Deleuze o el Cuerpo Eufórico. Danza-Filosofía y sus mutuos contaminantes
Deleuze o la exasperación filosófica
…Y siempre hay algo que huye…
Este quizá sea uno de sus dictum más fuertes, vertebrador de esa filosofía en fuga constante. Fuga constante del logos cerrado y totalizante, que aprisiona y estría el pensamiento y las posibilidades de sentir e inventar nuevos mundos para vivir y habitar. Fuga de las pasiones tristes, que enferman y envenenan el cuerpo, descomponiéndolo y fragmentándolo con el objetivo de que su carne, sus huesos, su sangre, destinados a correr y fluir en nomadismo infinito, se transformen arteramente en un mero vehículo de carga, instrumento dispuesto para el trabajo repetitivo, el goce y el consumo. Fuga, en fín, de aquellos fantasmas que se encarnan oscureciendo las ventanas y del sentido que corre en una sola dirección; rayo que vivifica la noche disponiendo a una danza silenciosa, danza paradojal que abre a una alegre y vertiginosa caída, sin llegar jamás a ese punto de abismo del cual ya no se vuelve. El filósofo como jovial sintomatólogo, la filosofía como la gran salud, la vida como ese centro frágil donde morar sin despeñarse.
Lic Franco Castignani
Lista de Textos en este blog
- Seminario teórico-práctico cuatrimestral DELEUZE O EL CUERPO EUFÓRICO
- La danza como (posible) horizonte del pensar. Franco Castignani
- La literatura y la vida. Gilles Deleuze
- ¿Que cuerpo es este que danza la imagen del pensamiento? por Leticia Testa
- Temblores del pensar: Nietzsche, Blanchot, Derridá. Mónica Cragnolini
- La voluntad de poder como conocimiento (1). Martín Heidegger
martes, 10 de agosto de 2010
lunes, 9 de agosto de 2010
La danza como (posible) horizonte del pensar
¿La vida comenzaría con una explosión
y acabaría en un contrato? Absurdo.
René Char, Hojas de Hipnos
En el ejercicio del pensamiento, siempre estamos desnudos. Creando y trazando, en un fino trabajo, casi como un paciente alfarero, mapas, cartografías, mundos. Horizontes que nos permitan vislumbrar refugios polícromos, que nos incluyan y a la vez nos ofrezcan una protección del caos al que conduce este pensar, como trabajo sin fundamento último y cuyo destino, si es que pudiera fijarse al menos provisoriamente, sería la virtud del aprendizaje. Pulsión de aventurarse por caminos propios y no tanto, abiertos al suceso de las verdades de un presente en continua sucesión, cuya única y más bella repetición sería la de diferirse. Pliegue y despliegue; movimiento de un deseo desplazado al infinito. Algo impulsaría a una festiva barbarie: Lo dispar, construyendo en su acontecer pequeños parajes que atenten contra las seguridades de una duda indudable y de los nombres previsibles. Las significaciones conocidas estallan en mil pedazos. Profesión de óptico, quien piensa pule un lente y en el mismo acto crea una mácula que luego deberá pulir nuevamente, y en la eternidad de ese acto quizá encuentre la estela de un destino que es don gratuito. Alegría donde el cuerpo es espíritu y el espíritu se corporiza afectándose; devenir múltiple, más allá de los límites fijados por la telaraña de una razón moribunda e impotente para leer y ser digna de las verdades del tiempo
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Exasperación y éxtasis como único origen. El movimiento como característica y categoría que conduce a la actividad pensante, bajo el dominio de fuerzas que no residen ni descansan más que en el ejercicio de esta actividad, a una danza perpetua. Atenta y paciente escucha, rescatando de entre los jirones de un discurso agrietado ya no esa voz monolítica y totalitaria, que repite imperativos vacíos, aprisionando los posibles, sino una escritura nómade, no- narrativa ni mucho menos figurativa. Paradoja, arma cargada de futuro, forma de acoplar sentidos sin obturarlos ni reducirlos. Ni dominante ni dominado, ni sujeto ni objeto, pensamiento-libre que se cuela entre las astillas. Todo circula por el entre. Y sin embargo, las preguntas siguen allí, a la espera de aquel atropellado juego que lanzado al vacío nunca abolirá el azar.
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El que no tiene universos que lanzar sólo hará palabras. Desde la poesía se tienden puentes para abismar la tarea del pensar. Abandonar la simetría y la adecuación, podridos alimentos inertes y propios a toda praxis hermenéutica, en favor de una afirmación potenciativa y vitalizante, que depare nuevas exploraciones y viajes inauditos hacia aquello que habla en nosotros. Perspectivas mutables, palabras que sangran y se hacen cuerpo(s), polifonías inconscientes como reaseguro de la inocencia propia de todo pensamiento. Siempre se tratará de asignar un espacio en el vértigo de los imponderables, sin centro fijo, a ese continuo y frágil fluir que es la vida, protegiéndola con paciente fidelidad de aquellos bloqueos que la pervierten, la envenenan y la descomponen. Acontecimentalizar, conjugar, multiplicar, siempre desde el cuerpo y sus afecciones. Ser-singular-plural sin temor a perderse en el desierto. Un cuerpo-en-danza que no carga con el pensamiento a cuestas, sino que lo invoca como un cálido compañero de ruta.
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Atreverse a caer con más de cien muertos en las alas, visión que nos entrega el poeta antes de cumplir con su destino trágico. Con un pie bailar, construir, inventar y destruir formas, dibujar otros planos en el espacio. Con el otro, administrar los desequilibrios para no despeñar. Política de las dosis, como única bandera, para habitar los sucesos y crear nuevos signos acordes a un tiempo fértil en tempestades. Lengua que balbucea es lengua que danza, y hace de esta danza su único idioma posible.
Franco Castignani.
BIBLIOGRAFÍA
- René Char , Furor y Misterio , Visor, 1990
- D. H. Lawrence, Apocalípsis , Santiago Rueda , 1947
- Miguel Angel Bustos , Visión de los hijos del mal. Poesía completa, Argonauta, 2008
- Gilles Deleuze , Diferencia y Repetición, Amorrortu, 2002
Lógica de la Sensación, Paidós, 1989
Spinoza, Filosofía Práctica, Tusquets, 1984
Crítica y Clínica, Ed. Nacional Madrid, 1995
- Jean Luc Nancy, Ser Singular Plural, Ed. Nacional Madrid , 1995
- Michel Foucault , El pensamiento del afuera, Pre-Textos, 1989
- Maurice Blanchot, El Espacio Literario, Paidós, 1992
El paso (no) más allá, Paidós, 1994
La ausencia del libro. Nietzsche y la escritura fragmentaria, Caldén, 1973.
