero nuestro no poder pensar de otro modo no proviene de ninguna manera de que lo pensado mismo requiera tener que pensar así. Lo «imposible» es una incapacidad de nuestro pensar, o sea un no poder subjetivo, y de ninguna manera un no admitir objetivo por parte del objeto. A este imposible objetivo se refiere Nietzsche con la palabra «necesidad». Por lo tanto, el principio de no contradicción sólo tiene validez «subjetiva», depende de la constitución de nuestra capacidad de pensar. Con una alteración biológica de nuestra capacidad de pensar el principio de no contradicción podría perder su validez. ¿No la ha perdido ya?


Aquel pensador que junto con Nietzsche ha llevado a cabo el acabamiento de la metafísica, es decir Hegel, ¿no ha superado acaso en su metafísica la validez del principio de no contradicción? ¿No enseña Hegel que la contradicción pertenece a la esencia más íntima del ser? ¿No es también ésa la doctrina esencial de Heráclito? Pero para Hegel y para Heráclito, la «contradicción» es el «elemento» del «ser», por lo que trastocamos ya todo si hablamos de una contradicción del decir y del hablar en lugar de una contrariedad [Widerwendigkeit] del ser. Pero el mismo Aristóteles, que acuñó expresamente por vez primera aquel principio sobre el ser del ente, también habla de ŽntÛfasiw. Además de la citada, da otras versiones del principio por las que parece que se tratara efectivamente sólo del enfrentamiento de enunciados, f‹seiw.


Cualquiera que sea el modo en el que tenga que responderse a estas preguntas, de ellas desprendemos lo siguiente: el principio de no contradicción y lo que él dice se refieren a una pregunta fundamental de la metafísica. Por ello, ya sea que Nietzsche interprete la imposibilidad a la que se alude en él en el sentido de una incapacidad subjetiva del hombre -dicho simplemente: como una predisposición biológica que está allí delante-, ya sea que esta interpretación sólo sea a su vez una capa superficial, en cualquier caso Nietzsche se mueve en el ámbito del pensar metafísico, de ese pensar que tiene que decidir sobre la esencia del ente. Y no se mueve dentro de esta región en contra de su voluntad o, menos aún, sin saberlo, sino que lo hace a sabiendas, y sabiéndolo de manera tan decisiva que en los párrafos siguientes del n. 516 penetra en regiones de decisión esenciales de la metafísica. Un signo exterior de ello es ya que introduzca la discusión en sentido propio con una alusión a Aristóteles. Esto no implica sólo el establecimiento de un contacto historiográfico con una opinión doctrinal anterior, sino una cierta recuperación del terreno histórico sobre el que descansa la propia interpretación nietzscheana de la esencia del pensar, del tener-por-verdadero y de la verdad.

«Si, según Aristóteles, el principio de no contradicción es el más cierto de todos los principios, si es el último y más básico al que remiten todas las demostraciones, si en él radica el principio de todos los otros axiomas: con tanto mayor rigor habría que sopesar qué afirmaciones en el fondo ya supone. O bien con él se afirma algo referente a lo real, al ente, como si ya se lo conociera de otro lado, concretamente que no se le pueden atribuir predicados opuestos. O bien el principio quiere decir: que no se le deben atribuir predicados opuestos. En ese caso, la lógica sería un imperativo, no para el conocimiento de lo verdadero sino para poner y acomodar un mundo que deba llamarse verdadero para nosotros

Nietzsche recalca explícitamente que Aristóteles establece que el principio de no contradicción es el «principio de todos los otros axiomas». Efectivamente, lo dice con suficiente claridad al final de Met. IV 3, 1005 b 33/34, donde concluye la consideración positiva del principio con las siguientes palabras: fæsei gŒr Žrx¯ kaÜ tÇn llvn Žjivm‹tvn aìth p‹ntvn. «Por su esencia, efectivamente, es punto de partida y dominio para y sobre los otros axiomas éste, y absolutamente.» No obstante, para medir el alcance de esta estimación del principio de no contradicción que hace Aristóteles, es decir para ver de antemano de modo justo el ámbito de tal alcance, es necesario saber en qué contexto trata este axioma de rango supremo. Según un prejuicio secular, el principio de no contradicción pasa por ser una regla del pensar y un axioma de la lógica. Que parece serlo, resulta obvio. Esta apariencia ya se había extendido en tiempos de Aristóteles, lo que señala que no es una apariencia casual. Aristóteles comenta el principio de no contradicción en el tratado ya citado, que comienza con las siguientes palabras: ¦stin ¤pist®mh tiw ² yevreÝ tò ön  ön kaÜ tŒ toætÄ êp‹rxonta kay€ aêtñ. «Hay un tipo de saber que capta en la mirada el ente en cuanto que es ente (o sea, la entidad) y por consiguiente considera lo que pertenece a la entidad misma y la constituye.»


Al saber de la entidad del ente -en una palabra, del ser- lo llama Aristóteles prÅth filosofÛa, la filosofía en primera línea, es decir el saber y pensar filosófico en sentido propio. En el curso del despliegue de este saber de la entidad del ente, Aristóteles plantea la pregunta de si a este saber y preguntar también le corresponde la consideración de las que se denominan bebaiot‹tai ŽrxaÛ, de aquello que es, del modo más firme, punto de partida y dominio para todo ser. De ellas forma parte lo que llamamos el principio de no contradicción. Aristóteles responde afirmativamente a la pregunta. Esto quiere decir: este «axioma» es la estimación de lo que de antemano pertenece al ser del ente. El principio de no contradicción dice «algo» sobre el ser. Contiene el proyecto esencial del ön  ön, del ente en cuanto tal.


Si comprendemos el principio en el sentido de la tradición que se ha vuelto dominante -y con ello de modo no estricta y plenamente aristotélico-, sólo dice algo sobre el modo en el que tiene que operar el pensar para ser un pensar del ente. Si en cambio comprendemos el principio de no contradicción de modo aristotélico, tenemos que preguntar por lo que este principio pone propiamente de antemano y pone de tal manera que, no obstante, puede ser, a continuación, una regla para el pensar.

Tal como resulta suficientemente claro por lo visto hasta ahora, Nietzsche toma el principio como un principio de la lógica, como un «axioma lógico», y recalca que es, según Aristóteles, el «más cierto» de todos los principios. En Aristóteles, sin embargo, no aparece en ningún lado la «certeza», y no puede aparecer porque «certeza» es un concepto de la época moderna, aunque ciertamente preparado por la concepción helenística y cristiana referente a la certeza de la salvación.


El principio de no contradicción como principio del ser (Aristóteles)


La toma de posición de Nietzsche respecto del principio de no contradicción, en conformidad con el estilo permanente de su consideración sobre la esencia del pensar, de la razón y de la verdad, tiene la siguiente forma: si el principio de no contradicción es el más elevado de todos los principios, entonces, y precisamente entonces, es necesario preguntar «qué afirmaciones en el fondo ya supone». La pregunta que aquí Nietzsche exige que se plantee ha sido contestada hace tiempo -a saber, por Aristóteles- y de manera tan decidida que aquello por lo que Nietzsche pregunta constituye para Aristóteles el contenido único de este principio. Pues, según Aristóteles, el principio dice algo esencial sobre el ente en cuanto tal: que toda ausencia [Abwesen] resulta extraña a la presencia [Anwesen], porque la arrebata llevándola a su inesencia [Unwesen] y pone así la inconsistencia, destruyendo de este modo la esencia [Wesen] del ser. Pero el ser tiene su esencia en la presencia y en la consistencia. Por ello, los respectos de acuerdo con los cuales ha de representarse un ente en cuanto tal tienen que tener en cuenta esta presencia y esta consistencia por medio del ma, el «al mismo tiempo», y por medio del katŒ tò aétñ, el «respecto de lo mismo».


Lo presente, lo consistente, dejará necesariamente de ser alcanzado en cuanto tal si su presencia y su estar-presente [Gegenwart] no son tenidos en cuenta por la referencia a otro momento temporal, si su consistencia es desatendida por la referencia a algo inconsistente. Si sucede esto, ocurrirá que se afirme y niegue lo mismo de un ente. El hombre puede hacerlo perfectamente. Puede contradecirse a sí mismo. Pero si se mantiene en una contradicción, lo imposible no consiste en que se mezclen sí y no sino en que el hombre se excluye del representar del ente en cuanto tal y olvida qué quiere propiamente aprehender con su sí y con su no. Con afirmaciones contradictorias, que sin obstáculos puede proferir sobre lo mismo, el hombre abandona su esencia y se pone en la inesencia; disuelve la referencia al ente en cuanto tal.

Esta caída en la inesencia de sí mismo tiene su carácter inquietante en el hecho de que siempre aparece como algo inofensivo, de que con ella los negocios y diversiones continúan exactamente como antes, de que en general no tiene demasiado peso qué y cómo se piensa; hasta que un día la catástrofe esté allí, un día que quizás precise siglos para surgir de la noche de la creciente falta de pensamiento.

Ni criterios morales, ni culturales, ni políticos llegan hasta la responsabilidad en la que por su esencia está colocado el pensamiento. Aquí, en la interpretación del principio de no contradicción, sólo rozamos esa región e intentamos elevar al saber algo mínimo, pero ineludible: con el principio de no contradicción se afirma algo sobre el ente en su totalidad, y nada menos que esto: la esencia del ente consiste en la constante ausencia de contradicción.


Nietzsche reconoce que el principio de no contradicción es un principio sobre el ser del ente. Pero no reconoce que esta concepción del principio de contradicción fue enunciada precisamente por el pensador que por primera vez puso y concibió de manera completa este principio como principio del ser. Si esta falta de reconocimiento por parte de Nietzsche fuera simplemente un error historiográfico no deberíamos hablar más de él. Pero significa algo diferente: que Nietzsche desconoce el fundamento histórico de su propia interpretación del ente, no mide el alcance de sus tomas de posición y no es capaz por ello de establecer cuál es su propio sitio, con lo que tampoco puede alcanzar al adversario que quiere alcanzar y que, para cumplir con tal propósito, previamente tiene que ser comprendido y atacado en su posición más propia.

Aristóteles pensaba ciertamente de modo griego: el ser era inmediatamente avistado en su esencia como presencia. Con sólo echar de ver el ser del ente en esta esencia suya como oésÛa, ¤n¡rgeia y ¤ntel¡xeia con decir lo así avistado y diciéndolo ponerlo allí, con ello le era suficiente. Esto era tanto más suficiente cuanto que los pensadores griegos sabían que el ser, la esencia del ente, no se deja nunca contabilizar y deducir del ente que está allí delante, sino que, por el contrario, tiene que mostrarse él mismo desde sí como Þd¡a, e incluso así sólo resulta accesible para un mirar que le corresponda.


Aristóteles no tenía necesidad de preguntar además por los presupuestos [Voraussetaungen] del principio de no contradicción, porque lo concebía ya como la posición anticipada [Voraus-ansetzung] de la esencia del ente, puesto que en tal poner llegaba a su acabamiento el inicio del pensar occidental.

Nos cuesta decir qué es más grande y esencial en esta actitud pensante de los griegos al pensar el ser: la inmediatez y pureza de la visión inicial de las figuras esenciales del ente o la falta de necesidad de interrogar nuevamente la verdad de esta visión, pensado en términos modernos: de ir detrás de sus propias posiciones. Los pensadores griegos «sólo» muestran anticipadamente los primeros pasos.


Desde entonces no se ha dado ningún paso más allá del espacio que los griegos transitaron por primera vez. Forma parte del misterio del primer inicio irradiar tanta claridad a su alrededor que no precisa una aclaración que vaya arrastrándose detrás de él. Esto quiere decir, al mismo tiempo: si por un estado de necesidad histórica real del hombre occidental se volviera necesario un pensar más originario del ser, este pensar sólo podría acontecer en confrontación con el primer inicio del pensar occidental. Esta confrontación no tendrá lugar, su propia esencia y necesidad permanecerán cerradas, mientras se nos rehúse la grandeza, es decir la simplicidad y la pureza del correspondiente temple fundamental del pensar y la fuerza del decir adecuado.


Dado que Nietzsche se ha acercado a la esencia de lo griego de modo más inmediato que ningún otro pensador metafísico anterior y dado que, al mismo tiempo, piensa de modo absolutamente moderno con la más inflexible consecuencia, podría parecer que en su pensamiento se produce la confrontación con el inicio del pensar occidental. Pero, por ser aún moderna, no es sin embargo esa confrontación antes aludida, sino que se convierte inevitablemente en una mera inversión del pensar griego. Con la inversión, Nietzsche se enreda más definitivamente en aquello que invierte. No llega a una confrontación, a la fundación de una posición fundamental que salga de la inicial, y que salga de modo tal que no la desdeñe sino que le permita erigirse en su unicidad y concisión para elevarse apoyándose en ella.


Era necesario intercalar esta observación para que no nos tomemos con demasiada ligereza la postura que adopta Nietzsche respecto de Aristóteles a propósito de la interpretación del principio de no contradicción, para que nos esforcemos en seguir el paso propio de Nietzsche del modo más claro y preciso posible. Pues de lo que aquí se trata es de la decisión sobre los principios supremos de la metafísica y lo que quiere decir lo mismo, de la esencia más íntima del pensar metafísico, del pensar y de la verdad en general.