Gilles Deleuze
1. LA LITERATURA Y LA VIDA
Escribir indudablemente no es imponer una forma (de expresión) a una materia vivida. La literatura se decanta más bien hacia lo informe, o lo inacabado, como dijo e hizo Gombrowicz. Escribir es un asunto de devenir, siempre inacabado, siempre en curso, y que desborda cualquier materia vivible o vivida. Es un proceso, es decir un paso de Vida que atraviesa lo vivible y lo vivido. La escritura es inseparable del devenir; escribiendo, se deviene–mujer, se deviene–animal o vegetal, se deviene–molécula hasta devenir– imperceptible. Estos devenires se eslabonan unos con otros de acuerdo con una sucesión particular, como en una novela de Le Clézio, o bien coexisten a todos los niveles, de acuerdo con unas puertas, unos umbrales y zonas que componen el universo entero, como en la obra magna de Lovecraft. El devenir no funciona en el otro sentido, y no se deviene Hombre, en tanto que el hombre se presenta como una forma de expresión dominante que pretende imponerse a cualquier materia, mientras que mujer, animal o molécula contienen siempre un componente de fuga que se sustrae a su propia formalización. La vergüenza de ser un hombre, ¿hay acaso alguna razón mejor para escribir? Incluso cuando es una mujer la que deviene, ésta posee un devenir–mujer, y este devenir nada tiene que ver con un estado que ella podría reivindicar. Devenir no es alcanzar una forma (identificación, imitación, Mimesis), sino encontrar la zona de vecindad, de indiscernibilidad o de indiferenciación tal que ya no quepa distinguirse de unamujer, de unanimal o de unamolécula: no imprecisos ni generales, sino imprevistos, no preexistentes, tanto menos determinados en una forma cuanto que se singularizan en una población. Cabe instaurar una zona de vecindad con cualquier cosa a condición de crear los medios literarios para ello, como con el áster según André Dhôtel. Entre los sexos, los géneros o los reinos, algo pasa.
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El devenir siempre está «entre»: mujer entre las mujeres, o animal entre otros animales. Pero el artículo indefinido sólo surge si el término que hace devenir resulta en sí mismo privado de los caracteres formales que hacen decir el, la(«el animal aquí presente»...). Cuando Le Clézio deviene– indio, es siempre un indio inacabado, que no sabe «cultivar el maíz ni tallar una piragua»: más que adquirir unos caracteres formales, entra en una zona de vecindad.
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De igual modo, según Kafka, el campeón de natación que no sabía nadar. Toda escritura comporta un atletismo. Pero, en vez de reconciliar la literatura con el deporte, o de convertir la literatura en un juego olímpico, este atletismo se ejerce en la huida y la defección orgánicas: un deportista en la cama, decía Michaux. Se deviene tanto más animal cuanto que el animal muere; y, contrariamente a un prejuicio espiritualista, el animal sabe morir y tiene el sentimiento o el presentimiento correspondiente. La literatura empieza con la muerte del puerco espín, según Lawrence, o la muerte del topo, según Kafka: «nuestras pobres patitas rojas extendidas en un gesto de tierna compasión». Se escribe para los terneros que mueren, decía Moritz.
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La lengua ha de esforzarse en alcanzar caminos indirectos femeninos, animales, moleculares, y todo camino indirecto es un devenir mortal. No hay líneas rectas, ni en las cosas ni en el lenguaje. La sintaxis es el conjunto de caminos indirectos creados en cada ocasión para poner de manifiesto la vida en las cosas. Escribir no es contar los recuerdos, los viajes, los amores y los lutos, los sueños y las fantasías propios. Sucede lo mismo cuando se peca por exceso de realidad, o de imaginación: en ambos casos, el eterno papá y mamá, estructura edípica, se proyecta en lo real o se introyecta en lo imaginario. Es el padre lo que se va a buscar al final del viaje, como dentro del sueño, en una concepción infantil de la literatura. Se escribe para el propio padre–madre. Marthe Robert ha llevado hasta sus últimas consecuencias esta infantilización, esta psicoanalización de la literatura, al no dejar al novelista más alternativa que la de Bastardo o de Criatura abandonada.
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Ni el propio devenir–animal está a salvo de una reducción edípica, del tipo «mi gato, mi perro». Como dice Lawrence, «si soy una jirafa, y los ingleses corrientes que escriben sobre mí son perritos cariñosos y bien enseñados, a eso se reduce todo, los animales son diferentes... ustedes detestan instintivamente al animal que yo soy».
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Por regla general, las fantasías de la imaginación suelen tratar lo indefinido únicamente como el disfraz de un pronombre personal o de un posesivo: «están pegando a unniño» se transforma enseguida en «mi padre me ha pagado». Pero la literatura sigue el camino inverso, y se plantea únicamente descubriendo bajo las personas aparentes la potencia de un impersonal que en modo alguno es una generalidad, sino una singularidad en su expresión más elevada: un hombre, una mujer, un animal, un vientre, un niño... Las dos primeras personas no sirven de condición para la enunciación literaria; la literatura sólo empieza cuando nace en nuestro interior una tercera persona que nos desposee del poder de decir Yo (lo «neutro» de Blanchot).
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Indudablemente, los personajes literarios están perfecta-mente individualizados, y no son imprecisos ni generales; pero todos sus rasgos individuales los elevan a una visión que los arrastran a un indefinido en tanto que devenir demasiado poderoso para ellos: Achab y la visión de Moby Dick. El Avaro no es en modo alguno un tipo, sino que, a la inversa, sus rasgos individuales (amar a una joven, etc.) le hacen acceder a una visión, veel oro, de tal forma que empieza a huir por una línea mágica donde va adquiriendo la potencia de lo indefinido: un avaro..., algo de oro, más oro... No hay literatura sin tabulación, pero, como acertó a descubrir Bergson, la tabulación, la función fabuladora, no consiste en imaginar ni en proyectar un mí mismo. Más bien alcanza esas visiones, se eleva hasta estos devenires o potencias. No se escribe con las propias neurosis. La neurosis, la psicosis no son fragmentos de vida, sino estados en los que se cae cuando el proceso está interrumpido, impedido, cerrado. La enfermedad no es proceso, sino detención del proceso, como en el «caso de Nietzsche». Igualmente, el escritor como tal no está enfermo, sino que más bien es médico, médico de sí mismo y del mundo. El mundo es el conjunto de síntomas con los que la enfermedad se confunde con el hombre. La literatura se presenta entonces como una iniciativa de salud: no forzosamente el escritor cuenta con una salud de hierro (se produciría en este caso la misma ambigüedad que con el atletismo), pero goza de una irresistible salud pequeñita producto de lo que ha visto y oído de las cosas demasiado grandes para él, demasiado fuertes para él, irrespirables, cuya sucesión le agota, y que le otorgan no obstante unos devenires que una salud de hierro y dominante haría imposibles.
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De lo que ha visto y oído, el escritor regresa con los ojos llorosos y los tímpanos perforados. ¿Qué salud bastaría para liberar la vida allá donde esté encarcelada por y en el hombre, por y en los organismos y los géneros? Pues la salud pequeñita de Spinoza, hasta donde llegara, dando fe hasta el final de una nueva visión a la cual se va abriendo al pasar. La salud como literatura, como escritura, consiste en inventar un pueblo que falta. Es propio de la función fabuladora inventar un pueblo. No escribimos con los recuerdos propios, salvo que pretendamos convertirlos en el origen o el destino colectivos de un pueblo venidero todavía sepultado bajo sus traiciones y renuncias. La literatura norteamericana tiene ese poder excepcional de producir escritores que pueden contar sus propios recuerdos, pero como los de un pueblo universal compuesto por los emigrantes de todos los países. Thomas Wolfe «plasma por escrito toda América en tanto en cuanto ésta pueda caber en la experiencia de un único hombre».
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Precisamente, no es un pueblo llamado a dominar el mundo, sino un pueblo menor, eternamente menor, presa de un devenir–revolucionario. Tal vez sólo exista en los átomos del escritor, pueblo bastardo, inferior, dominado, en perpetuo devenir, siempre inacabado. Un pueblo en el que bastardo ya no designa un estado familiar, sino el proceso o la deriva de las razas. Soy un animal, un negro de raza inferior desde siempre. Es el devenir del escritor. Kafka para Centroeuropa, Melville para América del Norte presentan la literatura como la enunciación colectiva de un pueblo menor, o de todos los pueblos menores, que sólo encuentran su expresión en y a través del escritor.
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Pese a que siempre remite a agentes singulares, la literatura es disposición colectiva de enunciación. La literatura es delirio, pero el delirio no es asunto del padre– madre: no hay delirio que no pase por los pueblos, las razas y las tribus, y que no asedie a la historia universal. Todo delirio es histórico–mundial, «desplazamiento de razas y de continentes». La literatura es delirio, y en este sentido vive su destino entre dos polos del delirio. El delirio es una enfermedad, la enfermedad por antonomasia, cada vez que erige una raza supuestamente pura y dominante. Pero es el modelo de salud cuando invoca esa raza bastarda oprimida que se agita sin cesar bajo las dominaciones, que resiste a todo lo que la aplasta o la aprisiona, y se perfila en la literatura como proceso. Una vez más así, un estado enfermizo corre el peligro de interrumpir el proceso o devenir; y nos encontramos con la misma ambigüedad que en el caso de la salud y el atletismo, el peligro constante de que un delirio de dominación se mezcle con el delirio bastardo, y acabe arrastrando a la literatura hacia un fascismo larvado, la enfermedad contra la que está luchando, aun a costa de diagnosticarla dentro de sí misma y de luchar contra sí misma. Objetivo último de la literatura: poner de manifiesto en el delirio esta creación de una salud, o esta invención de un pueblo, es decir una posibilidad de vida. Escribir por ese pueblo que falta («por» significa menos «en lugar de» que «con la intención de»). Lo que hace la literatura en la lengua es más manifiesto: como dice Proust, traza en ella precisamente una especie de lengua extranjera, que no es otra lengua, ni un habla regional recuperada, sino un deve-nir–otro de la lengua, una disminución de esa lengua mayor, un delirio que se impone, una línea mágica que escapa del sistema dominante. Kafka pone en boca del campeón de natación: hablo la misma lengua que usted, y no obstante no comprendo ni una palabra de lo que está usted diciendo. Creación sintáctica, estilo, así es ese devenir de la lengua: no hay creación de palabras, no hay neologismos que valgan al margen de los efectos de sintaxis dentro de los cuales se desarrollan. Así, la literatura presenta ya dos aspectos, en la medida en que lleva a cabo una descomposición o una destrucción de la lengua materna, pero también la invención de una nueva lengua dentro de la lengua mediante la creación de sintaxis. «La única manera de defender la lengua es atacarla... Cada escritor está obligado a hacerse su propia lengua...»
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Diríase que la lengua es presa de un delirio que la obliga precisamente a salir de sus propios surcos. En cuanto al tercer aspecto, deriva de que una lengua extranjera no puede labrarse en la lengua misma sin que todo el lenguaje a su vez bascule, se encuentre llevado al límite, a un afuera o a un envés consistente en Visiones y Audiciones que ya no pertenecen a ninguna lengua. Estas visiones no son fantasías, sino auténticas Ideas que el escritor ve y oye en los intersticios del lenguaje, en las desviaciones de lenguaje. No son interrupciones del proceso, sino su lado externo. El escritor como vidente y oyente, meta de la literatura: el paso de la vida al lenguaje es lo que constituye las Ideas. Estos son los tres aspectos que perpetuamente están en movimiento en Artaud: la omisión de letras en la descomposición del lenguaje materno (R, T...); su recuperación en una sintaxis nueva o unos nombres nuevos con proyección sintáctica, creadores de una lengua («eTReTé»); las palabras–soplos por último, límite asintáctico hacia el que tiende todo el lenguaje. Y Céline, no podemos evitar decirlo, por muy sumario que nos parezca: el Viaje o la descomposición de la lengua materna; Muerte a crédito y la nueva sintaxis como lengua dentro de la lengua; Guignol's Bandy las exclamaciones suspendidas como límite del lenguaje, visiones y sonoridades explosivas. Para escribir, tal vez haga falta que la lengua materna sea odiosa, pero de tal modo que una creación sintáctica trace en ella una especie de lengua extranjera, y que el lenguaje en su totalidad revele su aspecto externo, más allá de la sintaxis. Sucede a veces que se felicita a un escritor, pero él sabe perfectamente que anda muy lejos de haber alcanzado el límite que se había propuesto y que incesantemente se zafa, lejos aún de haber concluido su devenir. Escribir también es devenir otra cosa que escritor. A aquellos que le preguntan en qué consiste la escritura, Virginia Woolf responde: ¿Quién habla de escribir? El escritor no, lo que le preocupa a él es otra cosa. Si consideramos estos criterios, vemos que, entre aquellos que hacen libros con pretensiones literarias, incluso entre los locos, muy pocos pueden llamarse escritores.
1 Vid. André Dhôtel, Terres, de mémoire, Éd. Universitaires (sobre un devenir–áster en La Chronique fabuleuse, pag. 225).
2 Le Clézio, Haï, Flammarion, pág. 5. En su primera novela, Le proces–verbal, Ed. Folio– Gallimard, Le Clézio presentaba de forma casi ejemplar un personaje en un devenir–mujer, luego en un devenir–rata, y luego en un devenir–imperceptible en el que acaba desvaneciéndose.
3 Vid. J.–C. Bailly, La légende dispersée, anthologie du romantisme allemand, 10–18, pag. 38.
4 Marthe Robert, Roman des origines et origines du roman, Grasset (Novela de los orígenes y orígenes de la novela, Taurus).
5 Lawrence, Lettres choisies. Pión, II, pág. 237.
6 Blanchot, La part du feu, Gallimard, págs. 29–30, y L'entretien infini, págs. 563–564: «Algo ocurre (a los personajes) que no pueden recuperarse más que privándose de su poder de decir Yo.» La literatura, en este caso, parece desmentir la concepción lingüística, que asienta en las partículas conectivas, y particularmente en las dos primeras personas, la condición misma de la enunciación.
7 Sobre la literatura como problema de salud, pero para aquellos que carecen de ella o que sólo cuentan con una salud muy frágil, vid. Michaux, posfacio a «Mis propiedades», en La nuit remue, Gallimard. Y Le Clézio, Haï, pág. 7: «Algún día, tal vez se sepa que no había arte, sino sólo medicina.»
8 André Bay, prefacio a Thomas Wolfe, De la mort au matin. Stock.
9 Vid. las reflexiones de Kafka sobre las literaturas llamadas menores, Journal, Livre de poche, págs. 179–182 (Diarios. Lumen, 1991); y las de Melville sobre la literatura norteamericana, D'oü viens–tu, Hawthorne?, Gallimard, págs. 237–240.
10 Vid. Andró Dhôtel, Terres de mémoire, Éd. Universitaires (sobre un devenir–áster en La Chronique fabuleuse, pág. 225).
domingo, 8 de agosto de 2010
Temblores del pensar: Nietzsche, Blanchot, Derridá.
Mónica Cragnolini
Dra en Filosofía UBA
Publicado en «Pensamiento de los Confines», Buenos Aires, número 12, junio de 2003, pp. 11-119. Edición digital de Derrida en Castellano.
La vacilación de estos pensamientos (los de Nietzsche y Heidegger) no constituye una “incoherencia -, es un temblor propio de todas las tentativas posthegelianas y de ese pasaje entre dos épocas.
Derrida, “De la gramatología”
Existen pensamientos que “tiemblan”: oscilando y no decidiéndose, se mantienen en una zona extraña, indiscernible, indeterminable, inaferrable, inapropiable. Tiembla lo que está en peligro, lo que carece de fundamentos sólidos, lo que se expone al riesgo de la no-seguridad, de la no-conservación.