El principio de no contradicción como orden (Nietzsche)

Nietzsche reconoce que en el principio de no contradicción está presupuesta una proposición sobre el ente en cuanto tal, pero desconoce que esta presuposición es la única y propia posición de este principio llevada a cabo por Aristóteles. Pero dejemos ahora este desconocimiento. En su lugar, preguntemos otra cosa. Si Nietzsche insiste con tanta decisión en que se indague lo que está presupuesto en el principio de no contradicción, él mismo tendrá que preguntar en esa dirección. Tendrá que aclarar qué se dice sobre el ente, desde el momento en que la presuposición del principio de no contradicción consiste en una decisión sobre el ente. Pero Nietzsche no pregunta qué se establece sobre el ente en esta presuposición, pues lo verdadero del principio no puede estar para él en lo que contiene, sino que lo verdadero del principio consiste en el modo en que es un tener-por-verdadero, en cómo pone lo que en él está puesto. Por consiguiente, Nietzsche plantea la pregunta de si es posible en general una posición tal que establezca qué es en esencia el ente y en caso afirmativo, cual sería el carácter que únicamente podría tener. Sólo con la caracterización del carácter de posición de la posición que constituye la presuposición del principio de no contradicción, se comprende en su esencia, en sentido nietzscheano, el tener-por-verdadero que se enuncia en el principio de no contradicción.


Así pues, el párrafo decisivo del n. 516 reza:

«Resumiendo, queda abierta la pregunta: ¿los axiomas lógicos son adecuados a lo real o son criterios y medios para crear para nosotros lo real, el concepto de “realidad”?... Pero para poder afirmar lo primero sería necesario, como se ha dicho, conocer ya el ente; lo que no es el caso de ningún modo. Por lo tanto, el principio no contiene un criterio de verdad sino un imperativo sobre lo que debe valer como verdadero.»

Con esto Nietzsche afirma ciertamente la posibilidad de una posición que establezca como qué debe aprehenderse el ente en su esencia. Pero esta posición no se basa en que el representar y el pensar se ajusten a la medida del ente para extraer de ello cuál sea la esencia del ente. Para ello ya tendríamos que saber en qué consiste la esencia del ente, y todo ajustarse a la medida y toda comprobación posterior resultarían superfluos. El principio de no contradicción no es un ajustarse a la medida de algo real de alguna manera capturable, sino que es él mismo posición de una medida. Prescribe qué es ente y qué puede valer únicamente como algo que es, a saber, lo que no se contradice. El principio es el que indica qué debe valer como ente. Enuncia un deber, es un imperativo.


La interpretación del principio de no contradicción como imperativo que dice lo que debe valer como ente está en consonancia con la concepción nietzscheana de la verdad como un tener-por-verdadero. Sólo esta interpretación del principio de no contradicción y el comentario de la misma nos conducen hacia la esencia más íntima del tener-por-verdadero. En efecto, si la verdad no puede ser un reproductivo ajustarse a la medida y debe ser un tener-por, ¿a qué tiene que atenerse éste? Despojado de toda medida y de todo sostén, no se expone él mismo a la falta de fundamento del propio arbitrio? El tener-por-verdadero necesita, por lo tanto, en sí y por sí de una medida que indique qué debe tenerse por ente, es decir por verdadero, qué debe valer como verdadero. Pero en la medida en que el tener-por-verdadero sólo descansa sobre sí mismo, esta medida conductora sólo puede proceder de un tener-por más originario que pro-pone [vor‑setz] desde sí qué debe valer como ente y como verdadero.

¿De dónde toma su ley esta originaria posición de un criterio? ¿Es un ciego azar, llevado a cabo alguna vez por alguien y que desde entonces resulta vinculante por razón de esa facticidad? No, pues en ese caso se habría introducido de nuevo de modo subrepticio, cambiando sólo su forma, una determinación esencial del ser basada en la funesta apelación a un ente que ya está allí delante y está asegurado como tal. El ente sería, en ese caso, el «principio» que está de hecho allí delante y es «universalmente» reconocido. Pero la esencia de este principio [Satz] se determina a partir del tipo de posición [Setzung] que en él impera. La posición del criterio para lo que debe poder valer como ente que se encuentra en el principio de no contradicción es un «imperativo», o sea una orden. De este modo nos vemos trasladados a una región totalmente diferente.


De todos modos, con mayor razón tenemos que dirigir ahora a Nietzsche la pregunta: ¿quién ordena aquí y a quién?, ¿de dónde y cómo se llega en el ámbito del pensar y el conocer, en el ámbito de la verdad, a órdenes, a algo que tenga el carácter de una orden?


Por el momento no vemos más que lo siguiente: si el principio de no contradicción es el principio supremo del tener-por-verdadero, si, en cuanto tal, sostiene y posibilita la esencia del tener-por-verdadero, y si el carácter de la posición de este principio es una orden, entonces la esencia del conocimiento tiene en lo más íntimo el tipo esencial de la orden. El conocer, sin embargo, en cuanto re-presentar del ente, de lo consistente, es, en cuanto aseguramiento de la existencia consistente, una constitución esencial necesaria de la vida misma. Por lo tanto la vida tiene, en sí, en su vitalidad, el rasgo esencial de ordenar. El aseguramiento de la existencia consistente de la vida humana se lleva a cabo, por consiguiente, en una decisión sobre lo que deba valer en general como ente, sobre lo que quiera decir ser.


¿Cómo acontece esta decisión? ¿Tiene lugar formulando una definición de «ser» o aclarando el sentido de la palabra «ser? ¡Lejos de ello! Ese acto fundamental, y por lo tanto lo esencial del aseguramiento de la existencia consistente, consiste en colocar al ser viviente «hombre» en la trayectoria visual de una perspectiva dirigida a algo así como ente y en mantenerlo en movimiento dentro de ella. El acto fundamental de la fundación de una perspectiva se lleva a cabo en la representación de aquello que el principio de no contradicción enuncia sólo ulteriormente en forma de principio. Ahora no podemos seguir considerando al principio como un axioma evidente, en sí válido, sino que tenemos que tomar en serio su carácter de posición. El principio es una orden. Aunque no sepamos aún cómo debemos comprender este carácter de orden en cuanto a su proveniencia esencial, a partir de lo anterior pueden destacarse ya cuatro puntos y formar con ellos, por así decirlo, un escalón con el que nos elevemos un paso más para apoderarnos de la visión interna de la esencia plena de la verdad.


1) Se perfila ahora de manera más clara en qué sentido el conocimiento es necesario para la vida. En un primer momento, y sobre todo según la literalidad más inmediata de las proposiciones nietzscheanas, parecía que el conocimiento, en cuanto aseguramiento de la existencia consistente, le era impuesto al ser viviente desde afuera porque le proporcionaba a éste provecho y éxito en la «lucha por la existencia». Pero el provecho y la utilidad no pueden ser nunca el fundamento de la esencia de un comportamiento, porque todo provecho y toda posición de un fin útil están establecidos ya desde la perspectiva de ese comportamiento y son por lo tanto siempre sólo una consecuencia de una constitución esencial.


Es cierto que Nietzsche, en la expresión literal de sus frases, a menudo exageradas y a menudo necesariamente exageradas, roza con bastante frecuencia la más corriente de todas las opiniones, la de que algo es «verdadero» sólo porque y en la medida en que es útil para la tantas veces invocada «vida». Pero esa expresión literal quiere decir algo totalmente diferente. El aseguramiento de la existencia consistente no es necesario porque rinde una utilidad sino que el conocimiento es necesario para la vida porque el conocer, en sí mismo y desde sí mismo, hace surgir una necesidad y la dirime, porque conocer es en sí ordenar. Y es ordenar porque proviene de una orden.


2) En base a lo expuesto hasta ahora, ¿cómo podemos hacer comprensible el carácter de orden del conocer? La interpretación del principio de no contradicción dio como resultado: el trazado de un horizonte que da la medida, la delimitación de lo que quiere decir ente y de lo que de cierto modo rodea el ámbito de todo ente singular, ese trazado de horizonte es un imperativo. ¿Cómo se hace concordar esto con lo que surgió de la nota n. 515 como esencia de la razón, o sea con el carácter inventivo del conocer? Ordenar e inventar, mandar y configurar en un libre juego, ¿no se excluyen mutuamente como el agua y el fuego? Probablemente, o más bien ciertamente, mientras nuestros conceptos de ordenar e inventar no vayan más allá de su sentido más conocido y corriente. En efecto, en este caso hablamos ya de ordenar cuando simplemente se transmite lo que se denomina una orden, una «orden» que quizás sólo tenga el nombre de tal y en realidad no lo sea, en el supuesto, claro, de que comprendamos el ordenar en su esencia y a ésta sólo la encontremos allí donde una posibilidad de comportamiento [Verhalten] y de actitud [Haltung] es elevada por vez primera a ley, cuando se la crea en cuanto ley. Entonces, la palabra «orden» no significa sólo el anuncio de una exigencia y el requerimiento de que se la cumpla.


Ordenar es, previamente, instituir y tener la osadía de esa exigencia, es el descubrimiento de su esencia -descubrimiento que crea la exigencia misma- y la posición de su derecho. Este ordenar tomado en un sentido esencial es siempre más difícil que la obediencia en el sentido de acatar la orden ya dada. El auténtico ordenar es un obedecer frente a lo que reclama ser asumido con responsabilidad libre, cuando no directamente creado. El ordenar esencial es el primero en poner el hacia dónde y el para qué. Ordenar en cuanto anuncio de una exigencia ya formulada y ordenar en cuanto institución de esa exigencia y asunción de la decisión implícita en ella, son dos cosas fundamentalmente diferentes. El ordenar y el poder ordenar originarios surgen siempre de una libertad, son siempre una forma fundamental del auténtico ser libre. La libertad -en el sencillo y profundo sentido en que Kant comprendió su esencia- es en sí misma inventar, fundar sin fundamento un fundamento, de modo que ella misma se dé la ley de su esencia. Pero no otra cosa significa ordenar.


La doble referencia al carácter de orden y de invención del conocimiento remite, por lo tanto, a un fundamento esencial unitario, simple y oculto del tener-por-verdadero y dé la verdad.


3) Gracias a la descripción del carácter de posición del principio de no contradicción como «imperativo», gracias a la referencia a la consonancia esencial entre ordenar e inventar, recibe también su aclaración el párrafo final de la nota n. 415, que hasta ahora habíamos pasado por alto.

«La constricción subjetiva de no poder aquí contradecir es una constricción biológica: el instinto de la utilidad de inferir tal como lo hacemos lo tenemos en el cuerpo, somos casi ese instinto... ¡Pero qué ingenuidad sacar de allí una prueba de que con ello poseeríamos una “verdad en sí”!... El no-poder-contradecir demuestra una incapacidad, no una “verdad”.»

Nietzsche habla aquí de un «no-poder-contradecir». Esto quiere decir: no poder persistir en la contradicción, o sea, tener que evitar la contradicción; «aquí», es decir en el caso en que deba pensarse y representarse el ente. Este caso no es un caso particular y arbitrario sino uno esencial y constante, el caso en el que vive el viviente de la especie humana. Ahora bien, ¿qué significa este no poder de otro modo, es decir, no poder pensar de otro modo más que no contradictoriamente? Nietzsche responde con la frase final: «El no-poder-contradecir demuestra una incapacidad, no una “verdad”».


Aquí se contraponen «incapacidad» y «verdad». La palabra «incapacidad» es, sin embargo, una expresión sumamente equívoca, en la medida en que sugiere la representación de un mero no poder en el sentido de que no tenga lugar un comportamiento, cuando a lo que se alude es precisamente a un tener-que, a un necesario comportarse de tal y cual manera. La razón de que Nietzsche hable, sin embargo, de una incapacidad, se explica por la intención de conseguir la contraposición más extrema al concepto tradicional de verdad, para que de este modo su interpretación del conocer y del tener-por-verdadero sea tan llamativa que se vuelva casi un escándalo. Lo que Nietzsche contrapone con los términos «incapacidad» y «verdad» es lo mismo a lo que alude en el n. 516. Allí dice: el principio de no contradicción no es un axioma que valga por razón de que se ajuste a la medida de lo real. El axioma no es una adaequatio intellectus et rei, no es una verdad en sentido tradicional, es la posición de un patrón de medida. El peso de la contraposición radica en destacar el carácter de posición, invención y orden, a diferencia de la copia que reproduce algo que está allí delante. La extremada expresión «incapacidad» quiere decir, precisamente: la falta de contradicción y su acatamiento no provienen de la representación de la ausencia de cosas que se contradigan, sino de una necesaria capacidad de ordenar y del tener-que puesto en ella.


Aquí, y en otros muchos pasajes similares, podría formularse una pregunta cercana a la irritación: ¿por qué emplea Nietzsche las palabras de un modo tan poco comprensible? La respuesta es clara: porque no escribe un manual escolar como «propedéutica» de una «filosofía» ya acabada sino que habla de modo inmediato desde lo que se trata propiamente de saber. En el campo visual de su razonamiento, la proposición comentada es lo más unívoca y concisa posible. Evidentemente, una decisión queda aún abierta: la de si un pensador debe hablar de modo que cualquiera lo comprenda sin más, o si lo pensado de modo pensante reclama ser dicho de manera tal que quienes quieran repensarlo tengan que emprender antes un largo camino en el que aquel cualquiera quedará necesariamente atrás y sólo algunos llegarán a la cercanía de la meta.