El término “temblar” indica, desde el latino “tremulare”, la idea de oscilación. Los poemas escolares nos lo enseñan desde niños: “tiemblan las hojas al viento”, “tiemblan las estrellas en el cielo”. Las hojas al viento están sometidas al azar, a lo que acontece, a lo que no puede ser ni programado ni dominado; las estrellas que tiemblan en las alturas son casi fantasmáticas, imágenes, tal vez, del diferimiento de una muerte que nos llega, siempre, con retardo, porque ya siempre está aconteciendo.
El pensamiento que tiembla es el que se arriesga, el que asume la incerteza, y desdeña las seguridades. Frente a la figura musiliana del filósofo como valiente militar sin ejército, o a la nietzscheana de la tiranía del espíritu filosófico, el temblor aproxima al pensador al miedo, a la no posibilidad de dominio. Frente a las seguridades ontológicas, a los fundamentos inconmovibles de los modos intemporales, el temblor acerca a la posibilidad, al “todavía”, al “aún no”, al “quizás”.
Más que de “contenidos” de pensamientos, voy a hablar de tonalidades, de matices, de “modos” de plantear el pensar en autores que se hallan en esa cercana distancia que alienta la cuestión de la alteridad. Porque tal vez ante quien se tiembla es, en definitiva, ante el otro, en el reconocimiento de la fragilidad que desarma todos los intentos de apropiación por reducción a lo mismo, y convoca a otros modos de “relación” (o de “comunidad”).
Habrá que pensar por qué las filosofías demasiado seguras de sí mismas terminan, en muchos casos, por anular al otro. ¿No será que las sólidas arquitecturas necesitan, para sostenerse, del aseguramiento de la propia identidad en la homogeneización de lo otro y los otros, en la reducción de lo otro a lo mismo? ¿No será que las sólidas arquitecturas, que se autoprohíben temblar, deben consolidar su seguridad -desde el rechazo de la incertidumbre que provoca el otro-, conservándose en su identidad, y así, auto-representándose en una repetitiva mismidad que no admite contaminación, que se autoinmuniza con respecto a lo extraño?
Temblores nietzscheanos
Que el pensamiento del autor que usualmente se asocia con la fuerza sea relacionado con el temblor puede resultar extraño. Sin embargo, la fuerza nietzscheana es la fuerza de la oscilación, de la no detención. Mientras que las filosofías que considera decadentes se caracterizan por la necesidad de la detención, de la seguridad, lo propio del perspectivismo es la elusión de dogmas y certezas, en la constante transformación de los puntos de vista, en la continua im-propiedad.
La filosofía nietzscheana puede ser caracterizada, en su movimiento, como un pensamiento de la tensión (Spannung). Un fragmento póstumo de la primavera de 1888 que hace referencia al juego del placer y el displacer se pregunta: “¿Es posible la voluntad de poder sin ambas oscilaciones de sí y de no”?
Tanto el “no” como el “sí” atraviesan todo el pensamiento de Nietzsche, pero lo atraviesan sin jugar el juego de la síntesis. El Nietzsche crítico, de la filosofía del martillo que dice “no” a la metafísica fundacional, a los valores últimos, a la moral del Bien y del Mal, y el Nietzsche afirmador de la vida, tanto en su placer como en su dolor, no representan dos fases sucesivas de un pensamiento, ni dos extremos que se sintetizan en una tercera posición. No hay circuito dialéctico de restitución en este modo de pensar: paradójicamente, el “sí” y el “no” coexisten, sin síntesis, sin conciliación, sino en estado de tensión que no se resuelve. Tensión que caracteriza el operar de la voluntad de poder como fuerza unitiva y configuradora y, a la vez, como fuerza disgregante y disruptora. Tensión que da cuenta de un pensamiento que no deja de ser crítico por ser afirmador, ni viceversa.
La idea de un pensar tensionante que no concluye en soluciones últimas supone la noción del perspectivismo, como multiplicación de perspectivas siempre provisorias. Si no hay Grund fundacional, las interpretaciones se hallan sobre el abismo (Ab-grund) de la desfundamentación. Ámbito oscilante y peligroso, si los hay. El filósofo crítico, quien comprende el conocimiento como lucha contra los grandes ideales, debe decir “no” a los mismos, pero ese “no” tiene el carácter de “máscara”: no es, en ningún momento, “fondo”, sino sólo posibilidad. Si consideramos que la lucha nietzscheana contra los sistemas metafísicos apunta más a los efectos que los mismos producen que a los elementos internos de los sistemas, el mantenimiento de la tensión del pensar se constituye en uno de los medios que impiden la sujeción de los hombres a grandes valores, grandes ideales, ya que rechaza la detención en fundamentos últimos. Frente a estos grandes fundamentos, instauradores de la violencia en nombre de sublimes ideales y asépticas razones, el carácter provisional de las perspectivas implica, por el contrario, un modo de pensar que no busca seguridades últimas (puntos arquimédicos, puntos finales) sino que opera a partir de un continuo movimiento, que genera sentidos como modos de enfrentamiento con lo caótico, pero que recrea esos sentidos en una tarea continua de disgregación de tos mismos (para que no se transformen en nuevas seguridades). Este doble aspecto de la voluntad de poder (unificación-disgregación) significa un modo de pensar “en tensión”, que no detiene la interpretación en figuras últimas, sino que configura continuamente las mismas, en ese operar oscilante. Por ello el “medium” de este pensar es el “entre”: entre las oposiciones de la metafísica, eludiendo las respuestas últimas.
Los “pensamientos con pies de palomas” que tanto agradan a Zarathustra, se acercan así con el paso que arma el camino (ya que “el camino no existe”), y no con el paso, pesado de la marcha prusiana (que Nietzsche escuchaba en la música wagneriana). El pensar es “algo ligero, divino, estrechamente afín al baile”, que se permite, entonces, la oscilación posible de quien no se cree dueño de ninguna seguridad. El pensar tensional deconstruye la metafísica tradicional en la medida en que instaura la incerteza en el corazón del principio-arkhé: no existe restitución del movimiento del pensar a un centro fundante que lo reúna y justifique, sino que la oscilación da cuenta de la ausencia en la presencia misma, de la dispersión en la reunión.
Blanchot: la oscilación de la palabra
Ausencia-presencia es, tal vez, la marca de la escritura en Blanchot, lugar de tensión, o de presencia siempre desplazada que, entonces, deja de ser presente. Blanchot se mueve siempre “entre”, en ese no-lugar entre la palabra y el silencio, lugar de suspensión e indecisión, sin centro ni cierre. Su escritura se mantiene en el umbral de la filosofía, como señala Morey, desarticulando la idea de los géneros y los límites de los saberes.
La experiencia de la escritura es la de una expulsión del sitio propio: la escritura es exilio, el escritor está excluido de la obra, está muerto desde el momento en que la obra existe. El escritor cree dominar la palabra, pero ésta “no puede ser dominada ni aprehendida, sigue siendo lo inasible... el momento indeciso de la fascinación”. La escritura es también lo interminable: “El escritor ya no pertenece al dominio magistral donde expresarse significa expresar la exactitud y la certeza de las cosas y de los valores según el sentido de sus límites”. Así, quien escribe se halla en medio de un lenguaje que nada revela, que a nadie se dirige, que carece de centro. Y quien escribe debe desaparecer: “La obra exige que el escritor pierda toda ‘naturaleza’, todo carácter y que, dejando de relacionarse con los otros y consigo mismo por la decisión que lo hace yo, se convierta en el lugar vacío donde se anuncia la afirmación impersonal”.
El “él” de la obra que se escribe no es una nueva subjetividad frente al yo (desaparecido), sino que es la “desobra” (désoeuvrement), el cuestionamiento de toda permanencia de ser. “Él” está en continua oscilación, en vaivén, no es presente ni presencia, sino movimiento de sustracción del presente a toda presencia, huella. Se podría decir que “él”, con su oscilación, pone en cuestionamiento toda identidad del yo, todo aseguramiento de la apropiación: está expuesto en la escritura.
La escritura no es entonces resguardo en la seguridad de un yo, amparo frente a las dificultades del mundo de la vida, sino exposición a una amenaza: “la que le viene desde afuera, por el hecho de estar en el afuera”. Y esta amenaza convoca al escritor al riesgo de convertirse en otro, pero no en algún otro, “sino más bien en nadie, en el lugar vacío y animado donde resuena el llamado de la obra”.
En El diálogo inconcluso Blanchot se pregunta qué es un filósofo, y señala que no es ya el que se asombra, “hoy diré, usando la expresión de Georges Bataille: es alguien que tiene miedo”. El miedo obliga al hombre a salir fuera de sí, lo coloca frente a un otro que no puede ser apropiado: “el yo se pierde”, pero esa pérdida no significa la confusión extática. Hay una experiencia de la noche, de lo oscuro, que no quiere poner esta noche al descubierto; una forma de pensar que no es poder y comprensión apropiadora. Lo oscuro es lo que debe ser preservado, sin intentar develarlo, lo que debe ser amado como tal. La experiencia de la noche es la prueba de la imposibilidad.
Si la filosofía es interrogación, y la poesía pura afirmación, la literatura es “el espacio de lo que no afirma, no interroga, donde toda afirmación desaparece y sin embargo regresa... a partir de esa desaparición”. Estos tres modos de expresión se oponen, dice Blanchot, al habla cierta, segura de sí, a toda verdad sustancial. Suponen un encuentro con lo ajeno, con lo extraño, pero para mantenerlo en la distancia de la separación. El espacio de lo extraño, de lo extranjero, es para Blanchot un campo de fuerza anónimo, donde el ser aparece desapareciendo, se afirma sustrayéndose. Por eso la literatura y el pensamiento son experiencias de la extrañeza, movimientos constantes. El diálogo es infinito e inconcluso, porque no tiende a la unidad, a la recuperación en sí, sino al continuo alejamiento en esa constante expulsión de lo propio que nos torna siempre extraños y extranjeros.
Refiriéndose al parricidio levinasiano (el rechazo de la presencia y de la identidad de la conciencia husserliana), Blanchot señala que “estamos expuestos, por la responsabilidad, el enigma del no-fenómeno, de lo no-representable, en el equívoco de una traza por descifrar, indescifrables”. En este sentido, la escritura nos hace patente, en esa no presencia del yo a sí, la alteridad.
Temblores derridianos
También la deconstrucción derridiana es un constante temblor: “solicitando” el edificio de la metafísica, se experimenta ese temblor de los muros que, desde siempre, desde el supuesto origen, “ya” se están deconstruyendo. Mientras que el discurso hegemónico de la tradición occidental pretende que el edificio es seguro, que sus cimientos son sólidos, la deconstrucción hace patente la incerteza. De este modo, pone en jaque a las certidumbres, las nociones de verdadero y falso, las oposiciones de forma y fondo, o forma y contenido, los supuestos centros y orígenes. Y a los límites de los saberes: defenestrada la filosofía en su posición fundacional, los así llamados “límites” se tornan difusos y el trabajo se realiza en los bordes. Pero este trabajar en los bordes del texto no significa el gesto arbitrario de imponer la subjetividad sobre lo escrito, sino que se trata de seguir los hilos de la trama del texto. No se “borda” sobre el texto, sino que se sigue la trama de los hilos de la textualidad, trama que impide la posición directiva de un sujeto que ordena trayectos, medios y caminos. Viaje, entonces, por una textualidad, en la que las certezas ya no sirven de orientadoras. Viaje oscilante, sin télos, sin dirección definida, en una lengua pensada como sistema de diferencias y huellas.
El pensamiento de la huella está señalando que el principio, la fuente dadora de sentido, siempre está desplazada, que no existe un sentido que operaría como origen al cual podría remitir la cadena de significantes. Este juego de significantes y huellas genera una relación de presencia y ausencia, que desquicia a la, filosofía buscadora del origen: ¿en dónde asentarse si todo es marca, y marca de marca, en dónde detenerse, en dónde se halla el descanso y la seguridad?
Un pensamiento del “ni/ni” asusta, ya que nos ubica en ese lugar (no-lugar) indiscernible, inidentificable, del “entre”. Frente a la metafísica oposicional, caracterizada por el binarismo, el deconstruccionismo se halla ubicado en el “entre” de las oposiciones: ni verdad ni falsedad, ni presencia ni ausencia, sino “entre”. El “entre” está signando un ámbito de oscilación del pensar, y Derrida previene de la comodidad metodológica de convertirlo en “nuevo lugar” del pensar, o en recurso asegurante del pensamiento. El “entre” no es un nuevo lugar sino que es no-lugar, imposibilidad de asentamiento, constante peligro, no presencia, “quizás” nietzscheano. Mientras que la lógica identitaria nos lleva siempre a uno de los dos extremos de las oposiciones binarias de la metafísica, los “indecidibles” (hymen, phármakon, suplemento) hacen patente que la lengua ya está deconstruida, que ciertos términos no pueden ser retrotraídos a ninguna de las oposiciones. La lógica “ex-cursiva” derridiana sale del curso (de la normalidad, de la identidad) y nos coloca en el ámbito de una lógica paradójica. La cuestión del sentido siempre remite a la cuestión de la identidad: a diferencia de la polisemia, la diseminación, como modo excursivo (salido del curso y del surco de la normalidad) tiene que ver con la pérdida del sentido, con la oscilación que “marea” y dis-loca.
Toda esta oscilación tiene un fuerte cariz afirmativo: no de una afirmación como reunificación del sentido, sino de una afirmación que habita las fisuras del edificio bien construido de la metafísica, para esperar el estallido del sentido. Mientras que en la historia del pensar occidental hay una utilización del sema -semen- para la producción, la idea de diseminación supondría una dispersión del sema-semen sin producción. De este modo, cuestiona la idea de propiedad, señalando un ámbito oscilante de impropiedad y des-apropiación. Culler indica que el método deconstructivo es un “cortar la rama sobre la que se está sentado”, un desatino para una lógica de la sensatez, pero no para pensadores (como Heidegger, Nietzsche y Derrida) que sospechan que si caen no existirá “suelo” donde caer.
Lo que se “abre” a partir de la deconstrucción, y que se relaciona con el carácter afirmativo de la misma, es un “porvenir monstruoso”, ya anunciado al fin De la gramatología: monstruosidad de lo no-predictible, de lo no-dominable por una subjetividad segura de sí. Monstruosidad del quizás: también ésta es una afirmación oscilante, no reapropiable por la lógica de la identidad.
Derrida señala que si hiciéramos una caricatura del hombre moderno, tal como lo describe Heidegger, tendríamos que decir que es un animal escleroftálmico, es decir, un animal que tiene la vista en una posición en la cual se le dificulta cerrar los ojos, en una posición de dureza. Para mantener la vista presente y atenta en todo momento, hay que estar ante el mundo en la tesitura del objetivador del mismo, pero también en la del animal depredador, dispuesto a la apropiación. Vigilar todo, circunscribir todo, reunir todo desde una mirada omniabarcadora y apropiante y reunidora del sentido. La deconstrucción, por el contrario, desactiva esta mirada reaseguradora, la hace temblar acerca de lo apropiado.