En ello está implícita aún otra pregunta, a saber, qué es más esencial e históricamente más decisivo: que el mayor número posible, o incluso todos, se contenten con la mayor superficialidad posible del pensar, o que algunos individuos encuentren el camino. De la decisión de estas preguntas depende cualquier toma de posición respecto de la falta de claridad, quizás escandalosa, que contiene el párrafo final del fragmento n. 515 e incluso la totalidad del mismo, en la medida en que ofrece la prueba más palpable del «biologismo» de Nietzsche que, si bien no constituye su posición fundamental, le pertenece sin embargo como una ambigüedad necesaria.


4) La conducción al carácter imperativo e inventivo del conocer nos ha permitido ver una necesidad propia que reina en la esencia del conocimiento y que es la única que fundamenta por qué y de qué modo la verdad, en cuanto tener-por-verdadero es un valor necesario. La necesidad -el tener-que del ordenar e inventar- ­surge de la libertad. De la esencia de la libertad forma parte el ser-cabe-sí-mismo, es decir que un ente de tipo libre pueda darse cuenta de sí mismo, que él mismo pueda admitirse a sí mismo en sus posibilidades. Un ente de este tipo está fuera de la región que habitualmente llamamos biológica, la vegetal-animal. A la libertad le pertenece aquello que, de acuerdo con una determinada dirección interpretativa del pensamiento moderno, se vuelve visible como «sujeto». Nietzsche habla incluso (515, párrafo final) de la «constricción subjetiva» de evitar la contradicción; es decir, de aquella que se da en el caso esencial y constante del sujeto hombre, en el caso en el que el sujeto representa objetos, es decir piensa entes.


«Constricción subjetiva» significa la constricción conforme a la esencia de la subjetividad, es decir, de la libertad. Pero sin embargo, Nietzsche dice: «La constricción subjetiva»... «es una constricción biológica»; al inferir de acuerdo con la regla del principio de no contradicción lo llama un «instinto»; y en el párrafo previo dice que la razón, la facultad de pensar es «una mera idiosincrasia de determinadas especies animales». No obstante, también dice con claridad: este principio de no contradicción, cuya necesidad y validez están en cuestión en cuanto a su esencia, es un «imperativo», es decir, pertenece al ámbito de la libertad, ámbito que para la libertad no se encuentra ya listo en alguna parte sino que es fundado por ella misma. La esencia de la constricción a la que se alude en el principio de no contradicción no se determina jamás desde la región biológica.


Ahora bien, si a pesar de todo Nietzsche dice: esta constricción es una constricción «biológica», quizás no sea violento y forzado que planteemos la pregunta de si el término «biológico» no quiere decir algo diferente de lo viviente representado en el modo de lo animal y lo vegetal. Si continuamente nos encontramos con que Nietzsche, tomando distancia respecto del concepto de verdad tradicional, pone de relieve que el tener-por-verdadero, el ejercicio de la vida, tiene un carácter inventivo-ordenante, ¿no habría que escuchar en la palabra «biológico» algo diferente, precisamente aquello que muestra los rasgos esenciales del inventar y el ordenar? ¿No habría que determinar en primer lugar la esencia de la tantas veces nombrada vida a partir de esos rasgos esenciales, en lugar de tener ya preparado un concepto indeterminado y confuso de «vida» para, por su intermedio, explicar todo, y por lo tanto nada?


Ciertamente, Nietzsche refiere todo a la «vida», a lo «biológico»; ¿pero piensa la vida misma, lo biológico, también de modo «biológico», y por lo tanto de manera tal que explique la esencia de la vida a partir de fenómenos vegetales y animales? Nietzsche piensa lo «biológico», la esencia de lo viviente, en dirección de lo que tiene el carácter de orden e invención, de perspectiva y horizonte, es decir: de la libertad. No piensa en absoluto lo biológico, es decir la esencia de lo viviente, de manera biológica. Nietzsche está tan poco cerca del peligro de biologismo que, más bien al contrario, tiende a interpretar lo biológico en sentido propio y estricto -lo vegetal y lo animal- de modo no biológico, es decir, en principio, de modo humano, desde las determinaciones de perspectiva, horizonte, orden e invención, en general desde el representar del ente. Pero esta decisión sobre el biologismo de Nietzsche necesitaría una aclaración y una fundamentación más amplias.

Dejaremos que la pregunta de si se trata o no de un biologismo se responda por sí misma siguiendo el preciso hilo conductor de la sola pregunta por la esencia del conocimiento y de la verdad como figura de la voluntad de poder.


La verdad y la diferencia entre «mundo verdadero y mundo aparente»


Hasta aquí se ha aclarado lo siguiente: verdad es tener-por-verdadero; pero esto último es, en esencia, un poner la mira en y un prever, de modo perspectivista-horizontal, la igualdad y la mismidad como fundamento de la consistencia. En cuanto volver consistente en un horizonte dentro de la perspectiva dirigida a la consistencia, el conocimiento contribuye a constituir la esencia de la vida humana, en la medida en que ésta se comporta respecto del ente. Puesto que contribuye a constituir la consistencia esencial de la vida humana, el conocimiento es una condición interna de esta vida. A la verdad en cuanto tener-por-verdadero, es decir, en cuanto tomar-por-ente, la concibe Nietzsche como un valor necesario, pero no como el valor supremo.


De este modo, de la interpretación que hace Nietzsche de la esencia de la verdad resulta, por cierto, una disminución de su rango, lo que puede evidentemente resultar sorprendente si se mira el anterior predominio metafísico de lo verdadero como lo que es y vale en sí y eternamente. Sin embargo, el proyecto metafísico de Nietzsche está ante nosotros con claridad y de modo no forzado: la verdad, en cuanto volver consistente, forma parte de la vida. La vida misma, integrada en el caos, le pertenece propiamente a éste, en cuanto sobrepujante devenir, en el modo del arte. Aquello de lo que no es capaz la verdad, lo lleva a cabo el arte: la transfiguración de lo viviente hacia posibilidades más altas y, por su intermedio, la realización y el ejercicio de la vida en medio de lo propiamente real, del caos.


Cuando Nietzsche aquí, es decir en el ámbito del pensar metafísico, habla del arte, se refiere no sólo al arte en el sentido de los géneros artísticos conocidos. Arte es el nombre que se aplica a toda forma de transportar la vida, de modo concluyente y transfigurante, hacia posibilidades más altas; en ese sentido, también la filosofía es «arte». Si se dice, pues, que para Nietzsche el arte es el valor supremo, este enunciado sólo tiene sentido y es justo si se comprende al arte de modo metafísico, si con él al mismo tiempo queda abierto qué vías de transfiguración obtendrán preeminencia en cada caso.


Durante cierto tiempo, Nietzsche tendió a considerar que su posición metafísica fundamental estaba decidida y asegurada con la contraposición jerárquica de verdad y arte. La verdad fija el caos y, gracias a esa fijación de lo que deviene, se mantiene en el mundo aparente; el arte, en cuanto transfiguración, abre posibilidades, libera lo que deviene en su devenir, y se mueve así en el mundo «verdadero». De ese modo queda realizada la inversión del platonismo. Bajo el supuesto de la interpretación nietzscheana del platonismo en el sentido de distinción del «mundo verdadero y el mundo aparente», puede decirse: el mundo verdadero es lo que deviene, el mundo aparente es lo fijo y consistente. El mundo verdadero y el mundo aparente han intercambiado sus lugares, sus rangos y su carácter. La inversión sólo es realizable sobre la base de esta distinción.


Si Nietzsche no hubiera sido un pensador, si no se hubiera mantenido firme en el centro oculto del ente como un guardia solitario interrogando abiertamente con la mirada, si como un «eterno veraneante» se hubiera dedicado simplemente a recortar y componer de cien libros distintos una imagen y una construcción del mundo destinada a sus cultos e incultos contemporáneos, para quedarse él, a su vez, muy tranquilo con ella, o dentro de ella, y resolver «contradicciones», entonces sí hubiera tenido que cerrar los ojos ante los abismos a cuyos bordes lo llevaba el expuesto proyecto de mundo. Pero Nietzsche no cerró los ojos, se dirigió directamente hacia lo que tenía que ver y recorrió hasta el extremo, en los dos últimos años de su pensar, ese camino que él mismo había abierto y que entonces se había vuelto inevitable.


Desconocemos prácticamente los últimos pasos de su pensar y presentimos menos aún el alcance que tienen, confundidos sobre todo por la opinión, convertida ya en un dogma, de que Nietzsche no habría tenido ya ningún «desarrollo» después del Zaratustra sino que «sólo» habría tratado de elaborar lo previamente alcanzado. Ahora bien, hablar aquí de «desarrollo» es simplemente inadecuado, pero si se piensa en esos términos hay que decir que el último «desarrollo» de Nietzsche, aún desconocido para nosotros, deja atrás todo los vuelcos que había soportado en el camino de su pensar.


Con lo dicho se revela que entonces la exposición que hemos hecho hasta ahora de la concepción nietzscheana de la esencia de la verdad tampoco podía brindar el resultado definitivo; que aún tenemos que dar el paso decisivo en su curso de pensamientos, si bien es cierto que sólo podremos darlo si sabemos lo anterior; en efecto, el paso extremo que da Nietzsche para determinar la esencia de la verdad no aparece de improviso. Pero tampoco se da «de suyo», como podría pensarse con posterioridad, sino que surge de la falta de miramientos del pensar que vuelve siempre a comenzar de nuevo. En efecto, el pensar pensante tiene su propia continuidad. Consiste en la sucesión de inicios cada vez más iniciales, un modo de pensar que le es tan lejano al pensar científico que ni siquiera se puede decir que le sea simplemente opuesto. Ahora bien, si el curso de pensamientos hacia la voluntad de poder despliega el pensamiento único de Nietzsche, el conocimiento y la verdad tendrán que mostrarse desembozadamente como una forma de la voluntad de poder sólo allí donde ellas mismas sean pensadas en su esencia extrema.


Intencionadamente se ha hecho referencia ya en varias ocasiones a una peculiar ambigüedad en el concepto nietzscheano de verdad, ambigüedad que Nietzsche nunca quiere enmascarar, pero a la que tampoco domina de inmediato con su interno carácter abismal. Ha resultado que lo verdadero correspondiente a esa verdad no es lo verdadero; pues lo verdadero correspondiente a esa verdad significa lo consistente re-presentado, lo que es fijado como ente. Esto fijo se revela, en la perspectiva conductora dirigida al caos, como una consolidación de lo que deviene; la consolidación se convierte en un renegar de lo que fluye, de lo que se sobrepuja; la consolidación es un apartarse de lo propiamente real. Lo verdadero, en cuanto aquello que, siendo fijado, consolida, se excluye, por ese renegar del caos, de la conformidad con lo propiamente real. En referencia al caos, lo verdadero de esta verdad no le es adecuado, o sea no es verdadero, es un error. Nietzsche lo expresa unívocamente en la proposición ya citada: « La verdad es la especie de error sin la cual una determinada especie de seres vivientes no podría vivir» (La voluntad de poder, 493; 1885). Esta proposición debería estar suficientemente aclarada y demostrada con lo discutido hasta el momento.


¿Pero qué hay allí de ambiguo? A lo sumo podríamos decir: la determinación unívoca de la verdad como una especie de error va en contra del pensar cotidiano corriente, que discurre siempre por una sola vía; es, dicho en griego, un par‹dojon. La siempre repetida interpretación de la verdad como error, como ilusión, como mentira, como apariencia, resulta más que unívoca. Sólo puede hablarse de ambigüedad cuando una y la misma cosa se piensa con un significado doble y diferente. Una ambigüedad esencial -que no se basa por lo tanto en una mera negligencia del pensar y el decir- existe sólo cuando es inevitable el doble significado de lo mismo.

Pero aquí está claro que: la verdad es una «especie de error».Y error quiere decir: pasar por alto la verdad, no acertar con la verdad. Ciertamente, y por ello el error deja de lado a la verdad.

¡Si la verdad no acometiera constantemente y de modo cada vez más imperioso en el error mismo, e incluso en él de manera más esencial que en lo verdadero! El error sigue estando referido a lo verdadero y a la verdad; ¿cómo podría ser el error un desacierto, como podría no acertar con la verdad, dejarla de lado y pasarla por alto, si ella simplemente no estuviera? Todo error vive en primer lugar -es decir en su esencia- de la verdad. Por lo tanto, cuando Nietzsche dice de modo inequívoco: la verdad es una especie de error, en ese concepto «error» tiene que pensar implícitamente: no acertar con la verdad, apartarse de ella.


La verdad que se concibe como error fue determinada como lo que ha sido fijado, como lo consistente. No obstante, el error así entendido piensa necesariamente la verdad en el sentido de una conformidad con lo real, es decir con el caos que deviene. La verdad como error es un no acertar con la verdad. La verdad es no acertar con la verdad. En la inequívoca determinación de la esencia de la verdad como error se piensa necesariamente la verdad dos veces, y en cada caso de modo diferente, es decir se la piensa de manera ambigua: por un lado como fijación de lo consistente y por otro como conformidad con lo real. Sólo sobre la base de esta esencia de la verdad como conformidad puede ser un error la verdad como consistencia. Esta esencia de la verdad que está puesta a la base del concepto de error es lo que en el pensamiento metafísico se determinó desde antiguo como adecuación a y conformidad con lo real, como õmoivsiw. La conformidad no tiene que interpretarse necesariamente en el sentido de una concordancia que copia y reproduce. Cuando Nietzsche rechaza, y con razón, el concepto de verdad en el sentido de una adecuación reproductiva, no necesita por ello repudiar también la verdad en el sentido de conformidad con lo real. Y efectivamente, no repudia de ningún modo esta determinación tradicional, que pareciera ser la más natural, de la esencia de la verdad. Ésta sigue siendo, por el contrario, el criterio para poner la esencia de la verdad como fijación en oposición al arte que, en cuanto transfiguración, es una conformidad con lo que deviene y sus posibilidades y precisamente en base a esa conformidad con lo que deviene, constituye un valor superior. Pero Nietzsche, a propósito de lo que el arte forma en sus creaciones, no habla de «verdad» sino de apariencia. Sabe que la obra de arte, en cuanto posee una forma, también tiene que fijar y que de ese modo se convierte asimismo en apariencia, aunque en una «apariencia» en la que aparecen y comparecen, es decir resplandecen, las posibilidades superiores de la vida. De este modo, también el concepto de apariencia se vuelve ambiguo.