La crítica al fonocentrismo es una crítica a la lógica de la identidad que posibilita la “viva presencia” del sujeto, del sentido. La viva presencia fundamenta el pensar representativo, modo de conocimiento de ese animal escleroftálmico que retrotrae toda la realidad al ámbito de su conciencia. Mientras que la voz de la conciencia se asegura el dominio de todo desde la presencia, la escritura quiebra el presente vivo. Instaura diferir, heterogeneidad, alteridad, no-identidad, desplazamiento y, con ello, imposibilidad de dominio.
Aquel otro que me coloca en el ámbito de la oscilación
¿Quién hace patente la imposibilidad de dominio y la incerteza? El otro que irrumpe en mi supuesta yoidad, señalándome que ya estaba allí, que antes de todo intento de constitución de mi propia subjetividad, ya estaba allí: contaminando.
En la filosofía de Nietzsche, esa presencia del otro es pensable desde una noción de “entre” (Zwischen) como modo de referirse a la constitución de la subjetividad, que se configura en el entrecruzamiento de las fuerzas: no se trata aquí del yo cerrado en sí mismo, sino del yo que es, al mismo tiempo, los otros de sí mismo y del nos-otros. Varias metáforas nietzscheanas remiten a esta idea: la del ultrahombre como dación de sí que nada quiere conservar, la del viajero errante, sin télos final, la del eremita que se “hace dos”; la de los amigos que están en una relación de proximidad-distancia; o la del mismo Nietzsche en el Ecce Homo, a la vez vivo y muerto, siempre, por lo menos, doble. La idea de Zwischen implica “desapropiación”: frente al sujeto moderno, que se asegura de lo real como disponible en el modo de la objetualidad, esta noción supone la “inseguridad” de aquel que se constituye en el cruce con los otros, con las circunstancias, con el azar. Hace patente el carácter tensional, que impide la detención en las nociones metafísicas de “interior” o “exterior”, en el “agente”, o en el “paciente” del obrar; porque el “entre” pone en cuestión estas diferencias bipolares. En cierto modo, el otro, los otros, ya estaban desde siempre allí, en ese yo que se consideraba inmunizado (en la figura de la subjetividad autosubstante) de la alteridad.
Desde la idea de “entre”, el otro puede ser pensado como nos-otros: ese “otro” diferente y a la vez presente en nuestra supuesta “mismidad”. La noción de amistad nietzscheana patentiza este carácter: Previniendo de las “confusiones identitarias” yo-tú, el amigo puede permanecer, al mismo tiempo, cercano y lejano, haciendo patente este carácter del nos-otros. El amor al próximo (Nächstenliebe), que siempre supone intento de reducción, se convierte en Nietzsche en el amor al distante (Fernsten-Liebe): así el otro ya no es el mismo.
En Blanchot y Derrida, el tema del otro remite a una necesaria crítica a Heidegger, en el existenciario que retrotrae a la más propia propiedad del Dasein, el ser-para-la muerte. La analítica del Dasein, que parte de la pretensión de la superación de la metafísica de la subjetividad, queda sujeta a la misma en ese hilo que une propiedad y muerte. Porque en ese hilo el Dasein pareciera quedar “radicalizado en mismidad autoposicional”.
Al caracterizar el ser-para-la-muerte Heidegger señala la necesidad de conectar el precursar la muerte (como posibilidad ontológica) con el “poder ser propio”, y “el ser sí mismo propio se define como una modificación existencial del uno que hay que acotar existenciariamente”. Esta “autarquía del Dasein”, como la caracteriza Marion, supone un cierto modo de “retorno a sí” del Dasein, quien es “el vocador y el invocado a la vez”, en esa “llamada a sí mismo” (Ansprecher seiner Selbst). Por ello Marion destaca la figura del interpelado (interloqué) como forma de ruptura con el sujeto: el Dasein no se abandona a la interpelación. A la llamada sólo puedo responder “Heme aquí”, sin ningún yo. “en cada caso mío”.
El otro, en Heidegger, se ve privado de su alteridad, en la medida en que la misma, podría decirse, “depende” del Dasein. Porque el Dasein es ser-con proyecta el mundo como co-mundo, lo que posibilita al otro. Pero como el análisis del Mit-sein se hace a partir de la relación con los útiles, en esa referencialidad que me remite al otro, y, por otro lado, la estructura del Mit-sein está ya; desde siempre, caída (Verfallen) en el modo del Uno (Das Man), del impersonal, el asumir el ser-para-la-muerte representará un modo de “retorno” del Dasein a sí mismo. Es entonces que el Dasein tiene la posibilidad del empuñar (Ergreifen) sus posibilidades, haciéndose cargo de su finitud. El asumir la posibilidad de la muerte rompe con las referencias a los demás, de allí el carácter irreferencial del precursar la muerte, y significa la posibilidad de “elegirse a sí mismo” del Dasein.
En su trabajo sobre el tema de la muerte doble en Rilke, Blanchot cita la constante referencia de Rilke a la anémona observada en Roma, que “se había abierto tanto durante el día que a la noche no pudo cerrarse”. Así, el poeta se mantiene como punto de intersección de muchas cosas, expuesto en lo Abierto. Tomando esta imagen, podríamos decir que el Dasein, en tanto apertura, es la anémona que necesita retornar a su propia cerrazón para, en ese ámbito de “retorno a sí”, asumir su propia finitud. En ese “cierre” el otro parece anulado, olvidado, y la muerte que hay que asumir es la propia.
Para Blanchot y Derrida, en cambio, la muerte que hay que asumir es la del otro. Como señala Blanchot, lo que llama a debate no es el sí mismo consciente de su finitud, sino el “hacerme cargo de la única muerte que me concierne”, la del otro. Quien ve morir a un semejante, decía Bataille, sólo puede subsistir “fuera de sí”. En esa “conversación muda” en la que se sostiene la mano del moribundo, se comparte la soledad de la desposesión: “Sólo una cosa: al morir, no únicamente te alejas, estás aún presente, porque he aquí que me concedes este morir como la concesión que sobrepasa toda pena, y donde me estremezco suavemente en lo que me desgarra, perdiendo el habla contigo, muriendo contigo sin ti, dejándome morir en tu lugar, recibiendo ese don más allá de ti y de mí”.
Esa muerte del otro ya está presente en mí desde siempre. Cuando Derrida despide a su amigo Paul de Man, recuerda que, en su nombre propio, en la medida de la supervivencia del nombre, ya siempre su amigo estaba muerto para él (como él para su amigo). El acto de la muerte patentiza lo que ya está siempre en toda relación con otro: la ausencia y el diferimiento.
En su crítica al existenciario del ser para-la-muerte Derrida destaca los elementos en la noción de posibilidad que ya están deconstruyendo ese carácter de “propiedad más propia” del Dasein, señalando “inestabilidades”. En efecto, Heidegger señala que “Con la muerte, el Dasein se espera él mismo en su poder ser más propio”. El Dasein “se espera” en los límites, pero tal vez, lo que se esté señalando es que “uno puede esperarse el uno al otro”. Así, el esperarse ya no es reflexivo sino qué marca la espera del otro, la heterología en la supuesta mismidad. Nos esperamos uno al otro en las fronteras de la muerte, y no llegamos nunca juntos a la cita, porque a esa cita siempre se llega con retraso, difiriendo en la vida (misma). De este modo, la posibilidad de la imposibilidad heideggeriana hace patente que la más propia propiedad del Dasein es la impropiedad y la desposesión, la muerte, que es (siempre) la del otro. “Si la muerte, posibilidad más propia del Dasein, es la posibilidad de su imposibilidad, aquella se convierte en la posibilidad más impropia y más ex-propiante (...) Desde este momento, lo propio del Dasein se ve, desde el adentro más originario de su posibilidad, contaminado, parasitado, dividido por lo más impropio”.