Nos encontramos ahora en una doble ambigüedad que se entrecruza: verdad como fijación del ente (la verdad errónea) y verdad como conformidad con lo que deviene. Pero esta conformidad con lo que deviene, alcanzada en el arte, es una apariencia, apariencia en cuanto apariencialidad (la obra que se ha vuelto fija no es lo deviniente mismo) y apariencia en cuanto comparecer de nuevas posibilidades en aquella apariencia. Así como la verdad como error precisa de la verdad como conformidad, así también la apariencia como comparecer precisa de la apariencia en el sentido de la apariencialidad. Todo esto se presenta muy intrincado, por no decir embrollado, y sin embargo sus relaciones son sencillas, en el supuesto de que realmente pensemos, o sea de que recorramos con nuestra mirada la totalidad de la estructura de la esencia de la verdad y de la apariencia y de sus relaciones recíprocas.


Pero si en la verdad concebida como error se supone al mismo tiempo la verdad en el sentido de la conformidad, y si esta verdad se muestra también como apariencia y como apariencialidad, ¿no se vuelve todo finalmente error y apariencia? Todas las verdades y especies de verdades sólo son diferentes especies y grados de «errores» (cfr. n. 535). Entonces, efectivamente, no hay verdades ni hay verdad. Todo es sólo apariencia, un parecer de especie y grado diferente.


Hasta este extremo es necesario llegar. Este extremo no es la nada -como quisiera entenderlo un pensamiento de corto aliento- y el «nihilismo» que aquí se anuncia no es una fantasmagoría producida por pensamientos embrollados sino la adopción de una posición extrema en la que la «verdad» comprendida metafísicamente alcanza su última esencia posible. Con qué claridad ve Nietzsche este camino hacia una posición fundamental extrema, de qué modo inmediatamente histórico evalúa el alcance de esta acción pensante, en qué dirección busca la mutación de esencia de la verdad metafísica, todo esto lo muestra un fragmento que ha sido recogido en el libro La voluntad de poder (n. 749; primavera-otoño de 1887, reelaborado en primavera-otoño de 1888). No obstante, sólo lo comprenderemos -y aún entonces sólo de modo aproximado- si recorremos efectivamente hasta su extremo el curso de pensamientos nietzscheanos que lleva a la esencia de la verdad; en efecto, aún no estamos allí, aunque pueda parecer que ya todo se disuelve y aniquila y que por lo tanto ya no es posible nada más extremo en la interpretación de la verdad.

La verdad en cuanto tener-por-verdadero es error, aunque un error necesario. La verdad en cuanto conformidad con el devenir, el arte, es apariencia, pero una apariencia transfiguradora. No hay un «mundo verdadero» en el sentido de algo que permanezca igual, de algo eternamente válido. El pensamiento de un mundo verdadero como lo que en primer lugar, respecto de todo y por sí mismo, da la medida es un pensamiento que desemboca en la nada. El pensamiento de un mundo verdadero así pensado tiene que ser abolido; entonces sólo queda como resto el mundo aparente, el mundo como una apariencia en parte necesaria y en parte transfiguradora: verdad y arte como formas fundamentales en las que hace aparición el aparecer del mundo aparente. ¿Qué sucede con este mundo de la apariencialídad? ¿Después de que ha tenido que abolirse el mundo verdadero, puede decirse aún que nos queda como resto el mundo aparente? ¿Cómo puede quedar un resto si fuera de él no hay otra cosa? ¿El llamado resto no es entonces todo, la totalidad? ¿No es entonces el mundo aparente por sí solo el único mundo? ¿A qué debemos atenernos respecto de él, y cómo debemos mantenernos en él?

Nuestra pregunta es: ¿Qué sucede con el «mundo aparente» que aún queda después de la abolición del «mundo verdadero»? ¿Qué quiere decir aquí «apariencialidad»?


La elucidación de la esencia de la vida desde el aseguramiento de la existencia consistente que le es propio condujo a señalar el carácter perspectivista fundamental de la vida. Lo viviente está y se sostiene en cada caso en la trayectoria de una mirada dirigida a un círculo de posibilidades que están fijadas de uno u otro modo, ya sea como algo verdadero del conocimiento, ya sea como «obra» del arte. En cada caso, esa delimitación, el trazado de un horizonte, es: la instauración de una apariencia. Lo conformado tiene el aspecto de lo real, pero en cuanto conformado y fijo precisamente ya no es más caos sino un embate que ha sido fijado. La apariencia se erige en el espacio de la perspectiva del caso, en la cual impera un determinado punto de vista respecto del cual el horizonte es «relativo». De acuerdo con ello, dice Nietzsche en el n. 567 (1888):

«¡Lo perspectivo es, por lo tanto, lo que da el carácter de “apariencia”! ¡Como si quedara aún un mundo una vez que se quita lo perspectivo! Con ello se habría quitado la relatividad

Pero nosotros preguntamos: ¿qué importancia tendría que se quitara la relatividad? ¿No se ganaría así lo absoluto? ¡Como si con la desaparición de lo relativo hubiera de presentarse ya el tan deseado absoluto! ¿Pero por qué Nietzsche se interesa tan decididamente por la salvación de la relatividad? ¿Qué quiere decir con relatividad? Simplemente que la perspectiva proviene de la vida que crea un mirar que atraviesa y que, siempre desde un punto de vista, mira abriendo anticipadamente. «Relatividad» vale aquí como título para señalar que el círculo que envuelve a la perspectiva a modo de horizonte, el «mundo», no es más que una creación de la «acción» de la vida misma. Del ejercicio de la vida que lleva a cabo el viviente surge el mundo, y éste sólo es aquello que y tal como surge ¿Qué resulta de esto? El carácter aparente del mundo no puede seguir siendo comprendido como apariencia. Algunos párrafos más adelante, Nietzsche dice:

«No queda ya ni una sombra de derecho de hablar aquí de apariencia... »

¿Por qué? Porque la apertura de la perspectiva y el trazado de horizonte no ocurren por la vía de una adecuación a un mundo en sí consistente, y en general consistente, es decir «verdadero». ¿Si no tiene lugar ya ninguna medida ni ninguna estimación respecto de algo verdadero, cómo el mundo que surge de la «acción» de la vida podría seguir siendo tildado de «apariencia» y comprendido como tal? Con la comprensión de esta imposibilidad está dado el paso decisivo ante el que Nietzsche ha vacilado tanto tiempo, el paso hacia el saber que, con toda sencillez, tiene que expresar así lo que sabe: con la abolición del «mundo verdadero» también ha quedado abolido el «mundo aparente». ¿Pero qué es lo que queda si con el mundo verdadero cae también el aparente y, en general, esa distinción? La frase final de la nota n. 567, del último año de creación, responde:

«La contraposición del mundo aparente y el mundo verdadero se reduce a la contraposición “mundo” y “nada”.»

Verdad y apariencia están en la misma situación; verdad y mentira quedan eliminadas del mismo modo. En un primer momento da la impresión de que la verdad y la apariencia se hubieran disuelto en la nada y que la disolución quisiera decir aniquilación y la aniquilación el final y el final la nada y la nada el más extremo enajenamiento del ser.

Si pensamos de este modo, nos apresuramos demasiado y olvidamos que la verdad como error es un valor necesario y que la apariencia en el sentido de la transfiguración artística es, respecto de la verdad, el valor superior. En la medida en que necesidad quiere decir aquí: perteneciente a la consistencia y al ejercicio esencial de la vida, y si tal pertenencia constituye el contenido del concepto de «valor», entonces un valor representará una necesidad tanto más profunda cuanto más elevado sea su rango.


La transformación extrema de la verdad concebida metafísicamente


Verdad y apariencia, conocimiento y arte, no pueden, por lo tanto, haber desaparecido con la abolición del «mundo verdadero y el mundo aparente» y su contraposición. La esencia de la verdad, en cambio, tiene que haberse transformado. ¿Pero en qué sentido y en qué dirección? Evidentemente en aquella que se determina desde aquel proyecto conductor de la vida, y con ella del ser y de la realidad en general, que está ya a la base de la eliminación del mundo verdadero y el mundo aparente y de su contraposición. Es de presumir que este proyecto irá tanto más hasta el extremo del pensar metafísico desde el momento en que la interpretación enraizada en él y la aparente disolución de la verdad toman precisamente este camino. En el ámbito de lo extremo sólo existe la única pregunta de cómo se lo soportará; de si se lo comprenderá de acuerdo con su esencia oculta como final y se lo salvará pasando a algo que le corresponda, es decir, a otro inicio. Pero mucho antes de ello tenemos que llegar a saber adónde llega el propio Nietzsche en su marcha hacia el extremo.

En este extremo, en el que desaparece la diferencia entre un mundo verdadero y un mundo aparente, ¿qué sucede con el fundamento de esa diferencia y con su desaparecer? ¿Qué sucede ahora con la esencia de la verdad? Con esta pregunta alcanzamos el lugar en el que tiene que citarse el ya aludido fragmento en el que Nietzsche deja vislumbrar la dirección de la última transformación metafísica de la verdad fundada metafísicamente como õmoivsiw.

El referido fragmento se encuentra con el número 749 en el capítulo tercero del tercer libro de La voluntad de poder. Este capítulo fue titulado por los editores: «La voluntad de poder como sociedad y como individuo». La primera sección, en la que se integró este fragmento, lleva el encabezamiento «Sociedad y Estado». El fragmento dice así:

«Los príncipes europeos tendrían que meditar realmente acerca de si pueden prescindir de nuestro apoyo. Nosotros, inmoralistas, somos hoy el único poder que no necesita aliados para llegar a la victoria: por eso somos, con mucho, los más fuertes entre los fuertes. Ni siquiera necesitamos la mentira: ¿qué otro poder podría prescindir de ella? Una fuerte seducción lucha por nosotros, quizás la más fuerte que haya: la seducción de la verdad... ¿de la “verdad”? ¿Quién me ha puesto esta palabra en la boca? Pero ya la vuelvo a sacar, desdeño la orgullosa palabra: no, tampoco la necesitamos a ella, llegaríamos al poder y a la victoria también sin la verdad. El encanto que lucha por nosotros, el ojo de Venus que cautiva y enceguece hasta a nuestros enemigos, es la magia del extremo, la seducción que ejerce todo extremo: nosotros, inmoralistas, somos los extremos...»

Nietzsche habla aquí del poder supremo y único de los más poderosos. Éstos ya no necesitan aliados, ni siquiera aquellos de los que por lo común y en general tiene necesidad todo poder. Todo poder, en la medida en que es la instauración de la violencia en la apariencia del derecho, precisa de la mentira, de la simulación, del encubrimiento de sus propósitos con la proclama de fines aparentemente perseguidos para la felicidad de los sometidos. Los más poderosos a los que se refiere Nietzsche no necesitan de estos aliados, en su favor lucha la «verdad» misma, la verdad como seducción, e incluso la verdad ya no necesita ser llamada así, pues con la superación de la distinción metafísica la verdad ha quedado eliminada en el extremo de la õmoivsiw. En favor de los más poderosos lucha «el encanto» del extremo. Por medio del encantamiento, el encanto eleva a otro mundo y hace que en él los encantados lleguen a sí mismos de modo diferente. El encantamiento no es aturdimiento. El encantamiento acontece aquí gracias a la producción de lo extremo, que fuerza al encantamiento tanto a los que se deciden por lo verdadero como a los que se satisfacen con lo aparente.

La doble ambigüedad de verdad y apariencia fuerza a lo que no es ni lo uno ni lo otro, a lo que no es ni verdad ni apariencia y que sin embargo hace posible a ambas en su ambigua relación recíproca, sin poder jamás ser explicado a partir de ellas. Los más poderosos, los que osan producir lo extremo, se llaman a sí mismos «los extremos» o también los «inmoralistas». La recta comprensión de este nombre nos ayudará a hacernos un concepto más claro de estos extremos y de lo que lleva al triunfo a lo extremo que hay en ellos por la fuerza de su encanto.


«Inmoralista»: esta palabra nombra un concepto metafísico. «Moral» no quiere decir aquí ni «moralidad» ni «doctrina de las costumbres». «Moral» tiene para Nietzsche el significado amplio y esencial de posición de lo ideal, en el sentido de que lo ideal, en cuanto es lo suprasensible fundado en las ideas, constituye la medida de lo sensible, mientras que lo sensible es considerado como lo inferior y carente de valor y por lo tanto, como lo que tiene que ser combatido y erradicado. En la medida en que toda metafísica se funda en la distinción del mundo suprasensible como mundo verdadero y el mundo sensible como mundo aparente, todo metafísica es «moral». El inmoralista se opone a la distinción «moral» que funda toda metafísica, niega la distinción de un mundo verdadero y un mundo aparente y el orden jerárquico puesto en ella. «Nosotros, inmoralistas» quiere decir: nosotros que estamos fuera de la distinción que sostiene a la metafísica. En ese sentido hay que tomar también el título de la obra que publicó Nietzsche en sus últimos años: Más allá del bien y del mal.

No admitir ya la distinción de un mundo verdadero y un mundo aparente, ser inmoralista, significa ir hacia ese extremo en el que no está permitido ya recoger de un mundo en sí verdadero los fines y los criterios para un mundo aún no verdadero e imperfecto. Nietzsche dice que los «príncipes europeos» (los que conforman y dirigen la historia y el destino de los pueblos) deberían reflexionar acerca de si aún pueden prescindir del apoyo de los inmoralistas. Esto quiere decir: deberían tener claro si las metas que proponen o admiten como válidas para sus naciones son aún verdaderas metas, si las hipócritas apelaciones a la moral, a los valores culturales, a la civilización y el progreso, no tienen como fondo una metafísica hace tiempo derrumbada. Los «príncipes» deberían reflexionar sobre si éstas son aún metas fundamentables o una simple fachada, despojos ya no pensados a fondo de un mundo metafísico en ruinas; deberían reflexionar sobre si se pueden crear metas a partir de «este mundo» y para él, sobre si aún está vivo un saber que pueda saber acerca de la esencia de las metas y de su fundación.


Al nombrar a los «príncipes europeos» Nietzsche piensa en el sentido de lo que para él significa «la gran política»: la determinación del lugar del hombre en el mundo y de su esencia. «Gran política» es aquí sólo otro nombre para la metafísica más propia de Nietzsche. ¿Pero qué es entonces la meditación de los inmoralistas?


En tal meditación se produce la decisión sobre la distinción entre un «mundo verdadero» y un «mundo aparente», decisión que fundamenta a la metafísica misma. La decisión se convierte en abolición de ambos mundos y de su distinción. Esta abolición no exige más que: pensar hasta el extremo la determinación de la esencia de la verdad que ha reinado hasta ahora, tomar en serio las consecuencias esenciales ante las que coloca el pensar extremo.

En la nota n. 749 tenemos ante nosotros este pensar extremo, aunque encubierto por un misterioso modo de decir que señala que el pensador sabe algo aún más esencial sobre el concepto extremo de verdad. La nota sólo se vuelve accesible a un repensar prolongado y recurrente; no obstante, ya a un primer meditar se le muestra que en ella se trata de la esencia de la verdad y de la decisión extrema sobre ella.


Los editores del libro La voluntad de poder han pensado de modo muy extrínseco, o bien no han pensado en absoluto, cuando, extraviados evidentemente por las primeras palabras del fragmento: «Los príncipes europeos...», sólo se les ocurrió relacionarlo de inmediato con el «estado» y la «sociedad» y colocaron el fragmento en el sitio completamente equivocado en el que ahora se encuentra. A causa de esta equivocación aparentemente inofensiva, el contenido y el peso del fragmento quedan ocultos; no logra salir a la luz la pregunta totalmente decisiva que encierra en sí, la pregunta: ¿qué sucede cuando ha caído la distinción entre un mundo verdadero y un mundo aparente?, ¿qué ocurre con la esencia metafísica de la verdad?


Nietzsche ha respondido en la obra El ocaso de los ídolos, escrita e impresa en pocos días antes del 3 de septiembre de 1888, pero publicada sólo en 1889, después de su colapso. En esa obra se encuentra una sección que lleva el título: «Cómo el mundo verdadero se convirtió finalmente en fábula. Historia de un error». En seis breves párrafos se relata esta historia (cfr. pág. 240). El último párrafo dice:

«6) Al mundo verdadero lo hemos abolido: ¿qué mundo queda?, ¿el aparente, quizá?... ¡Pues no!, ¡con el mundo verdadero también hemos abolido el aparente!

(Mediodía; instante de la sombra más corta; fin del error más largo; punto más elevado de la humanidad; INCIPIT ZARATUSTRA).» (VIII, 82/83)

Aquí nuevamente, lo decisivo, es decir la indicación positiva de lo que ahora, después de la caída de la distinción metafísica fundamental, es, está entre paréntesis.

La respuesta a nuestra pregunta acerca de qué ha ocurrido con la esencia de la verdad después de la abolición del mundo verdadero y el mundo aparente, reza: «Incipit Zaratustra». Pero para nosotros, esta respuesta es de momento sólo un conglomerado de preguntas. Sólo ahora, con la abolición de la distinción que sustenta a la metafísica occidental, comienza Zaratustra. ¿Quien es «Zaratustra»? Es el pensador cuya figura Nietzsche ha creado por anticipado y tenido que crear porque es el extremo, el extremo dentro de la historia de la metafísica. El «incipit Zaratustra» dice que con el pensar de este pensador se vuelve necesaria y dominante aquella esencia de la verdad que Zaratustra ya ha expresado, «sobre» la cual, en la medida en que ese pensar comienza, ya no está permitido hablar, porque, como consecuencia de esa esencia de la verdad, tiene que actuarse de modo pensante con el «incipit»;pues el «incipit Zaratustra» tiene también otro nombre: «incipit tragoedia» (La gaya ciencia, n. 342).


Otra vez una expresión oscura, impenetrable mientras no sepamos que Nietzsche piensa en el sentido de la tragedia griega, mientras no comprendamos y evaluemos que y por qué ésta siempre comienza con el «ocaso» del héroe. Con la abolición de aquella distinción entre el mundo verdadero y el mundo aparente comienza el ocaso de la metafísica Pero el «ocaso» no es un cesar y perecer, sino que es el fin en cuanto acabamiento extremo de la esencia. Sólo una esencia suprema puede tener un «ocaso».

Preguntamos nuevamente: Qué ocurre ahora, en el ocaso, con la esencia metafísica de la verdad? Qué dice sobre la verdad aquel que entra en el ocaso, aquel a quien Nietzsche denomina Zaratustra? ¿Qué pensamiento piensa Nietzsche acerca de la esencia de la verdad en los años de la creación de Así habló Zaratustra? Nietzsche piensa al extremo la esencia de la verdad en los términos de lo que llama «justicia».


La verdad como justicia


El pensamiento de la justicia domina desde temprano el pensar de Nietzsche. Historiográficamente puede mostrarse que se le ilumina en una meditación sobre la metafísica preplatónica, en especial la de Heráclito. Pero el hecho de que precisamente este pensamiento griego de la justicia, de la dÛkh, se encendiera en él y siguiera ardiendo de modo cada vez más oculto y silencioso a lo largo de todo su pensar, inflamándolo continuamente, no tiene su razón en esas ocupaciones «historiográficas» con la filosofía preplatónica sino en la destinación histórica a la que se somete el último metafísico de occidente. Por ello Nietzsche ha creado en la figura de Zaratustra el ideal de ese pensar que era para él mismo inalcanzable. Por eso también, en la época del Zaratustra el pensamiento de la justicia se expresa, aunque rara vez, de la manera más decidida. Los pocos pensamientos capitales sobre la «justicia» no fueron publicados. Se encuentran en breves notas redactadas en la época del Zaratustra. Después, en los últimos años, Nietzsche calla completamente sobre lo que llama justicia. Sobre todo, en ninguna parte se encuentra el menor intento de establecer, de modo explícito y partiendo de los fundamentos primeros de su pensar, una conexión estructurada entre el pensamiento de la justicia y los comentarios acerca de la esencia de la verdad. Además, falta toda indicación de que, y por qué, la abolición de la distinción metafísica de un mundo verdadero y un mundo aparente obliga a volver a la antigua determinación metafísica de la esencia de la verdad como õmoivsiw y al mismo tiempo, a interpretarla sin embargo como ajusticia».


No obstante, si se piensa de una manera suficientemente decidido el concepto nietzscheano de verdad, estas conexiones y su necesidad pueden hacerse visibles. Más aún, deben hacerse visibles; pues sólo con una clara visión de elles la esencia de la verdad y del conocimiento se descubre como una figura de la voluntad de poder, y ésta misma como carácter fundamental del ente en su totalidad. El presupuesto y el hilo conductor de nuestro proceder seguirá siendo, sin embargo, la meditación histórica que, partiendo del preguntar la pregunta fundamental de la filosofía, concibe el inicio y el fin de la metafísica occidental en su enfrentada unidad histórica, es decir que, partiendo de una meditación más originaria, no piensa ya de modo metafísico sino que pregunta y transforma la pregunta conductora de la metafísica «¿qué es el ente?» desde la pregunta fundamental (ya no metafísica) por la verdad del ser. El siguiente curso de pensamientos queda así ya articulado.

En primer lugar trataremos de pensar hasta el extremo la esencia de la verdad preguntándonos qué será de la verdad después de la eliminación de la distinción de un mundo verdadero y un mundo aparente. A partir de allí se tratará entonces de ver qué, y cómo, en ese extremo se vuelve inevitable el pensamiento de la «justicia». En esto, todo depende de que se comprenda la justicia en el sentido de Nietzsche y de que sus pocas expresiones sobre ella se integren en el dominio de la cuestión de la verdad metafísica que hemos venido caracterizando hasta el momento. La comprensión de estos pasos y la posibilidad de rehacerlos dependen del éxito del primero. En esto Nietzsche no nos proporciona ninguna ayuda, ya que no fue capaz de ver el enraizamiento histórico de la cuestión metafísica de la verdad en general y el de sus propias decisiones en particular.


En primer lugar, pensemos hasta su extremo la verdad concebida metafísicamente siguiendo dos vías: en un caso, partiendo del concepto de verdad más propio de Nietzsche; en el otro, retrocediendo a la determinación metafísica siempre conductora, implícita y más general de la esencia de la verdad.


La primera vía


Nietzsche comprende la verdad como tener-por-verdadero. Éste es -si se lo piensa más profundamente, retrocediendo al fundamento de su posibilidad- el inventivo pre-suponer un horizonte de entidad, la unidad de las categorías en cuanto esquemas. El inventivo pre-suponer tiene su ejercicio fundamental en lo que expresa el principio de no contradicción: en el fijar lo que en general quiera decir entidad. Entidad querrá decir: consistencia, en el sentido de tal consolidación. Ese fijar es el originario tener-por-verdadero que da a todo conocimiento la prescripción hacia el ente en cuanto tal. El tener-por-verdadero tiene originariamente el carácter de una orden. ¿De dónde toma su patrón de medida este dar orden? ¿Qué le indica aunque más no sea la dirección? ¿El tener-por-verdadero en cuanto ordenar no se convierte en el juguete de un arbitrio impenetrable y no vinculado a nada?


¿Adónde va a parar la esencia de la verdad si se la retrotrae a un ordenar sin fundamento ni dirección? Después de la abolición de la distinción metafísica queda vedada toda escapatoria hacia una adecuación a algo «verdadero» existente «en sí»; pero también igualmente la estimación de lo fijado en el representar como algo sólo «aparente». ¿El tener-por-verdadero posee aún de algún lado y por sí un carácter concluyente y vinculante? Si aún lo tiene y si puede tenerlo, sólo será desde sí mismo. Por ello, el enraizamiento aún más originario del carácter de orden del tener-por-verdadero tiene que contener y proporcionar algo así como la donación de una medida, o bien hacerla prescindible sin caer por ello en la pura arbitrariedad de lo que carece totalmente de vínculo. En la medida en que este tener-por-verdadero, a pesar de todo el alejamiento del ámbito de la distinción del mundo verdadero y el mundo aparente, debe mantener en algún sentido la esencia de la verdad hasta entonces aceptada, esta esencia de la verdad debe imponerse también en el acto fundamental del tener-por-verdadero.


La otra vía


La interpretación de la verdad como tener-por-verdadero mostró que el representar [Vorstellen] como poner‑delante [Vor-stellen] es un poner-delante [Vor-stellen] de lo que embiste y de ese modo el volver consistente del caos. Lo verdadero de este tener-por-verdadero consolida lo que deviene, con lo que precisamente no corresponde con el carácter de devenir del caos. Lo verdadero de esta verdad es no correspondencia, no verdad, error, ilusión. Pero la caracterización de lo verdadero como una especie de error se funda en la adecuación de lo puesto-delante a lo que ha de fijarse. Incluso cuando lo verdadero propio del tener-por-verdadero es comprendido como lo no verdadero se pone aún como base la esencia más general de la verdad en el sentido de la õmoivsiw. Pero si se derrumba el «mundo verdadero» de lo en sí ente, y con él también la distinción respecto de un mundo sólo aparente, ¿no es arrastrada por ese derrumbe también la esencia más general de la verdad en el sentido de la õmoivsiw? De ninguna manera, antes bien sólo ahora llega esta esencia de la verdad a una exclusividad sin obstáculos.


En efecto, el conocimiento, en cuanto aseguramiento de la existencia consistente, es necesario, pero el arte, en cuanto valor superior, es aún más necesario. La transfiguración crea las posibilidades para que la vida se supere y supere sus limitaciones respectivas. El conocimiento pone en cada caso los límites para que haya siempre algo que superar y el arte conserve su necesidad superior. El arte y el conocimiento se necesitan recíprocamente en su esencia. Sólo en su relación recíproca, el arte y el conocimiento proporcionan el total aseguramiento de lo viviente como tal.

¿Pero qué es ahora, después de todo lo dicho, el aseguramiento de la existencia consistente? Ni sólo fijación del caos en el conocimiento ni sólo transfiguración en el arte, sino las dos cosas a la vez. Pero ambas son en esencia una sola: asimilación y ordenación de la vida humana al caos: õmoivsiw. Esta asimilación no es una igualación a lo allí presente que lo imita y lo reproduce, sino: transfiguración que fija, ordenarte-inventiva, perspectivista-horizontal.