Tanto en Blanchot como en Derrida, el otro es el “extraño extranjero”, el distante, por ello mi relación con él escapa al poder de reducción o aseguramiento. Para Derrida, la alteridad está presente en la mismidad como huella o diferimiento, con esa presencia que tiene la muerte en el nombre propio (nuestro superviviente), y la otra lengua en la “propia” lengua, en tanto lengua heredada y atravesada por lo otro. Antes de ser ipse, mismidad, el otro ha irrumpido en mí: “soy en mi casa el invitado de otro”. Y este “ser-con” tiene el modo de la presencia-ausencia fantasmática: “No hay ser-con el otro, no hay socius sin este con-ahí que hace el ser-con en general más enigmático que nunca”. El fantasma que asedia (hanter) expresa un modo de la resistencia a la ontologización, el dominio y la localización del otro: “lo fantasmático” es un modo de referirse a la alteridad que permite la ruptura con la lógica identificatoria de la mismidad, con los aseguramientos del pensar.
Final: comunidades del temblor
El pensamiento del temblor parece llevar, entonces, al otro, aquel ante quien caen las seguridades, aquel que me convoca, desde su fragilidad, al amor a lo extraño, a la proximidad que separa, a la comunidad de los que aman alejarse. Una idea de comunidad recorre las textualidades de los tres autores, desde la comunidad de ultrahombres nietzscheanos, a la comunidad inconfesable de Blanchot -pensada desde la comunidad ausente de Bataille- y la comunidad de los que aman alejarse de Derrida. “Comunidad” que, en la medida en que no es pensada desde un lazo social que anude subjetividades autoinmunizadas con respecto a lo otro, supone una ruptura con los modos tradicionales de la “unión”.
Todo el Zarathustra está atravesado por el anhelo de los discípulos y la cercanía de los otros, anhelo que, paradójicamente, halla su cumplimiento en la separación. Cuando Zarathustra comprende que no puede arrastrar cadáveres, señala que necesita compañeros de viaje vivos, por ello sus posibles discípulos son los navegantes, los viajeros, los hombres de la audacia, que se lanzan a mares inexplorados. Frente a los hombres del mercado, caracterizados por la necesidad de seguridad que considera que ya todo está inventado, los navegantes se lanzan al mar del riesgo. El “impaciente amor” de Zarathustra, amor que “se desborda” lo lleva a buscar compañeros que “celebren fiestas” con él, y a separarse de ellos. A diferencia del amor al prójimo, que busca la cercanía que confunde, el amor zarathustriano es un amor al lejano, que acerca y separa. Ama al prójimo quien busca mismidades desde la propia mismidad, quien necesita los espejos identificatorios que aseguran y conservan la propia identidad; para amar al lejano hay que saberse desde ya atravesado por la otredad. Por ello, la comunidad de los ultrahombres es la de la bandada de los pájaros solitarios, la de los que se unen temporariamente para celebrar una fiesta, y están dispuestos a la pronta partida.
Así como son paradójicas las enseñanzas de Zarathustra, que habla en forma de máximas y sentencias precisamente para enseñar a desaprender de sus enseñanzas, así también resulta paradójica, ajena a las lógicas del mundo moderno, esta idea de comunidad de los ultrahombres. Los “iguales” de esta comunidad, los “hermanos” son los que no comparten similitudes, sino diferencias, aquellos en los que la única similitud sea, tal vez, la de la diferencia misma. Comunidad de amistad, entonces, en la que el elemento que anuda es al mismo tiempo el que desata, el que impide la reificación de la relación.
La comunidad inconfesable de Blanchot, desde la comunidad negativa de Bataille como “la comunidad de los que no tienen comunidad”, supone un radical cuestionamiento de la idea de reciprocidad. La relación del hombre con el hombre no puede ser considerada en los términos de lo Mismo: el Otro se introduce en ese supuesto terreno de mismidad, haciendo patente su irreductibilidad, y con ello, la disimetría de toda relación. El “Ven” no es un ruego ni una demanda, es la aparición de lo heterogéneo que desborda toda conciencia y mismidad.
La base de la comunicación no es para Blanchot ni el habla ni el silencio, sino la exposición a la muerte del otro, otro cuya presencia implica siempre su “insoportable ausencia”, que se encuentra inscripta en la vida misma. Es bajo esta condición que existe la amistad, puesta en juego y arriesgada a cada instante a la pérdida. Comunidad de amigos o comunidad de amantes, imposible en la sociedad mercantil, en la que existen comercio y tratos -pero no amor sin condiciones. Por ello la comunidad de amantes es “máquina de guerra”, amenaza constante para la sociedad. El amor es siempre excesivo, por eso, la única manera de vivir un amor es en la pérdida: “perdiéndolo antes de que advenga”.
También desde el amor piensa la comunidad Derrida, y este pensamiento hace patente la cuestión política, con un fuerte matiz aporético, es decir, de experiencia de lo imposible como espacio del riesgo, de lo indecidible. En los caracteres de la amistad que Derrida destaca en Nietzsche, Blanchot y Nancy, la distancia infinita, la irreciprocidad, y la asimetría están signando otro modo de “lazo social”. En términos de Blanchot es “aquello que separa [que] se convierte en relación”.
Retomando elementos nietzscheanos del planteamiento de la cuestión de la amistad y el ultrahombre, ésta es la “comunidad de amigos solitarios”, “la comunidad anacorética de los que aman alejarse”. Entre los amigos no existen deudas, ni deberes: la amistad debe ser pensada como don sin intercambio. Intercambian los hombres del mercado, dueños de propiedades, iguales y homogeneizados. La amistad de los lejanos, de los ultrahombres, supone una economía distinta a la del intercambio, en la medida en que introduce una lógica (o alógica) del don. El ultrahombre nietzscheano es el que “se da” en esa virtud que hace regalos, el que no quiere “conservar” nada de sí.
La pregunta derridiana es qué significa lo “común” en esta comunidad, que va más allá, incluso, de lo viviente, comunidad, también, de los espectros, de los que están “entre” (como estamos todos) la vida y la muerte. Y es que tal vez ese deseo de comunidad, que nos llama a franquear la infranqueable distancia, ya no es del orden de la comunidad, de la partición, o de la participación. Un amor de amistad (amancia) atraviesa la posible (imposible) comunidad de ultrahombres, un amor sin deseos de posesión y apropiación del otro, que experimenta “la condición de abrirse temblando al quizás” Quizás que signa esa oscilación del pensar que no puede ser asegurado, del amor que no se transforma en disponibilidad del otro.
Tal vez la expresión de Hölderlin, “allí donde está el peligro está lo que salva” deba leerse en el sentido de que sólo el peligro, el peligroso tal vez salva. Salva de la ontologización, de la reificación, del aseguramiento, y con ello, de la conversión de lo otro y los otros en lo mismo. Y deja al pensar en la intemperie, sin resguardo, oscilante y temblando ante la extrañeza no apropiable del otro.
* Este texto representa mi conferencia en el VII Simpósio Internacional de Filosofía Moderna e Contemporánea (28 de outubro a 01 de novembro de 2002) Toledo, Paraná. Brasil.