Si la verdad es en esencia una asimilación al caos, y si este asimilar ordena e inventa, surge con mayor fuerza la pregunta: ¿de dónde toman su medida, su directiva [Richte] el tener-por-verdadero y el ser verdadero, en cuanto asimilación, de dónde surge algo recto [Rechte]? Preguntando de este modo hemos llevado al extremo el tener-por-verdadero como ordenar y la õmoivsiw como asimilación al caos. Se vuelve inevitable el pensamiento de que la asimilación misma y sólo ella puede y debe dar la medida y producir lo recto, de que ella decide en esencia sobre la medida y la directiva. En cuanto õmoivsiw, la verdad tiene que ser lo que Nietzsche llama «justicia» [Gerechtigkeit].

¿Qué quiere decir Nietzsche con la palabra «justicia», que nosotros inmediatamente relacionamos con el derecho y la jurisprudencia, con la moralidad y la virtud? Para Nietzsche, la palabra «justicia» no tiene ni un significado «jurídico» ni un significado «moral», sino que, antes bien, nombra aquello que debe asumir y ejecutar la esencia de la õmoivsiw: la asimilación al caos, es decir al ente en su totalidad, y por lo tanto éste mismo. Pensar el ente en su totalidad, más concretamente, pensarlo en su verdad y pensar la verdad en él, eso es metafísica «Justicia» es aquí el nombre metafísico para referirse a la esencia de la verdad, al modo en el que en el final de la metafísica occidental tiene que pensarse la esencia de la verdad; el mantenimiento de la esencia de la verdad como õmoivsiw y la interpretación de ésta como justicia hacen del pensamiento metafísico que lleva a cabo esta interpretación el acabamiento de la metafísica.

El pensamiento nietzscheano de la «justicia», en cuanto comprensión de la verdad llevada al extremo, es la necesidad última de la más interna consecuencia de que la Žl®yeia haya tenido que permanecer impensada en su esencia y la verdad del ser, incuestionada. El pensamiento de la «justicia» es el acontecimiento [Geschehnis] del abandono del ente por parte del ser dentro del pensar del ente mismo.


Captaremos mejor el pensamiento nietzscheano de la justicia y nos veremos menos obstaculizados y confundidos por opiniones preconcebidas si nos atenemos al concepto que expresa la palabra: lo justo [das Gerechte] es el conjunto unitario de lo recto [das Rechte] -«recto», rectus es lo «derecho» [das «Gerade»], lo ajustado a uno [das Mund-gerechte], lo que a uno le va, lo que se le adapta-, la dirección que indica y lo que se asimila a ella. Juzgar [richten] es prescribir una dirección [Richtung] y ordenarse a ella.


Nietzsche comprende por justicia aquello que hace posible y necesaria la verdad en el sentido de tener-por-verdadero, es decir de la asimilación al caos. Justicia es la esencia de la verdad, entendiendo «esencia» de modo metafísico como fundamento de posibilidad. En todos los casos en que Nietzsche trata de comprender la esencia de la verdad en los últimos años de su pensar, después de la publicación de Así habló Zaratustra, la piensa desde el fundamento de su posibilidad: desde la justicia. Tiene de ésta un saber profundo, y sin embargo rara vez habla de ella. Si prescindimos de observaciones ocasionales y por sí mismas apenas comprensibles, hay sólo dos notas casi simultáneas que perfilan -aunque con la mayor precisión- la esencia de la verdad.


La primera de ellas lleva por título «Los caminos de la libertad» (XIII, n. 98, págs. 41 s.) y es del año 1884. Por su contexto implícito, la «justicia» es comprendida como el auténtico camino para ser libre, sin que se diga nada sobre la libertad misma. Sabemos, sin embargo, por la primera parte de Así habló Zaratustra, por el capítulo «Del camino de los creadores», qué pensaba Nietzsche en esa época (1882/ 83) acerca de la libertad y cómo lo pensaba; citémoslo en la medida en que permite ver la conexión entre libertad y justicia:

«Libre te llamas? Quiero oír tus pensamientos dominantes, y no que te has escapado de un yugo.

¿Eres de aquellos a los que les está permitido escaparse de un yugo? Hay más de uno que se desprendió de su último valor al desprenderse de su servidumbre.

¿Libre de qué? ¿Qué le importa eso a Zaratustra? Pero que tu ojo me anuncie con claridad: ¿libre para qué?

¿Puedes darte a ti mismo tu mal y tu bien y poner sobre ti tu voluntad como una ley? ¿Puedes ser juez para ti mismo y vengador de tu ley?

Es terrible estar solo con el juez y vengador de la propia ley. Así se ve arrojado un astro al espacio desierto y al gélido aliento de la soledad.

Injusticia y basura le arrojan al solitario: pero hermano mío, ¡si quieres ser un astro, no por eso tienes que dejar de alumbrarlos!»

Ser libre está aquí comprendido como ser libre para..., libre hacia..., como un proyectarse vinculante a una «perspectiva», como un ir-más allá de sí mismo. De acuerdo con el fragmento Los caminos de la libertad, el auténtico ser libre es la «justicia»; en efecto, de ella se dice lo siguiente:

«Justicia como modo de pensar constructivo, eliminador, aniquilador, a partir de las estimaciones de valor: supremo representante de la vida misma

La justicia como «modo de pensar»; y no como «un» modo entre otros. Nietzsche quiere destacar que la justicia -tal como él la entiende- tiene el carácter fundamental del pensar. Pero éste se ha determinado para nosotros de manera más precisa como inventar y ordenar. Es tal cuando no se trata del pensar cotidiano y ejercido directamente, del pensar en el sentido del calcular, que sólo se mueve dentro de un horizonte fijo, sin verlo, pero yendo sin embargo de aquí para allá en el interior de sus fronteras. El pensar es inventivo y ordenante cuando se trata de ese pensar en el que se fija de antemano y en general un horizonte cuya existencia proporciona una condición para la vitalidad de lo viviente. De este pensar se trata aquí, cuando Nietzsche comprende la justicia como modo de pensar; en efecto, dice expresamente: la justicia es el modo de pensar «a partir de las estimaciones de valor».

De acuerdo con las múltiples elucidaciones que se han venido haciendo, estimación de valor quiere decir: poner condiciones de la vida. Por «valores» no se entienden aquí circunstancias arbitrarias, algo que se valora una vez de un modo y otra vez de otro según la ocasión y los diferentes puntos de vista. «Valor» es el nombre que designa las condiciones esenciales de lo viviente. «Valor» equivale aquí a esencia en el sentido de posibilitación, de possibilitas. Las «estimaciones de valor» no significan, por lo tanto, las valoraciones llevadas a cabo en el dominio del cálculo cotidiano de las cosas y del entenderse entre los hombres, sino aquellas decisiones que se toman en el fondo de lo viviente -aquí del hombre- sobre la esencia del hombre mismo y de todo ente no humano.


Justicia es el pensar a partir de tales estimaciones de valor. Nietzsche habla aquí en términos absolutos, al decir: justicia como modo de pensar a partir de las estimaciones de valor; esto suena esencialmente diferente a decir: justicia es «un» modo de pensar a partir de estimaciones de valor.

Pero aún así, el pensar «a partir de las estimaciones de valor» podría seguir siendo mal interpretado en el sentido de que se tratara sólo de la consecuencia «a partir» de las estimaciones de valor, cuando no es otra cosa que el ejercicio de la estimación misma. Por ello, este pensar tiene un modo característico que Nietzsche destaca concisa y penetrantemente con tres adjetivos, a los que además nombra sucesivamente siguiendo un orden esencial.

En primer lugar, es decir, sobre todo, el pensar es «constructivo». Esto implica, en general: este pensar es el que levanta aquello que aún no está y quizás nunca llegue a estar ni tener consistencia como algo allí delante. No invoca ni se apoya en algo dado, no es una adecuación, sino aquello que se nos mostró como el carácter inventivo de la posición de horizonte dentro de una perspectiva. «Construir» no quiere decir sólo producir algo que no está allí presente, sino que significa erigir y alzar, ir hacia lo alto, más exactamente: conquistar primero una altura, fijarla y establecer así una directiva. En ese sentido, el «construir» es un ordenar que eleva él mismo por vez primera la pretensión de orden y crea un ámbito de orden.


En la medida en que e-rige [er-richtet], el construir, al mismo tiempo y de antemano, tiene que fundarse en un fundamento. Con el ir-hacia-lo-alto se forma y se abre al mismo tiempo una mirada abierta y en rededor. La esencia del construir no radica ni en acumular unas sobre otras partes de la obra, ni en ordenarlas de acuerdo con un plan, sino previa y únicamente en que en el e-rigir se abre por medio de lo erigido un nuevo espacio, una atmósfera diferente. Cuando esto no sucede, lo construido tendrá que ser explicado posteriormente como un «símbolo» de algo diferente y los periódicos tendrán que establecerlo como tal para la opinión pública. Hay construir y construir. La justicia, en cuanto es este poner algo recto que construye, es decir, que fundamenta y erige, que forma una vista, es el origen esencial del carácter inventivo y ordenante de todo conocer y crear.


El pensar constructivo es al mismo tiempo «eliminador». El construir, por lo tanto, no se mueve de antemano nunca en el vacío, sino que se mueve en el interior de aquello que se impone y se abre paso como lo pretendidamente determinante y quisiera no sólo obstaculizar el construir sino volverlo in-necesario. El construir, en cuanto e-rigir, al mismo tiempo siempre tiene que de-cidir [ent-scheiden] acerca de la medida y la altura, y por consiguiente tiene que e-liminar [auss-cheiden] y darse previamente a sí mismo el espacio en el que erigir sus medidas y alturas y abrir sus vistas. El construir pasa a través de decisiones.


El pensar constructivo y eliminador es al mismo tiempo «aniquilador». Aparta lo que previamente y hasta ese momento aseguraba la existencia consistente de la vida. Este apartar deja el camino libre de consolidaciones que pudieran impedir que el erigir se lleve a cabo. El pensar constructivo y eliminador puede y tiene que llevar a cabo este apartar porque, en cuanto erigir, fija ya la existencia consistente en una posibilidad superior.


La justicia tiene la constitución esencial del pensar constructivo, eliminador, aniquilador. De este modo lleva a cabo la estimación de valor, es decir: aprecia qué hay que poner como condición esencial de la vida. ¿Y «la vida» misma? ¿En qué se basa su esencia? La respuesta a esta pregunta está ya dada por la caracterización de la esencia de la justicia; en efecto, Nietzsche redondea su nota sobre la justicia pasando, con dos puntos, a la siguiente expresión que subraya: «supremo representante de la vida misma».

De acuerdo con el contexto de toda la nota, la vida es comprendida ante todo como vida humana. Ésta, en su esencia, se representa, se expone en la justicia y como justicia.

«Representante» no quiere decir aquí «lo que está en lugar de», no quiere decir «fachada» ni pre-texto de algo que él mismo no es. «Representante» tampoco quiere decir aquí «expresión», sino aquello en lo que la vida misma expone su esencia, porque en el fondo de su esencia no es otra cosa que «justicia». Ésta es «supremo» representante; la esencia de la vida no puede pensarse más allá de ella.

La proposición «la esencia de la vida humana es justicia» no quiere decir, entonces, que en todas sus acciones y omisiones el hombre sea «justo» en el usual significado jurídico-moral, como si actuara siempre de acuerdo con lo que es justo y recto.


La proposición «la esencia de la vida humana es justicia» tiene carácter metafísico y quiere decir: la vitalidad de la vida no consiste en ninguna otra cosa más que en ese pensar constructivo, eliminador y aniquilador; este fundar una altura que ofrece una vista, fundar que abre vías y erige al decidir, es el fundamento de que el pensar muestre el carácter esencial del inventar y el ordenar en el que se abren perspectivas y se forma un horizonte. Con la comprensión de la esencia de la justicia como el fundamento esencial de la vida queda fijado el respecto en el que únicamente puede decidirse si, cómo y dentro de qué límites el pensamiento de Nietzsche es «biologista».


La justicia es aquello en lo que se funda la vida que se sustenta en sí misma. El tener-por-verdadero recibe su ley y su regla de la justicia. Ésta es el fundamento esencial de la verdad y del conocimiento, aunque, por supuesto, sólo si pensamos «la justicia» de modo metafísico en el sentido de Nietzsche y tratamos de comprender en qué medida alude a la constitución de ser de lo viviente, es decir del ente en su totalidad.


Las tres determinaciones: construir, eliminar, aniquilar, caracterizan el modo de pensar en el que es concebida la justicia. Pero estas tres determinaciones no sólo están ordenadas siguiendo una determinada sucesión jerárquica, sino que, al mismo tiempo, y sobre todo, expresan la movilidad interna de ese pensar: al construir se yergue (erigiendo sólo entonces la altura) hacia esta última, y con ello lo mismo que así piensa se sobreeleva, se decide en contra de sí mismo y deja lo fijado debajo y detrás de sí. Este modo de pensar es un sobreelevarse, es el hacerse dueño de sí escalando, y erigiendo, una altura más elevada. Al elevarse sobreelevándose lo denominamos sobrepotenciamiento. Ésta es la esencia del poder.

Comúnmente se entiende por poder [Macht] la institución ordenada, planificante y calculante de una violencia [Gewalt]. El poder se toma como una especie de violencia. Acrecentamiento de poder y predominio significan entonces acumulación y disposición de medios de violencia, así como su posible extensión y empleo siguiendo un cálculo. Lo que ejerce violencia -lo que actúa en el sentido de la violencia, lo violento- se muestra como lo que se desencadena de modo arbitrario, incalculable, ciego. A lo que allí estalla se les denomina fuerzas. La violencia es, entonces, un almacenamiento de fuerzas que impulsa a estallar, que no es dueña de sí misma. Pero fuerza quiere decir capacidad de producir un efecto. Y producir un efecto significa: transformar en otro lo que en cada caso está allí delante. Las fuerzas son puntos de efectuación, donde «punto» señala la concentración en algo que afluye de manera impulsiva y que sólo es en el campo de tal afluir. De ese modo, se comprende al poder como una especie de violencia, a la violencia como fuerza, y a la fuerza como un ciego hervidero de impulsos que no es ulteriormente comprensible y que sin embargo está operante por doquier y es experimentable en sus efectos.


Es necesario hacer alusión a esta posible y corriente dirección interpretativa al pensar el concepto de poder, porque el propio Nietzsche, en numerosas ocasiones -y con frecuencia en pasajes en los que quiere dar un énfasis y una preponderancia especial a su pensamiento del poder- habla de «fuerza» y «exteriorizaciones de fuerza» en lugar de poder y relaciones de poder. Muchos pasajes suenan para el oído común como si Nietzsche aspirara a una dinámica general de «explosiones» de «centros de fuerza» extendida a la totalidad del mundo, muy en el tipo de las «cosmovisiones» que surgían en su tiempo y que tenían la especial ambición de estar «sostenidas científicamente», independientemente de que fuera la física, la química o la biología quien asumiera la tarea de proporcionar las representaciones conductoras.


Si pensamos el pensamiento nietzscheano del poder en el círculo visual del concepto general de fuerza, muy indeterminado y sin embargo de cierto modo corriente, permaneceremos por completo en un nivel superficial, y de manera tal que además tomaremos erróneamente tal superficie por el centro mismo. Este centro, la esencia de lo que Nietzsche nombra con la palabra «poder», y con frecuencia también con la palabra «fuerza», se determina en verdad a partir de la esencia de la justicia. Así, con la mirada dirigida a la esencia del poder como sobreelevarse hacia la esencia, estamos en posesión de las condiciones previas para comprender el segundo pasaje en el que Nietzsche habla acerca de la justicia.


La nota es casi contemporánea de la antes citada y forma parte de las reflexiones pertenecientes al período que se extiende entre la redacción de la tercera y la cuarta parte de Así habló Zaratustra (1884; XIV, 80). El pasaje dice así:

«Justicia, como función de un poder que mira lejos en torno a sí, que ve más allá de las pequeñas perspectivas del bien y del mal, que tiene, por lo tanto, un horizonte de ventaja más amplio, la intención de conservar algo que es más que esta o aquella persona.»

Observamos en primer lugar una cierta consonancia entre las dos determinaciones. En la primera se decía: «Justicia»... «supremo representante de la vida misma»; ahora Nietzsche dice: «Justicia, como función de un poder que mira lejos en torno». «Función», «cumplir una función», quiere decir: ejercicio, ejecución, el modo en el que el aludido poder es poder y lo ejerce. «Función» no significa aquí algo sólo dependiente de ese poder y añadido a él posteriormente, sino que es él mismo en el ejercicio de su poder. ¿A qué poder se refiere Nietzsche cuando habla de «un» poder? No se refiere a «un» poder entre y junto a otros, sino a aquel único que aún está por nombrar y que ejerce su poder más allá de cualquier otro, aquel que, en correspondencia con la expresión «supremo representante», es el poder supremo.


Este poder mira lejos en torno, es por lo tanto cualquier cosa menos una fuerza que impulsa ciegamente llevada a cualquier lado. El mirar lejos en torno no es un mero dejar vagar la mirada a su alrededor de un lado a otro en lo que está allí delante. El mirar lejos en torno es un ver más allá de las pequeñas perspectivas, y por lo tanto es también él mismo, y con más razón, un mirar perspectivista, es decir, un mirar que abre perspectivas.


¿Hacia dónde va este mirar previo que abre, qué vista ofrece? Nietzsche responde en primer lugar de modo indirecto nombrando las perspectivas más allá de las cuales se ve: «las pequeñas perspectivas del bien y del mal». Bien y mal son los títulos que corresponden a las distinciones fundamentales de la «moral». A la moral Nietzsche la comprende de modo metafísico. El «bien» es el «ideal», la idea y lo que está aún más allá de ella, lo propiamente ente, öntvw ön. El «mal» es el nombre metafísico de lo que no debe ser un ente, el m¯ ön. Pero en esto reside la distinción del mundo verdadero (en sí ente) y el mundo aparente. Esta distinción alude a perspectivas respecto de las cuales la justicia ve más allá. Justicia es ir con la visión más allá de esas pequeñas perspectivas hacia una gran perspectiva. El ver más allá de las perspectivas tenidas hasta el momento corresponde al carácter eliminador del modo de pensar constructivo como el cual ha sido determinada anteriormente la justicia. Pero el construir se aclara ahora con el carácter de mirar lejos en torno, de abrir una gran perspectiva. La justicia no «tiene» una perspectiva, ella es la perspectiva misma en cuanto la erige, la abre y la mantiene abierta.


Anteriormente ya se señaló la conexión entre perspectiva y horizonte. Toda perspectiva tiene su horizonte. La justicia tiene «un horizonte de ventaja más amplio». Nos quedamos sorprendidos. Una justicia que pone la mira en una ventaja es algo que suena extraño, y a la vez claramente a beneficio, aprovechamiento y cálculo, si no directamente a negocio. Además, Nietzsche ha subrayado la palabra «ventaja» [Vorteil], para no dejar ninguna duda de que en la justicia de que aquí se trata importa esencialmente la «ventaja». La acentuación tiene que fortalecernos en el esfuerzo de no seguir pensando el concepto cubierto por esta palabra de acuerdo con representaciones cotidianas. Además, la palabra Vor-teil, según su auténtico significado, entretanto perdido, quiere decir: la parte adjudicada de antemano antes de hacer una partición. En la justicia, en cuanto apertura de perspectivas, se ensancha un horizonte que todo lo abraza, la delimitación de aquello que es adjudicado de antemano a todo representar, calcular y formar, adjudicado como lo que en todas partes y en cada ocasión se trata de obtener y mantener [erhalten]. Er-halten quiere decir aquí, al mismo tiempo: alcanzar, recibir y conservar, reservar como consistencia.

¿Qué es esto que se adjudica de antemano y que ya no puede ser superado y sobrepasado por ningún otro horizonte? Nuevamente, Nietzsche no dice directamente qué es. Sólo dice que la intención de la justicia con ese horizonte se dirige a algo que es más que este o aquel fin, que la felicidad y el destino de seres humanos singulares. En la justicia todo esto no es tenido en cuenta.


¿Si lo que importa no son las personas singulares, será entonces la comunidad lo que importe? Tampoco. Lo que Nietzsche quiere decir sólo lo apreciaremos a partir de lo que dice acerca de la perspectiva de la justicia. Ésta ve más allá de la distinción entre un mundo verdadero y un mundo aparente y su visión se dirige, por lo tanto, a una determinación más elevada de la esencia del mundo y a una con ello, a un horizonte más amplio, en el que al mismo tiempo se determina de modo «más amplio» la esencia del hombre, o sea del hombre occidental-moderno.

¿Qué extraemos de estas dos declaraciones, las más esenciales que formula Nietzsche sobre la justicia? En cuanto ejercicio de poder de un poder perspectivista, en cuanto supremo y más amplio construir y erigir que funda, es el rasgo fundamental de la vida misma, comprendiendo aquí «vida» en primer lugar como vida humana.


Se trataba de preguntar dónde el carácter de orden del conocer humano y la esencia inventiva de la razón humana tienen el fundamento que les da su derecho y su medida. La respuesta es: en la justicia. De acuerdo con la constitución señalada, ésta es: el fundamento de la necesidad y de la posibilidad de todo tipo de conformidad del hombre con el caos, ya se trate de la más elevada del arte o de la del conocimiento. La explicación que ordena y la transfiguración que inventa son «rectas» y justas porque la vida misma es en el fondo lo que Nietzsche denomina justicia.


La esencia de la voluntad de poder. El volver consistente del devenir en la presencia


¿Se supera con la justicia el carácter ordenante e inventivo, el que el conocimiento esté en cierto modo sin fundamento, sustentado en sí mismo? ¿Ofrece lo que aquí se llama justicia una garantía contra la explosión ciega de un arbitrio que no es más que impulso? ¿Garantiza finalmente la justicia [die Gerechtigkeit] lo recto [das Reschte]?


Preguntando de este modo parece que tomamos la meditación más en serio que Nietzsche; sin embargo, con esta pregunta ya hemos vuelto nuevamente a una posición que la justicia, pensada como rasgo fundamental de la vida, ya no admite. Preguntamos por lo recto de esta justicia y nos referimos inmediatamente a un criterio que tenemos en la mente, ya fijo, y que sería vinculante incluso para la justicia.

Ya no podemos preguntar de ese modo, pero al mismo tiempo tampoco tiene que volver todo a degenerar en la arbitrariedad. Entonces, todo lo «recto» tiene que provenir de la justicia. Los dos fragmentos comentados no dicen nada de modo inmediato acerca de qué se construye, se abre y se avista en la justicia. En todas partes sólo destaca el cómo que caracteriza a este «modo de pensar». Lo recto de la justicia, en el caso en que nos sea lícito distinguirlo de ella de alguna manera, si se determina, sólo lo será desde ella misma, desde lo más interno de su esencia. Pero sólo daremos con ello si hacemos un nuevo intento por comprender el modo propio de este «pensar» y dirigimos por lo tanto la mirada hacia cómo y en cuanto qué cumple su «función» la justicia. Este asignar constructivo de lo que se ha adjudicado previamente a todo lo demás es función de un poder. ¿Qué poder? ¿En qué consiste la esencia de un poder? Respuesta: el poder al que aquí se alude es la voluntad de poder.

¿Cómo tenemos que entender esto? El poder sólo puede ser, a lo sumo, aquello que la voluntad de poder quiere, o sea la meta que se propone y que es diferente de ese querer.


Si el poder fuera la voluntad de poder, esto querría decir: la voluntad misma tiene que comprenderse como poder. Entonces se podría decir igualmente: el poder tiene que comprenderse como voluntad. Pero Nietzsche no dice: el poder es voluntad, como tampoco dice: la voluntad es poder. No piensa ni la voluntad «como» poder ni el poder «como» voluntad. Tampoco los pone simplemente uno al lado del otro como «voluntad y poder», sino que piensa su pensamiento de la «voluntad de poder».


Si la justicia es la «función», el rasgo fundamental y el ejercicio de la voluntad de poder, tenemos que pensar el pensamiento de la voluntad de poder desde la esencia de la justicia y con ello pensar a esta última remitiéndola a su fundamento esencial. Por eso no es suficiente con que alejemos de las palabras «voluntad» y «poder» los significados que de inmediato se nos ocurren y que en su lugar pensemos las determinaciones que Nietzsche menciona. Precisamente si pensamos las palabras fundamentales «voluntad» y «poder» en el sentido nietzscheano, de una manera en cierto modo correcta léxicamente, mayor será el peligro de aplanar completamente el pensamiento de la voluntad de poder, es decir de simplemente equiparar mutuamente voluntad y poder, de tomar la voluntad como poder y el poder como voluntad. De ese modo no sale la luz lo decisivo, la voluntad de poder [Wille zur Macht], el «de» [zur].


Con interpretaciones de ese tipo a lo sumo se puede constatar en Nietzsche una nueva determinación de la esencia de la voluntad, sobre todo respecto de Schopenhauer. Las interpretaciones políticas del pensamiento fundamental nietzscheano favorecen al máximo el aplanamiento aludido, cuando no directamente la eliminación de la esencia de la voluntad de poder. Para ello resulta indiferente que las falsificaciones políticas alimenten el odio a lo alemán o estén al «servicio» del amor por lo alemán. El poder que mira lejos en torno, cuyo ejercicio de poder se lleva a cabo en el pensar constructivo, eliminante y aniquilador, es la «voluntad» de poder. Lo que quiera decir «poder» debe comprenderse desde la voluntad de poder, y lo que signifique «voluntad» tiene que comprenderse igualmente desde la voluntad de poder. La voluntad de poder no es el resultado de ensamblar «voluntad» y «poder», sino que, al contrario, «voluntad» y «poder» nunca dejan de ser fragmentos conceptuales artificialmente desgajados de la esencia originariamente unitaria de la «voluntad de poder». Que esto es así lo deducimos fácilmente del modo en el que Nietzsche determina la esencia de la voluntad. Si se observa con exactitud, niega siempre toda determinación de una esencia de la voluntad que estuviera de algún modo separada. En efecto, continuamente insiste en que «voluntad» es meramente una palabra que no hace más que ocultar en su simplicidad fonética una esencia en sí múltiple. Tomada por sí, la «voluntad» es algo inventado; no hay algo así como «voluntad»

«Me río de vuestra voluntad libre, y también de vuestra voluntad no libre: ilusión es para mí lo que llamáis voluntad, la voluntad no existe.» (XII, 267; de la época del Zaratustra)

«En el comienzo está la gran fatalidad del error de que la voluntad es algo que actúa, que la voluntad es una facultad... Hoy sabemos que es sólo una palabra...» (Ocaso de los ídolos; VIII, 80)

A pesar de ello, si la palabra ha de ser algo más que un mero sonido, Nietzsche tendrá que decir en qué sentido hay que pensar lo que se nombra con la palabra «voluntad».Y efectivamente lo dice: voluntad es orden (cfr., p. ej., XIII, n. 638 ss.). En el ordenar decide la «convicción más íntima de la superioridad». De acuerdo con ello, Nietzsche comprende el ordenar como el temple de ánimo fundamental de ser superior, y ser superior no sólo respecto de otros, los que obedecen, sino también, y sobre todo, respecto de sí mismo. Esto quiere decir: sobreelevación, llevar a mayor altura la propia esencia, de manera tal que la propia esencia consiste en esa sobreelevación.