F Nietzsche, Nachgelassene Fragmente. Frühjar 1888, 14 [80], KSA 13, p. 260 (las obras de Nietzsche se citan según las Samtliche Werke. Kritischee Studienausgabe in 15 Bänden [KSA]. Hrsg. von G. Colli und M. Montinari- München, Berlin/New York, Deutscher Taschenhuch Verlag und Walter de Gruyter, 1980). No quiero dejar de señalar que el 14 [219] asocia la oscilación con la idea ele voluntad débil, “La multiplicidad y. la desagregación de los impulsos, la falta de un sistema que los coordine da una ‘voluntad débil’ su coordinación bajo el predominio de un solo impulso da la ‘voluntad fuerte’; -en el primer caso es la oscilación (Oscilliren) y la falta de centro de gravedad, en el segundo, la precisión y la claridad de la dirección”, KS4 13. p. 394. Sin embargo, en este punto se está hablando de la dirección que deben adquirir las fuerzas cuando se densifican, podríamos indicar que ese movimiento de densifïcación (que tiene, temporariametne. un centro de gravedad) debe estar sometido, a su vez, a la oscilación que impide que la densificación se esclerose.
En última instancia. nada es “fondo” en una filosofía que critica los fundamentos. Véase Jenseits con Gut und Böse, (en adelante. JGB). § 289, KSA, 5, pp. 233-234: allí aparece la figura del eremita que sabe que toda filosofía es “filosofía de primeros planos”, y que detrás de cada fondo hay un abismo.
Also sprach Zarathustra (en adelante Za), trad. A. Sánchez Pascual, Madrid, Alianza, vs ed, p. 272.
M. Morey, “No más bien entonces”, en Anthropos, Rubí, Anthropos Editorial. Nros 192/193, 2001. p.40.
M. Blanchot, El espacio literario, trad. V. Palant y J. Jinkis, Buenos Aires, Paidós, 1969, p. 19.
M. Blanchot, El espacio literario, ed. cit., p. 20.
M. Blanchot, “El espacio y la exigencia de la obra”, en El espacio literario, ed. cit., p. 49.
El désoeuvrement no es consecuencia de una acción sino lo que “deshace” la obra desde dentro.
Señala Blanchot en Le pas au-delà, Paris, Gallimard, 1973, p. 14 : “(...) él: una palabra de más”
M. Blanchot, El libro que vendrá, trad. P. de Place, Caracas, Monte Ávila, 1992, p. 242.
M. Blanchot, El libro que vendrá, trad. cit., p. 242.
M. Blanchot, El diálogo inconcluso, trad. P. de Place, Caracas, Monte Ávila, 1996, p. 97.
M. Blanchot, El diálogo inconcluso, ed. cit., p. 99.
Véase R. Laporte, “Leer a Maurice Blanchot”, en Anthropos. Cuadernos de crítica de la cultura, “Pongamos que se habla de Maurice Blanchot”, Barcelona, Editorial Archipiélago, Nro 49/2001, pp. 15 ss.
M. Blanchot, “La inspiración”, en El espacio Literario, ed. cit., p. 153.
M. Blanchot, “L’étrange et l’etranger”, en La Nouvelle Revue Française, Paris, Nro 70, 1958, pp., 637-683.
M. Blanchot, “Notre compagne clandestine”, en F. Laruelle (ed.), Textes pour Emmanuel Lévinas, Paris, Jean-Michel Place, 1980, p. 85.
J. Culler, Sobre la decontrucción. Teoría y crítica después del estructuralismo, trad. L. Cremades, Madrid, Cátedra, 1992, p. 133.
J. Derrida. “Las pupilas de la universidad”. trad. de C. de Peretti. en ¿Cómo no hablar? Y otros textos, Suplementos de :Anthropos. Revista de Documentación científica de la cultura. Barcelona, marzo de 1989. pp. 62 ss
Para este tema de la constitución de la subjetividad en Nietzsche como Zwischen remito, entre otros, a mis artículos “Metáforas de la identidad. La constitución de la subjetividad en Nietzsche” en G. Meléndez (comp), Nietzsche en perspectiva, Santafé de Bogotá, Siglo del Hombre editores, 2001, pp. 49-61. “La metáfora del caminante en Nietzsche. De Ulises al lector nómade de las múltiples máscaras”, en Ideas y valores, Bogotá, Nro 114, 2000, pp 51-64, y “Vivir con muchas almas. Sobre el Tractat del lobo estepario, el ultrahombre nietzscheano, y otros hombres múltiples”, en Pensamiento de los Confines. Nro 9/10, segundo semestre de 2000, Buenos Aires, Paidós, pp. 196-206.
Véase F Nietzsche, Menschliches Alzumenschliches, II. I. § 241, KSA 2, p. 487, traducción al español. Humano, demasiado humano, de A. Brotons, Madrid. Akal. 1996. p. 82.
Jean-Luc Marion, “El interpelado”. trad, de J. L. Vermal, Taula. Quaderns de Pensament, Universitat de les Illes Balears, núm. 13 i 14 de 1990, pp. 87-97, la cita es de la p. 91.
M. Heidegger, Sein und Zeit, (en adelante, SZ), Tubingen, Max Niemeryer Verlag, 2001, 18 Aufl., #54, p. 267.
M. Heidegger, SZ, #57, p. 275.
M. Heidegger, SZ, #54, p. 268.
M. Blanchot, “Rilke y la exigencia de la muerte”, en El espacio literario, ed. cit., p. 143.
M. Blanchot, La comunidad inconfesable, trad I. Herrera, Madrid, Arena, 1999, p. 30.
M. Blanchot, La comunidad inconfesable, ed. cit., p. 30.
M. Blanchot, La comunidad inconfesable, ed. cit- p. 31.
M. Heidegger, SZ, #50, p. 250.
J. Derrida, Aporías, Morir-esperarse (en) ‘los limites de la verdad’, trad. C. de Peretti, Barcelona, 1998, p. 108.
J. Derrida, Aporías, ed. cit. p. 124.
M. Blanchot, El diálogo inconcluso, trad. Pierre de Place, Caracas, Monte Ávila, 1996, p. 116.
J. Derrida, ¡Palabra!. Instantáneas filosóficas, trad.C. de Peretti y P. Vidarte, Madrid, 2001. “Sobre la hospitalidad”, p. 50.
J. Derrida, Espectros de Marx. El Estado de la deuda. el trabajo del duelo y. la nueva internacional. trad. J. M. Alarcón y C. de Peretti, Madrid, 1995, p. 12.
F. Nietzsche, Za, “Vorrede”, #9, KSA 4, p.26.
Za, III, “Von Gesicht und Räthsel “, KSA 4, p. 202.
Za, II, “Das Kind mit dem Spiegel”, KSA 4, pp. 105 ss.
M. Blanchot, La comunidad inconfesable, ed. cit., p. 38.
Como señala Richard Beardsworth, Derrida & the Political. London, Routledge, 1996. p. XIV, la aporía es “el lugar en el que se encuentra la fuerza política de la deconstrucción”.
M. Blanchot L’Amitié, Paris, Galimard, 1971, p. 328.
J. Derrida, Políticas de la amistad. trad. P. Peñalver, Madrid, 1998, p. 329.
J. Derrida, Políticas de la amistad, ed, cit., p. 88.
También el Er-eignis heideggeriano, modo de la oscilación hombre-ser, modo del entre, está. como dice Duque, a la intemperie. Véase F. Duque, “Los humores de Heidegger. Teoría de las tonalidades afectivas”, en Archipiélago. Cuadernos de crítica de la cultura, Barcelona, Ed. Archipiélago, Nro 49/2001, pp. 49-119.