La esencia del poder ha sido determinada como el mirar que va más allá viendo lejos en torno hacia una mirada abierta que todo lo abraza, como sobrepotenciamiento. Al pensar la esencia de la voluntad no la pensamos sólo a ella sino que pensamos ya la voluntad de poder; y lo mismo sucede cuando pensamos la esencia del poder. Voluntad y poder son lo mismo en el sentido metafísico de que se copertenecen en la esencia originariamente una de la voluntad de poder.


Esto sólo pueden serlo si hay entre ellos una tensión que los separa, y por lo tanto si no son precisamente lo mismo en el sentido de la vacía mismidad de lo coincidente. Voluntad de poder quiere decir: dar poder [Ermächtígung] para la sobreelevación de sí mismo. Este sobrepotenciamiento tendiente a la elevación es al mismo tiempo el acto básico de la sobreelevación misma. Por ello Nietzsche habla continuamente de que el poder es en sí mismo «acrecentamiento de poder»; el ejercicio de poder [Machten] propio del poder consiste en dar poder para «más» poder.


Todo esto, tomado superficialmente, suena a mera acumulación cuantitativa de fuerzas y apunta a un mero hervir, irrumpir y desencadenarse de impulsos ciegos y golpes pulsionales. La voluntad de poder tiene entonces el aspecto de un proceso en movimiento que, al igual que un volcán, se estremece en el interior del mundo y tiende a estallar. Pero de este modo no se aprehende nada de su esencia propia. El dar poder para la sobreelevación de sí mismo quiere decir, en cambio, lo siguiente: el dar poder lleva a la vida a que se detenga y esté por sí misma, pero la lleva a detenerse estando en algo que, en cuanto sobreelevación, es movimiento.


No obstante, para no pensar de un modo vacío y abstracto la esencia originaria, unitaria, de la voluntad de poder, tenemos que pensar a la voluntad de poder en su forma suprema como justicia, a la justicia como el fundamento de la verdad en el sentido de la õmoÛvsiw, y a ésta como el fundamento de la relación recíproca entre conocimiento y arte. Partiendo del concepto de voluntad de poder que ahora hemos alcanzado, tenemos que volver a pensar hacia atrás todo el camino que ha recorrido este curso y darnos cuenta de que desde el primer paso, y en todos los que le sucedieron, se pensaba ya siempre y exclusivamente la voluntad de poder en su esencia.

Este pensar a fondo la esencia de la voluntad de poder en la figura del conocimiento y la verdad tenía como meta entender qué, y cómo, Nietzsche, al pensar su pensamiento único de la voluntad de poder, se convierte en quien lleva a su acabamiento la metafísica occidental. La metafísica piensa el ente en su totalidad, piensa qué es y cómo es. Hasta ahora sólo el conocimiento, en cuanto aseguramiento de la existencia consistente de la vida humana, ha sido pensado retrotrayéndolo a la justicia y con ella a la voluntad de poder. Pero la vida humana sólo es lo que es en base a la remisión al caos; éste, la totalidad del ente, tiene el carácter fundamental de la voluntad de poder. Se trata de ver «que es la voluntad de poder la que conduce también al mundo inorgánico, o más bien, que no hay un mundo inorgánico» (XIII, n. 204; 1885).


A pesar de que sus esfuerzos adquieren con frecuencia la apariencia contraria, Nietzsche no demuestra que «la esencia más íntima del ser es voluntad de poder» (La voluntad de poder, n. 693; 1888) en base a un recorrido inductivo de todas las regiones del ente, gracias al cual llegaría a la conclusión: en todas partes el ente en su ser es voluntad de poder; antes bien, en cuanto pensador, piensa de antemano y siempre desde el proyecto del ente en su totalidad que se dirige al ser de éste como voluntad de poder.

¿Qué sucede, sin embargo, con la verdad de este proyecto? ¿Qué sucede con la verdad de los proyectos metafísicos y de todos los proyectos pensantes en general? Como fácilmente puede verse, ésta es una, si no la pregunta decisiva. Para desplegarla y resolverla le faltan a la filosofía hasta el momento todos los presupuestos esenciales. La pregunta no puede ser planteada de modo suficiente dentro de la metafísica y por lo tanto tampoco dentro de la posición fundamental nietzscheana. Tenemos que remitir, en cambio, a otra cosa.


Si la justicia es el «supremo representante de la vida misma, si en la vida humana se revela propiamente la voluntad de poder, ¿ no se convierte la extensión de la justicia a poder fundamental del ente en general y la interpretación continua del ente en su totalidad como voluntad de poder en una humanización de todo ente? ¿No se piensa el mundo según la imagen del hombre? ¿No es un pensar tal puro antropomorfismo? Ciertamente, es el antropomorfismo del «gran estilo», que se interesa por pocas cosas y de larga duración. Tampoco debemos creer que esta humanización se le tenga que presentar ahora a Nietzsche como una objeción. Él tenía conciencia del antropomorfismo de su metafísica. Tenía conciencia de él no sólo como de un modo de pensar en el que hubiera caído accidentalmente y del que no encontrara salida. Nietzsche quiere esta humanización de todo el ente y sólo la quiere a ella. Esto resulta claro en una breve nota del año 1884:

«“Humanizar” el mundo, es decir, sentirnos en él cada vez más como señores» (La voluntad de poder, n. 614). Esta humanización no se realiza, sin embargo, a imagen de un hombre cualquier, cotidiano y normal, sino sobre la base de una interpretación del ser-hombre que, fundado en la «justicia», es en el fondo de su esencia voluntad de poder.

El antropomorfismo pertenece a la esencia de la historia final de la metafísica y determina mediatamente la decisión de la transición, en la medida en que ésta lleva a cabo al mismo tiempo una «superación» del animal rationale y del subiectum, y lo hace como un giro en un «punto» de giro que sólo se habrá de alcanzar por su intermedio. El giro: ente -ser-, el punto de viraje del giro: la verdad del ser. El giro no es una inversión, es un girar que penetra en el otro fundamento [Grund] como abismo [Ab-grund]. La carencia de fundamento de la verdad del ser se convierte históricamente en abandono del ser, que consiste en que permanece fuera la desocultación del ser en cuanto tal. Esto da por resultado el olvido del ser, en la medida en que entendamos el olvido sólo en el sentido de quedar fuera del pensar rememorante. En este ámbito hay que buscar inicialmente la razón de que se ponga al hombre como mero hombre, la razón de la humanización del ente.


Esta humanización del mundo sin miramientos y llevada a su extremo se deshace de las últimas ilusiones de la posición metafísica fundamental de la edad moderna y toma en serio la posición del hombre como subiectum. Nietzsche rechazaría con toda seguridad y con razón todo reproche de banal subjetivismo, de ese subjetivismo que se agota en hacer del hombre que está allí delante, sea como individuo, sea como comunidad, la medida y el fin utilitario de todo.

Pero al mismo tiempo, con la misma razón, reivindicaría haber llevado a su acabamiento el subjetivismo metafísicamente necesario, al haber convertido el «cuerpo» en hilo conductor de la interpretación del mundo.


En el curso de pensamiento nietzscheano que conduce a la voluntad de poder no sólo llega a su acabamiento la metafísica de la edad moderna sino la metafísica occidental en su totalidad. Desde un comienzo, la pregunta de esta última reza: ¿qué es el ente? Los griegos determinaron el ser del ente como consistencia del presenciar. Esta determinación del ser permanece inconmovible a lo largo de toda la historia de la metafísica.

¿Pero no oíamos repetidas veces que para Nietzsche la esencia del ente en su totalidad era el caos, o sea el «devenir», y precisamente no un «ser», en el sentido de lo fijo y consistente, al que piensa como lo no verdadero e irreal? El ser es rechazado en beneficio del devenir, cuyo carácter de devenir y de movimiento queda determinado como voluntad de poder. ¿Puede entonces llamarse al pensamiento de Nietzsche un acabamiento de la metafísica? ¿No es más bien su negación, o incluso su superación? ¿Fuera del «ser», en dirección al «devenir»?


De hecho, la filosofía de Nietzsche se interpreta muchas veces de este modo. Y si no exactamente así, entonces se dice: en la historia de la filosofía ya hubo, muy pronto, en Heráclito, y más tarde, inmediatamente antes de Nietzsche, en Hegel, en lugar de la «metafísica del ser» una «metafísica del devenir».Visto a grandes rasgos, es correcto, pero en el fondo es una carencia de pensamiento que no se queda atrás de la anterior.


Frente a todo esto hay que recordar continuamente lo que significa voluntad de poder: el dar poder para la sobreelevación a la esencia propia. El dar poder lleva a la sobreelevación -al devenir- a un estado y la lleva a la consistencia. En el pensamiento de la voluntad de poder, lo que deviene y se mueve en el sentido más elevado y más propio -la vida misma- ha de ser pensado en su consistencia. Nietzsche quiere, ciertamente, el devenir y lo que deviene como el carácter fundamental del ente en su totalidad; pero primariamente y ante todo quiere al devenir como lo que permanece, como lo propiamente «ente»; ente, en el sentido de los pensadores griegos. Nietzsche piensa como metafísico de manera tan decidida que también lo sabe. Por ello, una nota que sólo recibe su forma definitiva en el último año, en 1888 (La voluntad de poder, n. 617) comienza así:

«Recapitulación:

Imprimir al devenir el carácter del ser, esa es la suprema voluntad de poder

Preguntamos: ¿por qué es ésta la suprema voluntad de poder? Respuesta: porque la voluntad de poder, en su esencia más profunda, no es otra cosa que el volver consistente el devenir en la presencia.

En esta interpretación del ser, pasando por el extremo de la posición metafísica fundamental de la modernidad, el pensar inicial del ser como fæsiw llega a su acabamiento. Surgir y aparecer, devenir y presenciar, son pensados, en el pensamiento de la voluntad de poder, retrotrayéndolos a la unidad de la esencia de «ser» según el sentido de su primer inicio, no como imitación del pensar griego sino como transformación del pensar moderno del ente en el acabamiento que le está asignado.

Esto significa: la interpretación inicial del ser como consistencia del presenciar queda ahora a salvo en lo incuestionado.

La pregunta acerca de en qué se funda esta primera y última interpretación metafísica del ser, la pregunta de si dentro de la metafísica pueda llegar jamás a experimentarse un fundamento tal, está ahora tan lejos que simplemente no puede ser formulada como pregunta, pues la esencia del ser parece ahora captada de un modo tan amplio y esencial que está incluso a la altura de lo que deviene, de la «vida», constituyendo su concepto.

Puesto que aquí, en el acabamiento de la metafísica occidental por parte de Nietzsche, la pregunta que todo lo sostiene, la pregunta por la verdad, en cuya esencia [Wesen] esencia [west] el ser mismo metafísicamente interpretado de múltiples maneras, no sólo queda sin plantearse como hasta ahora sino que su propia cuestionabilidad queda totalmente sepultada, este acabamiento se convierte en un final. Pero este fin es la necesidad [Not] del otro comienzo. De nosotros y de los que vendrán en el futuro dependerá que experimentemos su carácter necesario [Notwendigkeit]. Como paso inmediato, esta experiencia requiere que se comprenda el final como acabamiento. Esto quiere decir: no nos está permitido explotar a Nietzsche para cualquier tipo de falsificación espiritual contemporánea, ni tampoco podemos, supuestamente en posesión de la verdad eterna, dejarlo de lado. Tenemos que pensarlo, y esto quiere decir siempre pensar su pensamiento único y con él el simple pensamiento que guía la metafísica occidental, hasta su propio límite interno. Entonces experimentaremos como lo primero con cuánta amplitud y de qué manera decisiva el ser está ya ensombrecido por el ente y por la preponderancia de lo denominado real.

El ensombrecimiento del ser por parte del ente proviene del ser mismo, en cuanto abandono del ente por parte del ser en el sentido del rehusarse de la verdad del ser.

Y sin embargo, en la medida en que vemos esta sombra como sombra estamos ya en otra luz, sin encontrar el fuego del que proviene su brillo. La sombra misma es así ya algo diferente y no un ofuscamiento:

«De los caminantes muchos hablan de ello,
y erra en los abismos el venado
y sobre las alturas vaga el rebaño
pero a la sagrada sombra,
en la verde ladera habita
el pastor y contempla las cimas.»

Hölderlin, A la madre tierra
(Helingrath IV, 156 s.)

[Como consecuencia de la conclusión anticipada del semestre en julio de 1939, se interrumpen aquí las lecciones. Con el texto de las dos últimas previstas. que tratan de pensar conjuntamente, en una mirada retrospectiva, todo lo que precede -«La voluntad de poder como arte», «El eterno retorno de lo mismo» y «La voluntad de poder como conocimiento»- comienza el segundo tomo de esta publicación.]



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